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Es una vergüenza, no que la Constitución establezca la neutralidad del Estado en materia confesional, sino que dicha declaración no se haya traducido todavía en órdenes y decretos, circulares y leyes tendentes a implantar dicho carácter en cada una de las instituciones que son prolongación de dicho Estado. Porque sería de ilusos pardillos establecer leyes para no cumplirlas, ¿no?
Desde que se aprobó la Constitución (1978) no ha existido una sesión parlamentaria en la que los diputados discutieran sobre el alcance programático de esta declaración. Un paso previo obligatorio para aplicarla, después, en las instituciones de titularidad pública: escuelas, ayuntamientos, cementerios, cuarteles, parlamentos, hospitales, universidades, ejército, instituciones regias, TVE, etcétera.
Es incomprensible que haya tantos políticos transgresores de este principio de neutralidad confesional y que sigan manteniéndose en el entramado institucional como concejales y diputados. Por cometer menores delitos, algunas personas han sufrido cárcel y multas abultadas. Una discriminación penal que debería hacernos pensar. A fin de cuenta, ¿qué es más grave para la convivencia social, que alguien cuente un chiste de humor negro sobre una realidad lacerante o que un político incumpla sistemáticamente lo marcado por la constitución?
Cabría decir otro tanto de políticos que juran sus cargos ante un crucifijo o una Biblia. ¿Acaso ignoran que están ingresando en una institución de naturaleza aconfesional y no en un convento de cartujos?
Alguien con autoridad tendría que decirle a esa gente que jurar cargos públicos ante un crucifijo es una contradicción con la naturaleza del puesto al que acceden. Cuando cometen algún delito en el ejercicio de sus cargos -cohecho, prevaricación, malversación de fondos públicos-, ¿acaso se acuerdan de dicho juramento? Es una pena que los jueces, tan remilgados en otras cuestiones, no reparen en este detalle y aumenten, en consecuencia, las penas de los condenados por estos delitos a veinte años más de cárcel por ser perjuros. Quizás, así, la mayoría de los políticos actuarían con mayor cautela antes de jurar sus cargos ante un fetiche religioso.
La institución pública no pide credenciales de carácter confesional a sus funcionarios. Sería ridículo hacerlo en un Estado neutral en esta materia. Que tal superstición se perpetrara durante el franquismo tenía su lógica perversa en tanto en cuanto no se podía ser español sin ser católico obligatoriamente. Una cosa llevaba a la otra. Pero hoy no vivimos en el franquismo, ¿no?
La verdad es que en esta materia seguimos anclados en las negruras del nacionalcatolicismo, ese fascismo de la fe que tanto poso dejó en muchas esferas institucionales del país y de las que, a la vista de los disparates cometidos por cierta judicatura actual, protegida por el Código Penal, no parece que se hayan visto libres de su nefasta influencia.
Desde 1978, el Parlamento español no ha cogido el toro de la aconfesionalidad por los cuernos de la declaración que señala el artículo 16.3. ¿Por qué? Adúzcanse cuantas razones se quieran, pero la principal sigue siendo el sometimiento del poder civil al poder religioso. Y lo hace escudándose en los Acuerdos con la santa Sede, todavía sin dinamitar, y, en otro orden más prosaico, en la denominada tradición católica y el sentimiento religioso de las gentes, a las que no se quiere herir. ¡Cuánta sensibilidad y delicadeza por el pueblo al que continuamente se somete a todo tipo de sevicias!
Los políticos han convertido la declaración de neutralidad confesional del Estado en el hazmerreír de la democracia. El Gobierno de la Nación ha sido, y es, el primero en no cumplir con el ordenamiento constitucional, ese orden orgánico que, curiosamente, considera sagrado e intocable cuando le interesa y manda a los Tribunales a quienes lo desobedecen, sobre todo si los desobedientes son vascos y catalanes.
A quien exige la separación radical de la Iglesia y del Estado se le califica de ateo y de anticlerical. Vale. Sé que es inútil constatarlo, pero habrá que interpretar una vez más la partitura, amigo Sam. El laicismo nada tiene que ver con creer o no creer, ser mormón o católico. El laicismo es pura geometría espacial. Profilaxis que nos previene de la gonorrea clerical que padece cierta clase política al permitir la intromisión en el ámbito de lo público la espiroqueta del virus religioso, avasallando así el respeto debido a la pluralidad existente, tanto institucional como social.
Primero. En Navarra, la coalición que gobierna la comunidad foral, y que preside Uxue Barcos, Geroa Bai (Sí al futuro), se alineó hace días con PP y UPN votando a favor de la visita del llamado ángel de Aralar al Legislativo navarro, contraviniendo de este modo el carácter no confesional de una institución del Estado. Finalmente, la Iglesia, astuta como siempre, decidió unilateralmente, según sus palabras “dada la beligerancia anticatólica” del resto de los grupos que votaron en contra (PSN, IE, Podemos y Bildu), no hacer tal visita y posponerla para mejores témporas.
Al margen de los muchos comentarios que podrían hacerse, lo que interesa resaltar es que existe cierta izquierda que todavía no es capaz de distinguir entre lo que es una Parroquia y un Parlamento. Y que, dada su pertinacia en despreciar la pluralidad confesional de una sociedad, su daltonismo espacial seguirá siendo crónico. Les dará lo mismo Legislativo que Basílica.
Segundo. La misa retransmitida en TVE por un ente público está fuera de lugar aunque la gente considere que tiene derecho porque paga impuestos.
Si es un ente de titularidad pública, se trata de una institución que está al servicio de la mayoría. Si su utilización es parcial, como lo es el hecho de retransmitir una misa en beneficio de una secta, por muy mayoritaria que esta sea, transgrede el principio de neutralidad confesional que marca la Constitución.
Solo los imbéciles dirán que el problema se resuelve cambiando de canal, como si el problema estuviera en la televisión o en el mando a distancia. En realidad, el problema está donde siempre estuvo: en la cabeza de cada uno y en su voluntad de ser respetuosos o no con lo que establece el ordenamiento constitucional.
No se trata de condenar lo que dicen los sacerdotes contra los homosexuales, las mujeres, el aborto y la libertad en general. Seamos serios. Estos sacerdotes no pueden decir otra cosa que lo que realmente piensan acerca de estas cuestiones. Y, por tanto, exigirles que sean respetuosos con la pluralidad y la libertad individual en materia sexual o transexual, pongo por caso, es ir contra naturam de la horma de su zacuto de pensar.
Si dejaran de hacerlo, perderían su condición de energúmenos mentales. Y está bien que sigan siendo lo que soy, pues verlos en directo prestan un servicio impagable a la comunidad, mostrando hasta qué grado la inteligencia de un ser humano se puede degradar y de cómo en el asunto de la evolución, Darwin se equivocó, porque, en efecto, sí hubo homínidos que se bajaron del árbol antes de lo prescripto por su desarrollo ontogenético.
Si lo que dicen, hiere e insulta, ahí estarán los jueces -¿estarán?-, para aceptar las denuncias correspondientes contra sus injurias, que seguro que son santas. Pero todos, incluidos los imbéciles, aunque vistan traje talar, tienen derecho a expresar aquellas enormidades que consideran dogmas.
Pero distingamos. El marco espacial en el que deben proclamar sus revelaciones solo cabe hacerlas en la parroquia o en los chabisques particulares adecuados para estos sagrados fines.
Nunca un ente de titularidad pública debe primar una religión determinada. La mejor manera de respetar a todas las confesiones religiosas consiste en no respetar a ninguna, es decir, no permitiendo que asomen sus performances transcendentales por una televisión pública.
Si el ente público no es capaz de ser respetuoso con la pluralidad confesional y no confesional de la sociedad, los jueces, sin necesidad de denuncia alguna, deberían llamar a capítulo penal a sus dirigentes. No, solo por las enormidades que digan estos ensotanados predicadores, sino por hacerlo en lugar público… transgrediendo la constitución.
*Víctor María Moreno Bayona
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