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Opinión - 'Morder el polvo', por Esther Palomera

Es la economía, estúpido

29 de julio de 2025 10:14 h

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A raíz del balance que ha hecho el presidente este lunes, 28 de julio -presentado como parte de la rendición de cuentas semestral del Gobierno-, me vino a la cabeza aquella frase que se hizo famosa en la campaña de Clinton, mucho antes del asunto de la becaria: "¡Es la economía, estúpido!". Así que me puse a leer un rato, ordené algunas ideas que tenía por ahí apuntadas (entre tazas de café y suspiros existenciales), y me salió esto.

Retrato de la economía española: entre el espejismo de los récords y la realidad estructural

En el gran teatro de la economía española, se representan simultáneamente dos obras con guiones opuestos. La primera, aclamada desde los atriles oficiales, es una comedia triunfal sobre récords históricos: se celebra haber superado la barrera de los 22 millones de afiliados a la Seguridad Social y se destaca que, durante tres años, el país ha liderado el crecimiento europeo. Los aplausos están justificados por la matemática de los titulares.

Sin embargo, en el patio de butacas, el público habla en otro idioma. Es un dialecto más íntimo y menos optimista que cuenta una historia diferente a partir de las mismas cifras. En esta versión, se susurra que el 15 % de esa impresionante población ocupada es, de hecho, pobre. Se recuerda, además, que entre los 22 millones de ocupados también se cuentan los fijos discontinuos, aunque trabajen solo un par de meses al año y estén más cerca del limbo estadístico que del mercado laboral. Se admite que el aclamado crecimiento se ha conseguido a base de “volumen”, como quien construye un castillo con arena en lugar de granito. La prueba definitiva es que la productividad, ese motor clave del progreso, lleva prácticamente 30 años en punto muerto, provocando que el poder adquisitivo real de los salarios apenas haya aumentado un 2,6 % entre 1994 y 2024. Ambos relatos son ciertos. Y esa es, precisamente, la paradoja.

El frágil pilar del turismo y el laberinto interior

Para entender por qué el crecimiento no se traduce en prosperidad compartida, basta con mirar los cimientos. Gran parte del modelo se apoya en un pilar: el turismo. Un sector que da empleo a más tres millones de personas, pero que lo hace, en su mayoría, con puestos de baja cualificación, salarios ajustados y escaso valor añadido. El problema no es solo la calidad del empleo, sino la extrema fragilidad de esta dependencia.

El caso de Canarias es un laboratorio perfecto: el turismo llega a representar alrededor del 36% de su Producto Interior Bruto. Esta concentración convierte a su economía en vulnerable a casi cualquier imprevisto. Y no hace falta imaginar otra pandemia; una recesión en Alemania o el Reino Unido, un cambio en las tendencias de viaje o una crisis geopolítica pueden ser suficientes para desestabilizar gravemente la región. Es la crónica de un riesgo anunciado.

A esta frágil especialización se le suma una complejidad interna única: el laberinto autonómico. La “unidad de mercado” es un principio constitucional que en la práctica se enfrenta a 17 realidades administrativas. Una empresa puede necesitar 17 licencias distintas para operar en todo el territorio, enfrentándose a una maraña de normativas cruzadas que, según estimaciones, suponen un sobrecoste de casi 2.000 euros por hogar al año y actúan como un lastre directo para la productividad.

El estado que necesitamos y el "otro Estado" que mantenemos

Afrontar estos retos requiere recursos públicos, financiados vía impuestos. Nadie en su sano juicio discute la necesidad de un Estado robusto que garantice sanidad, educación y pensiones. Es el pacto social.

Sin embargo, los ciudadanos perciben la convivencia de este Estado del bienestar con “otro Estado”: un entramado opaco y de dudosa productividad que consume ingentes recursos. Es el universo de innumerables organismos, observatorios, agencias, asesores y puestos de confianza cuya contribución al interés general es, siendo generosos, difusa. Son los popularmente conocidos como “chiringuitos”, cuyo principal producto parece ser su propia supervivencia.

Cada euro que se desvía a mantener esta estructura es un euro que no se invierte en I+D, en la modernización industrial o en la mejora de los servicios públicos. Y este problema, como los anteriores, ha demostrado ser inmune al color del gobierno de turno. La experiencia sugiere que da igual que el Ejecutivo sea del PSOE, del PP o de cualquier otra coalición; estas rémoras estructurales persisten más allá de las ideologías.

¿Hay soluciones en el horizonte?

Llegados a este punto, la pregunta es si existe una salida. Sobre el papel, las soluciones son de una lógica aplastante:

Diversificación y productividad: impulsar una estrategia nacional para apostar por la tecnología, la industria de alto valor y el conocimiento, para no depender del humor de un solo sector. A principios de los 90, el salario medio irlandés era similar al español; hoy lo duplica gracias a una apuesta decidida por otro modelo.

Reforma administrativa valiente: auditar la utilidad del “otro Estado” y simplificar la burocracia para eliminar duplicidades y trabas que lastran la economía.

Lucha decisiva contra el fraude: es un misterio por qué,con una bolsa de fraude fiscal estimada entre 60.000 y 90.000 millones de euros anuales, no se dota a los inspectores de Hacienda de todos los medios humanos, técnicos y legales necesarios para atajarla de forma eficaz.

El verdadero problema, por tanto, no es la falta de un diagnóstico, sino la ausencia de voluntad política para aplicar el tratamiento. Las soluciones son conocidas, pero tocan intereses creados, redes clientelares y exigen una visión que supere los cuatro años de una legislatura. La pregunta final no es qué se puede hacer, sino quién se atreverá a hacerlo. Mientras tanto, corremos el riesgo de seguir celebrando el número de camareros en lugar de lamentar la escasez de científicas, en una curiosa fiesta en la cubierta de un barco que, pese a su velocidad, navega con un rumbo incierto.

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