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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

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Que caigan los impunes, los inviolables y los inmortales

Gerardo Díaz Ferrán, Jaume Matas, Juan Carlos de Borbón y  Arturo Fernández

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En algún momento de la primera década del nuevo siglo, cuatro hombres poderosos compartieron jornada de caza en la finca El Alamín, situada en Santa Cruz de Retamar, en la provincia de Toledo. Un total de 1600 interminables hectáreas para recorrer y abatir perdices. Poder, dinero, felicidad y una afición compartida. ¿Qué podía salir mal?

Esos cuatro hombres no eran otros que los líderes de la patronal, Gerardo Díaz Ferrán y Arturo Fernández, el expresident de las Islas Baleares por el PP, Jaume Matas, y Juan Carlos de Borbón, por aquel entonces jefe del Estado. Cuatro hombres poderosos que compartían jornada, afición por la caza y que posaban juntos ante una cámara para inmortalizar el magnífico día.

Se desconoce la fecha en la que se celebró la cacería, pero las especulaciones hablan de 2007. Momento glorioso para la élite de nuestro país, en la que campaban a sus anchas casi exentos de presión y en un contexto de felicidad económica. En lo particular, también era un momento excepcional para estos cuatro hombres, pues se encontraban en el techo de unas carreras personales que no han dejado de tocar fondo.

Desde 2007 hasta diciembre de 2012, fecha en la que se publicó la foto, ocurrieron muchas cosas en nuestro país. Una crisis económica, política e institucional, un movimiento popular, el 15M, que gritaba a las élites “no nos representan” y una foto previa, de abril de 2012, en la que el monarca fugado posaba, rifle en mano, ante un elefante abatido en Botsuana. Mientras la ciudadanía de nuestro país pasaba calamidades enfrentándose a paro y desahucios, el jefe del Estado alimentaba sus hobbys yéndose de safari al continente africano. La indignación iba en aumento y el monarca se veía obligado a realizar un vergonzoso intento de lavado de imagen pidiendo perdón, con la boca pequeña, ante algunos medios de comunicación.

Éstos no eran los únicos cambios que se habían producido en nuestro país. En 2007 la élite privilegiada, entre la que se encontraban estos cuatro hombres, gozaba de una sensación de inmortalidad ante los escándalos, corruptelas y delitos. El sentimiento de impunidad de los privilegiados es algo que siempre me ha despertado curiosidad. En un país de tradición judeocristiana, ¿no sería más habitual que las personas con responsabilidades públicas se sintieran culpables cuando cometen un error? O mejor dicho, ¿Cuándo roban? Pues no. Eso es lo que le ocurre a todo hijo de vecino, pero entre la corte y los cortesanos existe el sentimiento de impunidad. Pueden aceptar el cobro de comisiones ilegales, defraudar al fisco o meter la mano en la caja, y creerse inmortales. Cosas de las élites.

Destapada parte de la corrupción que infestó nuestro país y, gracias al empuje popular, comenzó a debilitarse ese sentimiento de impunidad con el que operaban las élites sin vergüenza alguna. Ni todo lo que debería, ni tan rápido como nos gustaría, a base de investigaciones y de manifestaciones, comenzaron a agrietarse algunos de los privilegios de los cortesanos. La corrupción llegó a los juzgados y los amigos del rey, Díaz Ferrán, Arturo Fernández y Jaume Matas acabaron en los tribunales, y los dos últimos, en la cárcel.

Pasado el tiempo hemos conocido que los cuatro hombres de la foto no sólo compartían afición por la caza, sino también una virtuosa capacidad para cruzar la línea roja y para moverse con facilidad en los terrenos más oscuros. Las noticias e informaciones sobre los escándalos y las presuntas corruptelas de Juan Carlos de Borbón ya han pasado de los tabloides a los juzgados. Por el momento, son investigados por la Fiscalía de Ginebra, la Audiencia Nacional y la Fiscalía Anticorrupción. Casi nada.

El sentimiento de impunidad con el que los corruptos campaban a sus anchas no apareció por casualidad. Es cierto que está en el ADN de las élites, pero en buena parte este sentimiento ha sido alimentado por el silencio mediático y por “el mirar para otro lado” que durante años han practicado buena parte de los medios de comunicación de nuestro país. La presión de la ciudadanía y el desmantelamiento de tramas corruptas ha sido clave para que este sentimiento de impunidad se resquebraje. Es un paso, pero no es suficiente.

Para que nuestra sociedad y nuestras instituciones sigan avanzando hacia la profundización de la democracia no es suficiente con acabar con esa sensibilidad de sentirse inmortales, sino que es necesario acotar la figura de la inviolabilidad y acabar con sus interpretaciones maximalistas. Es un escándalo que se retuerza y se estire la ley para que la inviolabilidad judicial llegue a casi todas las facetas de la vida del monarca cuando ésta debería limitarse a las competencias puramente institucionales.

En pleno siglo XXI la democracia debería llegar a todas las instituciones del Estado, también a su jefatura. Para ello es imprescindible que si el jefe del Estado comete un delito responda ante la Justicia y sea apartado de sus funciones como cualquier ciudadano. Pero mientras la forma política del Estado siga siendo una monarquía esto no será posible y la justicia y la igualdad seguirán siendo una apariencia.

En la nochebuena de 2011, al tiempo que conocíamos multitud de escándalos y corruptelas de Iñaki Urdangarín, su suegro, Juan Carlos de Borbón, cargado de desfachatez, se dirigía a los españoles y españolas en su tradicional discurso de Navidad exigiendo ejemplaridad y diciendo que podíamos estar tranquilos, que la justicia es igual para todos. Se dice que el tiempo pone a cada uno en su sitio, pero en este caso no es suficiente. Debe hacerlo la justicia. El tiempo nos deja recuerdos, imágenes y palabras que nos alegran, nos emocionan o, como en este caso, nos indignan. Después de casi nueve años desde ese discurso, el tiempo ha puesto de manifiesto que el exrey no estaba en condiciones de exigir ejemplaridad a nadie. También que la justicia no es igual para todos. Y es que, cae el desgraciado que roba para comer, el que ocupa el piso vacío de un banco porque no tiene un techo donde vivir o, incluso, si me apuran, los Matas, Fernández y Díaz Ferran. Pero en el caso de que el apellido sea Borbón, todo es distinto. 

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