¿Herederos de ETA, de Franco o de la Constitución?

Santiago Pérez

23 de junio de 2023 13:25 h

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ETA fue una sangrienta organización terrorista. Pero no fue Estado. La dictadura franquista sí fue -y durante cuatro interminables décadas- Estado. Y utilizó el monopolio de la violencia que detenta el Estado para practicar, en sus primeros tiempos, exterminar a media España: la “anti-España”.

El franquismo practicó el terrorismo de Estado: desapariciones, sentencias de muerte tras juicios sin garantías, detenciones arbitrarias, torturas…hasta la misma víspera de la muerte del dictador.

La victoria aliada en la II Guerra Mundial obligó a Franco a conjugar violencia/supervivencia del Régimen hasta donde el entorno internacional surgido tras la derrota de la Alemania nazi y la Italia fascista, que amadrinaron al franquismo desde sus orígenes, y la irrupción de la Guerra Fría le permitían. Y el Generalísimo de los Ejércitos era especialmente taimado y habilidoso en ese juego.

El terrorismo es abominable. También lo fue, por tanto, el asesinato de Carrero Blanco (1973, diciembre). Porque en este terreno no debe haber excepciones. A pesar de que en

los ambientes antifranquistas el atentado de la calle del Correo, meticulosamente preparado por ETA (¿sólo por ETA?) produjo una reacción mezcla de alivio y de venganza satisfecha.

El Almirante era la garantía de la continuidad de la Dictadura bajo forma monárquica, la del “ todo atado y bien atado” del testamento del General.

Esa sensación de alivio y las invocaciones a “se ha hecho justicia” se sustentaban en una larga tradición, la de la legitimidad del tiranicidio, elaborada y sustentada -a partir de antecedentes más remotos, como Tomás de Aquino- por eminentes intelectuales españoles, desde Francisco de Vitoria (dominico) al Padre Mariana (jesuita). De hecho, es esa tradición ideológica la que sustentó la épica etarra bajo el franquismo y la que explica las complicidades con los “gudaris” desde algunos ámbitos religiosos del País Vasco. Y la que acabó dificultando la colaboración de Miterrand con el Gobierno de España en la lucha de la democracia contra el terrorismo etarra. Pero es trágica regla de experiencia la que enseña que cuando alguien emprende el camino de la violencia, con pretextos políticos, religiosos o morales…se adentra en una vereda sin retorno. La adicción es inmediata.

El tránsito hasta las matanzas indiscriminadas de inocentes., de adversarios políticos y hasta el ajuste de cuentas contra cualquier disidencia interna, inevitable.

Todo esto viene a cuento porque, en mi opinión, lo único más abominable que el terrorismo es el terrorismo de Estado. Es, si cabe, más alevoso porque la agresión violenta sitúa a la víctima en una indefensión aún mayor, al provenir de una organización, el Estado, del que espera protección y garantía de sus bienes esenciales: la vida y la libertad.

Función de garantía que es la fuente de la legitimidad del Estado, la que justifica la obediencia voluntaria a sus normas y autoridades. Su razón de existir.

Me pregunto cómo hemos llegado hasta aquí, cómo el sistema de convivencia alumbrado por la Constitución Española está siendo llevado al abismo por importantes poderes empresariales y mediáticos (valga la redundancia, como diría Ignacio Escolar) y los actores políticos que representan sus intereses al dictado. Tanto más al dictado cuanto más mediocres son y, por tanto, más protegidas sus debilidades y contradicciones por la coraza “informativa”. Imaginen, sólo un momento porfa, lo que habría ocurrido si el actual presidente del Gobierno o un líder socialista que aspirase a presidente hubiera sido amigo

de un gran narcotraficante.

Porque la democracia llega hasta el despeñadero cuando una parte muy influyente y poderosa de la sociedad toma la decisión de “o gobiernan los míos o aquí no hay quien gobierne”.

En una sociedad que tiene entre sus pilares la economía de mercado y la libertad de empresa va en la naturaleza de la cosas que quienes representen a importantes sectores del poder económico dispongan de una cobertura mediática mayor que la que les

correspondería en base a su representatividad sociológica o electoral. Pero, como en la vida, todo es cuestión de límites. Cuando éstos están visiblemente desbordados -como viene ocurriendo en los últimos años- lo que está amenazado el pluralismo informativo, pilar esencial del pluralismo político, de la formación de una opinión púnica libre y, por tanto, de una democracia que no degenere en farsa.

Porque la democracia y el pluralismo político son valores superiores de nuestro modelo de convivencia, de nuestro sistema político y del órden jurídico establecido por la Constitución,

nada más abrirla. Es tan potente el fuego mediático “contra el sanchismo” que ha logrado ocultar que los socios, sí los socios, que comparten cada vez más gobiernos con el PP a lo largo y ancho de municipios y Comunidades Autónomas, e imponen cada vez más descaradamente su ideario, son los que reivindican la herencia de un Régimen terrorista, sustentado en la violencia, el miedo, el aislamiento y la mediocridad. Y, hay que decirlo, con el apoyo de una parte significativa de la sociedad española de cuyos intereses y actitudes social, religiosa y culturalmente intolerantes el franquismo fue una temible herramienta.

Y ha logrado hacer creer a mucha gente que quienes han apoyado buena parte del programa legislativo y presupuestario del Gobierno progresista, de inequívoco compromiso con el desarrollo de las libertades, de los derechos de los trabajadores y de los principios del Estado Social, sin participar en el Gobierno y coincidiendo con el PP en algunas votaciones trascendentales (por ejemplo, nada menos, que la de la reforma laboral), son

“los socios” del sanchismo y “herederos” de una ETA que ya no existe.

Los demócratas no podemos amilanarnos, ni interiorizar el menor sentimiento de culpa sobre la gestión de un Gobierno legítimo y con una ejecutoria excelente. No está en juego sólo un cambio de gobierno, sino la defensa de un modelo de convivencia y de unos derechos que han situado a España entre las sociedades democráticas avanzadas, que era el sueño proclamado por la Constitución desde su Preámbulo.

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