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Si quieres convencer a alguien de que coma insectos, no insistas en que es más ecológico

Grillos al curry verde y gusanos crujientes sabor barbacoa: esta es una de las imágenes usadas en la investigación.

Laura Rodríguez

Saltamontes cubiertos de chocolate, una bolsa de gusanos crujientes sabor barbacoa o unas galletas aparentemente normales pero hechas con harina de grillos molidos. Estas son algunas de las opciones que la investigadora Pauline Vaskou dio a elegir a varios grupos de niños en dos colegios de Londres. El estudio en el que trabajaba, que se acaba de publicar en Annals of the Entomological Society of America, intentaba averiguar si la aversión que sentimos en Occidente hacia los insectos sería algo que puede modificarse. Y, aunque las conclusiones parecen positivas, los motivos por los que estamos dispuestos a cambiar nuestra dieta quizá tengan poco que ver con la nutrición o nuestra preocupación ambiental.

“A la mayoría de las personas nos pone nerviosos probar alimentos nuevos y pensar en comer insectos”, explica la investigadora principal C. Matilda Collins. “Sin embargo, el mercado de la proteína de insectos está creciendo muy rápidamente a través de harinas que los hace más aceptables (y, sobre todo, invisibles) para incluir en nuestros platos”.

Desde el cambio de milenio, el interés por incluir insectos como parte de nuestras dietas ha aumentado en el mundo occidental. La FAO los ha recomendado por la aportación de proteínas, vitaminas y minerales que nos proporcionarían y muchos estudios señalan que podrían contribuir hacia un modelo de alimentación más sostenible.

Los insectos pueden criarse en granjas más pequeñas que necesitan menos agua y energía, producen menos gases de efecto invernadero y amoniaco evitando la nitrificación y acidificación del suelo, crecen mucho más rápido que los pollos, las ovejas o las vacas, y de ellos se consume entre el 80% y 100% de su masa corporal. Además, aseguran quienes se dedican a su crianza, gracias a su variedad ofrecen una multitud de sabores.

Una repugnancia arraigada

Sin embargo, el estudio de Collins y Vaskou demuestra que nuestra repugnancia está demasiado arraigada para eliminarla fácilmente. En su investigación, además de preguntar a 161 niños en colegios, registraron la opinión de 114 padres y crearon una encuesta en Internet. En todos los casos, la mayor motivación para probar insectos era que no se vieran. Daba igual cómo fueran los platos, siempre y cuando la comida resultara familiar y, sobre todo, no mostrara las patas o las cabezas.

También, tanto los adultos como los niños, se sentían mejor cuando los insectos se los ofrecía un amigo. Ver a otras personas comiendo saltamontes o gusanos parece que nos incentiva más a probarlos que conocer su valor nutricional u otro tipo de beneficios. En el caso de los niños, aún de manera más evidente. Según los autores, hasta los 11 años los pequeños se muestran mucho más abiertos a comer insectos que sus compañeros mayores. Entre los adultos, parece que quienes hacen más deporte y se preocupan por el consumo de proteínas son los más receptivos.

El argumento de lo sostenible, sin embargo, no parece tan estimulante. A pesar de que los encuestados aceptaban los beneficios globales de comer insectos, pocos se mostraban interesados en cambiar su dieta solo para proteger el medio ambiente. Que la comida parezca apetitosa, que la consuman más personas a nuestro alrededor y que sea nutritiva parece más importante a la hora de elegir nuestro menú que el que favorezca una alimentación “ecológica”.

Como apuntan los investigadores, cambiar nuestra dieta es posible  y ha ocurrido durante toda nuestra historia –¿quién iba a decir hace unas décadas que apreciaríamos tanto el sushi?–, pero quizá para incentivar alimentos más provechosos debemos dejar de insistir en los aspectos más altruistas. Parece mucho más efectivo buscar recetas que disimulen lo que menos nos atrae y, sobre todo, creen platos deliciosos.

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