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El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.

Editamos Ruth Toledano, Concha López y Lucía Arana (RRSS).

Cecil: el ejemplo de un sistema de compasión que nos aleja de la empatía

El león Cecil junto a una leona de su manada. Fotografía cedida por la Autoridad Administrativa de Vida Salvaje y Parques de Zimbabue (Zimparks)

Lola Fernández

Resuena aún el llanto global por el león Cecil, asesinado por un dentista estadounidense aficionado a la caza con arco que lo dejó agonizar casi dos días. Durante la semana en la que se manifestó masivamente el duelo de los que rechazamos la caza, las y los feministas nos dimos de bruces con una verdad terriblemente incómoda: que personas que no solían manifestar en sus redes la compasión por mujeres muertas, migrantes muertos, transexuales muertos, hombres y mujeres negras muertos, indigentes, pobres y, en general, por la desgracia fatal de todas las personas que forman parte de lo subalterno, sí salían del armario de la indignación por la muerte de un león en África. La explicación de los psicólogos a esta manifestación selectiva de la compasión se ha dado ya y casi siempre toma como referencia central para la reacción de los individuos el mismo sujeto: la víctima.

Resulta problemático tratar de analizar la bondad de fondo de un fenómeno viral, aunque no deje de herirnos la manifestación en las redes de una mayor sensibilización sobre unos temas que sobre otros. Sin embargo, existen demasiados factores psicológicos y mediáticos como para tomar esta parte de la sociedad viral por el todo social. Y no es que sea precisamente optimista, al contrario. Quiero decir que el desapego hacia el otro puede ser aún peor que el que el fenómeno Cecil desvela. Nos quejamos de que hemos puesto el grito en el cielo por Cecil pero no por los 50.000 niños que morirán este año en Zimbabue, pero la lógica, como bien explica Leonardo Anselmi, debiera ser la contraria: hemos necesitado que apareciera el león Cecil para acordarnos de los esos 50.000 niños. Para toparse con el enorme agujero de nuestra compasión, basta con invertir las lógicas, modificar las ópticas, cambiar el foco. ¿Y si iluminamos al cazador en vez de a su víctima?

Al insistir desde las instancias políticas y los medios de comunicación en el protagonismo de la víctima, nos obligan de alguna manera a trocear nuestra compasión en pequeñas porciones, abocándonos a una espiral infinita de lamento que nos incapacita para generar una instancia más productiva: la empatía. ¿Quién querría hoy racionalizar el sufrimiento del otro cuando contempla tanta y tanta víctima a su alrededor? Qué difícil vivir sometiendo a nuestro cerebro a toda la sucesión de microduelos que está exigiendo, por ejemplo, este verano. Qué perpetuo obituario, cuánta crónica negra que digerir, qué amargor. Mejor dejemos que nuestro cerebro siga su curso natural: que se proteja; que se cierre al sufrimiento. Así, cuando nos veamos obligados a mirar a tanta víctima, a nuestra conciencia le bastará con la compasión, ese sentimiento que se genera cuando nos horrorizamos, no cuando sentimos el horror del otro.

Gracias a esta política de la compasión, cuanto más crecen las desdichas, las expulsiones y las muertes, más aumenta nuestro desafección sanitaria hacia ellas. Imposible, se nos hace imposible tomar cartas mentales en asuntos que se nos han ido totalmente de las manos. Así contada, nuestra política de la compasión parece expresamente diseñada para engrasar un sistema que, en pos del crecimiento infinito, requiere del empobrecimiento y consumo creciente de recursos y vidas. Permite que todo nos dé, más o menos, igual. ¿Explicará esta política que el grupo de psicópatas que habita el mundo sea mayor o menor? No encuentro datos. Pero qué conveniente para la máquina de producir injusticia que esto sea así. Nuestro cerebro, al rescatarnos del sufrimiento del otro, nos condena. La canción es vieja. Ya la entonó, en su momento, Brecht, sin la justificación extra de la todopoderosa neurociencia.

Sólo se me ocurre una manera de conjurar el embrujo de la compasión para tener la oportunidad de empujar los márgenes de nuestra conciencia moral: dejar de mirar exclusivamente al león, a la mujer muerta, a sus niños asesinados, al magrebí asfixiado en la maleta, a los corredores del túnel de Calais o a los cientos de cuerpos que flotan y flotarán en el Mediterráneo, y buscar las huellas del cazador. Conocer quién es, cómo piensa, a qué intereses responde, porqué se conduce mediante la violencia y qué se lo permite. Rechazar al culpable simplemente llevados por la simpatía o la compasión exige, desde luego, menos esfuerzo y valentía que reconocer al sistema que lo sostiene. Y, sin embargo, una vez diseccionado el sistema, una vez que se ha recorrido de arriba abajo y de abajo arriba la cadena de mando del poder, resulta no sólo fácil sino natural lamentar todas las muertes, cada muerte. Al saber quién hace qué, cómo y porqué se diluye el sueño paralizante de la compasión y solidifica cierta reacción. Ya sea un mínimo rechazo o una profunda rabia, llega el movimiento a la conciencia. La razón tiene la oportunidad de construir un juicio moral para el que todas las vidas importan, las de los animales también.

Pero, claro, no es fácil saber. Hay cosas que no querríamos conocer. Sobre todo cuando, de una manera u otra, hemos de proyectarnos en ese personaje que mata por placer, que mata por poder, que mata por dinero. ¿Acaso no formamos parte del sistema que permite a ese personaje cerrar las fronteras, blindar las ciudades o expulsar a los campesinos de sus tierras? ¿Ese que se enriquece a costa de la muerte en los mercados financieros? ¿El que nos vende los animales, vivos o muertos, o les hace bailar al son que toca su hambre? Si permitimos todo eso como sociedad, alguna responsabilidad habrá de correspondernos a cada uno. A casi todos. Pero la conciencia cierta que se siente responsable, que sabe cómo funciona el sistema, es la misma cuando defiende la emancipación y la dignidad de las personas que cuando pide justicia animal. Es la misma lucha, de la misma conciencia contra el mismo sistema. No se puede defender la liberación de los animales del yugo industrial y recreativo sin haberse comprometido con una vida digna para todas las personas. Lo contrario es sólo un primer paso: el de la compasión.

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