Las elecciones de Extremadura y el armisticio de las izquierdas
Los resultados han sido, en lo esencial, los que cabía esperar: una combinación del hundimiento del PSOE (–14,2 puntos), un crecimiento modesto tanto del PP (+4,4) como de la coalición Podemos–IU (+4,2), y una subida mucho más contundente de la extrema derecha de Vox (+8,7). Al tratarse de resultados relativos, estos movimientos se explican en gran medida por la descomunal pérdida de apoyo del PSOE, que se deja más de cien mil votos en un contexto en el que la participación ha caído más de siete puntos. La pregunta clave es qué enseñanzas políticas pueden extraerse de este escenario.
En primer lugar, conviene recordar que el adelanto electoral se produjo por las desavenencias entre PP y Vox, y por la expectativa del PP de que una nueva convocatoria le permitiría romper su dependencia respecto de la extrema derecha. Ese objetivo no solo no se ha cumplido, sino que la situación ha empeorado: el PP seguirá necesitando a Vox para gobernar, y lo hará además con un Vox reforzado. De hecho, mientras la extrema derecha ha ganado en torno a cuarenta mil votantes, el PP ha perdido casi diez mil.
En segundo lugar, se confirma que Vox crece sin apenas hacer nada. El partido de extrema derecha canaliza mejor que ningún otro el descontento social y la antipolítica: las frustraciones acumuladas en la vida cotidiana y la progresiva deslegitimación institucional son hoy las principales fuentes de su expansión. La mayoría de sus votantes no respaldan una gestión ni un programa concreto, sino un proyecto abstracto de impugnación del sistema, de “dar una patada al tablero”, junto con la identificación de chivos expiatorios funcionales —inmigrantes, políticos, feministas o izquierdistas— a los que atribuir el malestar social. No existe una vacuna eficaz frente a la extrema derecha que no pase por reducir esa frustración estructural que se extiende por toda la capilaridad social. Y este no es un problema exclusivamente extremeño ni español: está íntimamente ligado al desplazamiento de los países occidentales en la nueva división internacional del trabajo.
En tercer lugar, el retroceso del PSOE resulta aun más grave cuando se observa en perspectiva histórica. Extremadura ha sido, desde la transición, la comunidad más consistentemente inclinada a la izquierda y, junto con Andalucía, uno de los principales graneros electorales del PSOE. Hoy ambas regiones están gobernadas por la derecha y la extrema derecha, y el PSOE presenta signos evidentes de crisis estructural. Los escándalos de corrupción a nivel nacional y la delicada situación interna del partido en Extremadura ayudan a explicar la magnitud del desplome, pero no bastan para comprender su dirección. Al fin y al cabo, el PSOE ya había caído en 2023, antes de los últimos episodios judiciales. Para entender el retroceso en votos es necesario analizar los cambios de fondo en la sociedad y la pérdida progresiva de anclaje social del partido.
En cuarto lugar, la subida de la coalición Podemos–IU es, en términos relativos, una “alegría en la casa del pobre”. Se trata del segundo mejor resultado histórico para el espacio a la izquierda del PSOE en Extremadura —en 1995 Izquierda Unida alcanzó el 10,64%—, pero a diferencia de entonces, este avance se produce con un PSOE hundido, lo que facilitaba la transferencia de voto progresista. Sin embargo, los datos muestran los límites de ese trasvase: frente a los más de cien mil votos perdidos por el PSOE, la coalición apenas ha sumado algo menos de veinte mil. Todo apunta a que una parte sustancial del electorado socialista no ha encontrado refugio político y ha optado por la abstención. No es aventurado suponer que entre los sesenta mil nuevos abstencionistas se concentran muchos antiguos votantes progresistas.
Con todo, al menos en Extremadura no sobrevolaba el factor más destructivo que amenaza hoy a la izquierda en otros territorios: la división de candidaturas. La coalición Podemos–IU es el resultado de una unidad trabajada durante años, que se mantiene sin grandes sobresaltos desde 2019. Para entonces, ese espacio ya había implosionado en Madrid —con la escisión de Más Madrid— y poco después lo haría en Andalucía —con la ruptura de Izquierda Anticapitalista—. La irrupción posterior de S, que pretendía recomponerlo todo, acabó como un partido clásico más, añadiendo una capa adicional de complejidad al ya de por sí confuso ecosistema de izquierdas. En este contexto, la excepción extremeña ha sido una estabilidad organizativa hoy reconocida por todo el mundo.
La pregunta relevante es por qué esta coalición no sufrió en Extremadura las sacudidas que sí se produjeron en otros lugares. Una hipótesis plausible es que los liderazgos y la militancia de Podemos e IU trabajaron de forma unitaria y respetuosa, evitando que las dinámicas de confrontación interna tomaran cuerpo. El perfil de la candidata, Irene de Miguel, contribuyó a ello: experiencia, capacidad de trabajo y solidez ideológica. Pero ningún liderazgo habría bastado sin una militancia que se sintiera reconocida y tratada con respeto durante todo el proceso de construcción de la coalición.
El problema es que este modelo no es mecánicamente exportable. Las sucesivas escisiones de la izquierda han dejado un mosaico de partidos desigualmente implantados en el territorio, lo que convierte cualquier intento de recomposición en una tarea extraordinariamente compleja. Cada organización y cada liderazgo arrastra su propio relato, sedimentado por decisiones pasadas, directrices internas y experiencias personales. En este contexto, el encuentro entre diferentes tiende a ser más conflictivo que cooperativo. La izquierda sigue instalada en la lógica del reproche, incapaz de metabolizar las derrotas acumuladas y extraer de ellas una estrategia superadora.
A estas alturas, la enumeración de agravios cruzados resulta irrelevante. No conduciría a ningún sitio. Lo que se necesita es un armisticio: un cese de hostilidades y un replanteamiento racional y pragmático. Si se comprende la magnitud de lo que está en juego —el riesgo de que gobiernos reaccionarios consoliden su hegemonía en todo el país—, entonces debería resultar evidente la necesidad de construir instrumentos unitarios que vuelvan a atraer y representar a amplias mayorías sociales. Las fórmulas pueden ser diversas: frente amplio, alianzas electorales flexibles o “matrimonios” de conveniencia. Lo decisivo es no perder de vista que la ausencia de una hoja de ruta compartida conduce directamente a la “italianización” de la izquierda.
Una de las lecciones de Extremadura es, además, incómoda: la unidad no garantiza por sí sola un dique frente a las derechas. La coalición PP–Vox gobernará la región durante cuatro años más. De ese modo, la unidad no es una condición suficiente, pero sí es una condición necesaria. Resulta difícil imaginar que con una izquierda fragmentada no se multipliquen las opciones electorales de las derechas. La cuestión es si, en los próximos meses, las izquierdas serán capaces de reaccionar o si continuarán deslizándose por la pendiente de la autodestrucción.
La disyuntiva es ya descaradamente simple. O la izquierda abandona la autocomplacencia, el ajuste de cuentas permanente y la nostalgia de lo que fue, o seguirá allanando el camino a una derecha cada vez más agresiva y desacomplejada. No hay tiempo para egos heridos ni para relatos autojustificatorios: cada elección perdida consolida un bloque reaccionario que no duda en usar el poder contra derechos, libertades y cohesión social. Extremadura no es una anomalía; es una advertencia. Ignorarla o racionalizarla en relatos interesados no es neutralidad ni prudencia: es una forma activa de irresponsabilidad histórica.
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