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'Cuánto penar para morirse uno' (último verso del poema ‘Umbrío por la pena casi bruno’ de Miguel Hernández)

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Dos muertes esta semana. Dos amigos que se van sin avisar y sin darnos tiempo para el consuelo. A uno se le ha roto el corazón, al otro se lo llevaron en volandas desde un piso muy alto ángeles con corona. A uno lo lloramos al abrigo de un templo civil donde se guarecen los vivos y los muertos; el otro va de camino a su tierra natal a recibir sepultura. Dos seres truncados en plena gloria. Uno era escritor, el otro pintor y fotógrafo. Uno no pudo con el arrastre de editoriales, presentaciones, viajes y entrevistas amén de la anchura de su corazón; el otro no pudo soportar la presión a la que estaba sometido por su condición sexual que lo limitaba a la hora de tener una perspectiva abierta y plural del mundo. Nosotros nos sentimos culpables. Siempre lo somos de alguna manera, porque formamos parte de ese entramado de oportunidades, renuncias, éxitos y cansancios; porque corremos al abrigo de ciertas manifestaciones que nos nombran y citan como si fuéramos algo o alguien. Vana ilusión. Sabemos bien que no somos nada, que nuestra existencia está compuesta de pequeños hilos que se han ido entretejiendo a base de esfuerzo y trabajo en muchos casos o a base de la irónica suerte que en un momento dado muchos no han sabido comprender con la holgura necesaria.

Una pena y otra difíciles de soportar. Sin sentido las dos por la juventud de esos hijos queridos, de esos amores truncados, de esas pérdidas para una sociedad cada día más ignorante, más mediocre y envilecida, un poco más pobre ahora sin ellos. Una pena y otra añadidas a las que cada día nos conducen a perder una buena parte de lo que amamos y nos ha convertido en lo que somos o deseamos ser. Porque esas muertes nos dejan un poco más empequeñecidos. Al menos a mí me dejan mermadas las fuerzas y las ganas de acometer nuevas aventuras. Y me levanto y me digo a mí misma y a los otros que hay que sacar fuerzas y arremeter una vez más el encargo de sobrevivir; que ellos, los ausentes, estarían felices si nos vieran abrir la puerta y pisar de nuevo las calles que pensamos ya no nos pueden conducir a parte alguna sin ellos.

Es como no querer salir porque te gusta quedarte arrinconada en un pequeño espacio y escribir o hacer punto o leer o cocinar, cada cual a lo suyo y tan felices. Pero entonces llega el enemigo de turno y te dice “Vamos a salir”, “Sal que en la calle hay sol, hay luz y mucha gente”. Pero a ti te gusta el silencio y la penumbra de un sillón con almohadones y gatos y tu música preferida. Es así de simple. Quedarte solo contigo misma o salir a la lucha por un cuadro, una foto, una edición, una visita para el encuentro con otros seres solitarios y apesadumbrados como tú.  Y la vida o el rumbo que ha tomado la vida te obliga a renunciar a ti misma para ser parte de los otros. Y eres feliz, claro que eres feliz, porque desde niña has escuchado y aprendido bien la lección de tener que realizarte, hacerte un hombre, ser una mujer de perfil firme y seguro; porque no debes tener miedo ni vergüenza de querer ser lo que un día soñaste ser: bailarina, escritora, medalla de oro de todas las olimpiadas posibles. Y porque, probablemente, nadie te enseñó nunca que puedes ganar esas medallas sin tener que renunciar a tu propia felicidad o lo que es más simple: que las derrotas diarias no pueden dejarte encerrada entre las cuatro paredes de una casa.

Es así. Quien ha perdido esa parte de su cuerpo o de su alma sabe bien lo que digo. Las ganas de quedarse sentado mirando a ninguna parte, sonriendo al vacío de una habitación o un jardín que hace solo unos días te parecía que nunca podría secarse. Todo eso son vagas determinaciones que te impiden echar a andar. Y si lo hablamos con sinceridad, creo que es lo único que te pide el cuerpo. Abandonarte al olvido de los demás. Y al hablar con la mujer o la madre de quienes acaban de partir, como acabo de hacer antes de ponerme a escribir estas torpes declaraciones sobre la pena, sabes que ese sería el comentario lógico en esas circunstancias. “Quédate ahí, -les diría- quédate con él y la pena de su pérdida”. Pero hay que mentirles. Hay que reforzar las paredes de su corazón y hacerles soñar con la presencia eterna del ser que ha desaparecido para siempre de nuestra mesa y del que ya no habrá más gestos o abrazos por su parte y del que ya no quedan más que los pasos en la oscuridad o el eco de su voz y sus risas repartidas por toda la casa. Debemos mentirnos a nosotros mismos para ahuyentar el dolor y la desesperanza. Yo lo intento de cualquier manera y lo hago para no salir volando detrás de sus alas.

Elsa López

7 de febrero de 2023

 

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