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Tener la sensación de que nada cambia. Tener la certidumbre de que nada cambia. Un buen amigo escribía ayer un tuit en el que decía: “Esto del día del Pilar en Zaragoza es muy complicado de explicar en 140 caracteres”. Y así resulta. Porque el miércoles se evidenciaron tantas cosas, que a esos que ya andamos cerca de los cincuenta, y que nos hemos incendiado una y otra vez pensando que la cultura nos salvaría y que de Aragón haríamos ese gran país que soñaban los que un día se fueron, solo nos cabe decir: viva la casta que ha llegado para quedarse, que nos ha engañado con metáforas de falsos libertarios y que a la primera de cambio hace de lo casposo puro espectáculo y, como aquellos a los que denominaron casta, se colocan por encima del pueblo, al que tanto dicen venerar, lo insultan faltándole al respeto y todo entre risas y fotos, que son el ejemplo más claro de que aquí nada cambia.
Es preciso saber por qué se está en política, y sobre todo para qué y de qué forma, porque no solo la estética es importante, también la ética de saber cómo hacer las cosas, de no irrumpir en un acto como la Ofrenda de flores porque ostento el cargo político que ostento y eso me permite ser más que tú: ciudadano de a pie. Ese es el punto en el que la política y el político se consideran un César altivo e inmortal que se siente dios de la razón y del poder. A nosotros, los mortales, solo nos cabe recordarles que hasta César es mortal y que, desde la Izquierda Depresiva Aragonesa y rodeada de mis poetas chinos preferidos, lo único que el miércoles sentí fue decepción y vergüenza. Triste y rebelde decepción. Amarga vergüenza.
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