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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

El conflicto de los Bienes de la Franja revela grandes lagunas en la legislación española

Parte de las obras que enfrentan a Aragón y Catalunya se exponen en el Museu de Lleida Diocesà i Comarcal.

Eduardo Bayona

Zaragoza —

El largo conflicto entre Aragón y Catalunya por el arte sacro de las parroquias de la Franja, que el próximo miércoles cumplirá 21 años, es un litigio local que ha evidenciado la existencia de profundas y turbulentas lagunas en la legislación española: al menos una en la cooperación jurídica internacional, por la incapacidad del Estado para ejecutar sentencias de otro en un asunto patrimonial; y otra en la protección del patrimonio histórico, cuyo galimatías normativo impide en la práctica a los tribunales aplicar sus propias resoluciones.

La historia arranca el 15 de junio de 1995, cuando la Congregación para los Obispos del Vaticano emite un decreto por el que ordenaba que 111 parroquias de la zona oriental de Huesca pasaran, en dos fases que terminarían el 15 de septiembre de 1998, del obispado de Lleida al nuevo de Barbastro-Monzón con sus curas, sus documentos y sus obras de arte.

Tres veces a lo largo de una década recurrió la diócesis catalana la orden de entrega del primer –y único- centenar de piezas reclamado por la segunda sede ante el instituto romano, que la ratificó en otras tantas ocasiones antes de que la Signatura Apostólica lo hiciera, de manera definitiva a efectos canónicos, el 28 de abril de 2007.

La Iglesia decide ignorar una potestad ejecutiva

Sin embargo, la orden sigue sin ser ejecutada. Básicamente, por dos motivos. Por una parte, la iglesia se ha revelado incapaz de ponerla en práctica ante la pasividad de los obispos leridanos. Y, por otra, los tribunales ordinarios –un juzgado de Barbastro y la Audiencia de Huesca- dictaminaron que carecían de competencia para aplicarla.

Las sentencias, que califican de “omisión” la falta de ejecución de esa orden, señalan que los tribunales civiles solo pueden “reconocer eficacia en el orden civil” a las resoluciones sobre cuestiones matrimoniales, pero no a las de temas patrimoniales.

No obstante, reconocen a la iglesia la “competencia para decidir sobre la propiedad de los bienes” y acerca de “la ubicación y traslado”. Y, también, su derecho a solicitar la intervención del Estado para, en aplicación del Derecho Internacional y de los acuerdos jurídicos España-Santa Sede de 1979, “obligar a la autoridad díscola al obligado sometimiento y cumplimiento forzoso de sus obligaciones”. No lo ha hecho, aunque está habilitada hasta el final de los tiempos.

“Los problemas vienen de la voluntad de ejecutarla”

“El problema es la ejecución de la sentencia”, explica el catedrático de Derecho Canónico de la Universidad de Zaragoza Javier Ferrer, que recuerda que “la Iglesia carece de medios coercitivos” para obligar al obispo de Lleida a acatarla y ordenar el traslado de las primeras piezas, incluidas en un museo cuya compleja configuración jurídica civil y eclesiástica dificulta la exploración de otras vías.

Para Ferrer, “el exequatur era una medida adecuada” para aplicar una resolución “sobre cuyo contenido no hay dudas jurídicas” y en la que “los problemas vienen de la voluntad para ejecutarla”. En ese sentido, anota que una eventual petición de colaboración por parte de la Iglesia católica al Estado español para aplicarla “sería un caso de cooperación con las confesiones religiosas que recoge el artículo 16 de la Constitución, por no tener esta los medios necesarios” para poner en práctica sus propias resoluciones.

No obstante, el catedrático considera que la sentencia de la Signatura sería ejecutable por los tribunales civiles, ya que, si bien los acuerdos de 1979 no recogen expresamente la competencia de estos para materializar resoluciones canónicas fuera del ámbito matrimonial, tampoco la vetan de manera expresa. El concordato de 1953 sí les reconocía la potestad para aplicar todo tipo de sentencias eclesiásticas.

El conflicto del arte sacro, en cuya resolución elude implicarse a fondo la propia Iglesia, y antes la segregación de las parroquias, lleva décadas generando encendidos debates en Aragón, donde se ha convertido en uno de los polvorines que abastecen de munición dialéctica a los sectores anticatalanistas.

Vía libre y trabas del supremo en una misma resolución

La otra santabárbara retórica viene de la compleja distribución competencial de la protección del patrimonio histórico, que ha llevado a la paradójica situación de que el Tribunal de Conflictos del Supremo haya puesto, en la misma resolución en la que le autoriza a hacerlo, trabas a un juzgado de Huesca para aplicar otra decisión.

Se trata de la resolución que reconoce al Juzgado número 1 de Huesca la competencia para ejecutar la sentencia que ordena el regreso al monasterio de Villanueva de Sigena, de forma provisional hasta que se pronuncien la Audiencia Provincial y el Supremo, de 96 piezas de arte románico y gótico que las monjas de la orden de San Juan de Jerusalén habían vendido a la Generalitat entre 1983 y 1994. Cobraron 105 millones de pesetas en dinero y en terrenos por unas obras de arte que expone el MNAC (Museu Nacional d’Art de Catalunya).

El Supremo deja claro que “no nos corresponde ahora a nosotros determinar la procedencia u oportunidad” de la orden de ejecución provisional, al tiempo que admite que “no puede entrar a examinar” qué comunidad –Aragón o Catalunya- tiene las competencias para establecer “las obligaciones de ‘singular protección y tutela’ que impone el interés público, para evitar daños o deterioro” de las piezas en su eventual traslado, ya que se trata de bienes de interés cultural.

Es decir, que mientras la juez señala el 25 de julio como plazo límite para que esas obras regresen al monasterio oscense y el grueso de la clase política aragonesa coincide en anunciar que alguien indeterminado hará que vaya a buscarlas la Guardia Civil, el Supremo abre otra puerta de incertidumbre.

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