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El club de los hombres araña (Los canallas duermen en paz)

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Ya lo dijo Aristóteles: Somos seres sociales. Y tenía razón, porque nos necesitamos los unos a los otros.

Algunos piensan que somos como arañas. Que para vivir tenemos que tejer una gran tela a nuestro alrededor para chuparle la sangre a los incautos que caigan en ella. Piensan que debemos ser parásitos o tiburones financieros o buitres de los bajos fondos o que el hombre es un lobo para el hombre.

Pero están equivocados. Desde las tribus nómadas de los primeros homo-sapiens hasta la fecha, vivimos en clanes, nos necesitamos unos a otros y, como todos los primates, mantenemos una vida social compleja. Sólo los anacoretas, como las arañas, quieren estar siempre solos y pasarse toda la vida así. Una vez le escuché decir a una persona de edad avanzada que lo mejor que podemos tener en la vejez es amigos. No somos arañas. Somos primates. Somos un mono más.

Si un clan es un grupo de individuos que comparten algo en común, todos pertenecemos a muchos clanes, en los que compartimos nuestras necesidades, nuestros pensamientos, vivencias, emociones, aficiones, gustos o experiencias. Es donde compartimos la vida, como seres sociales que somos. Nuestras relaciones se establecen dentro de cada uno de esos clanes. El más íntimo es el de la sangre: la familia en primer grado. Luego está el clan del resto de los familiares, carnales y políticos. Otro clan es el de los amigos. Los digitales o virtuales de las redes sociales y los conocidos de verdad. Entre estos amigos analógicos tenemos varias subdivisiones: los que consideramos amigos, los que nos consideran amigos y los amigos de verdad. Como reza el tango de Enrique Santos Discépolo:

“Verás que todo es mentira

Verás que nada es amor

Que al mundo nada le importa

Gira, gira,,,

Aunque te quiebre la vida

Aunque te muerda un dolor

No esperes nunca una ayuda

Ni una mano ni un favor“.

En mi caso estoy metido en otros muchos clanes. Algunos son semipresenciales, tipo chat, donde comparto mensajes y a veces encuentros reales, individuales o colectivos. Son del tipo: Familia en primer grado. Familia en segundo grado, compañeros de estudios anteriores, compañeros de clases actuales en la Escuela de Tal, comunidad de vecinos, clubs de lectura o de viajes…

Luego están los grandes clanes relacionados con las aficiones como el deporte, los cientos de deportes y especialmente el “dichoso furbo”, con sus miles de clubes por todo el mundo. Son brutales las emociones que se sienten por pertenecer a uno de estos clanes. La pasión que se vive al ver a tu equipo jugándose una superarchimegacopa del universo. O las pasiones que despiertan los clanes de la fe, como el cristianismo, el islamismo, el hinduismo, el budismo y otros cientos de algoismos más, incluido el clan de los ateos, el de los agnósticos y hasta el de los Pastafaris, que predican que dios es un Espagueti Volador. También despiertan tremendas pasiones los clanes de la política y los asuntos sociales. Los cientos de sindicatos, partidos, asociaciones, agrupaciones, coaliciones y nosecuantasciones más.

No podemos olvidar los clanes territoriales, como los países y sus coaliciones, las regiones, comarcas, municipios, barrios o aldeas. Y el mayor de todos, que es el de la humanidad, el que nos une como seres humanos frente a otras especies animales o frente a unos improbables seres extraterrestres contemporáneos.

Muchos de estos grandes o pequeños clanes tienen sus banderas, escudos, estandartes, objetos, anagramas, himnos o cualquier otro símbolo que lo identifique. Y sus miembros se sienten identificados con sus símbolos. En todos y en cada uno de estos clanes nos sentimos parte de un grupo. El sentir que formamos parte de un grupo, un clan, una tribu, un equipo deportivo, una creencia religiosa, una patria grande o chica… nos hace sentir bien. No somos arañas, somos personas y relacionarnos nos sienta bien.

También nos necesitamos los unos a los otros para sobrevivir como individuos y como especie. En lo que unos ordeñan las cabras o recogen los huevos de gallina, otros plantan papas o recogen cebollas, otros hacen la comida, otros cuidan a los niños, a los viejos o a los convalecientes, otros construyen casas o caminos, otros fabrican ropas, muebles o herramientas, otros enseñan a los jóvenes, otros conducen guaguas o aviones, otros nos curan las enfermedades, otros limpian lo que ensuciamos, otros nos alivian las penas, otros apagan incendios, otros componen música o poemas… Y de ese modo todos salimos adelante como individuos y como sociedad.

Los que sobran (y hay demasiados), a los que no necesitamos para nada y a los que deberíamos desterrar y condenar al ostracismo es a los parásitos, a los tiburones financieros, a los buitres de bajos fondos, a los hombres que son lobos para el hombre. A los corruptos. A los que planean pelotazos para forrarse robándonos millones de euros de nuestro tesoro público, es decir, de nuestros impuestos, o sea de nuestros bolsillos. A los que se forran con la privatización de los servicios que se suponían públicos como la sanidad, la educación, la luz o el agua. A los que se forran a costa de nuestra salud, gestionando hospitales público-privados, no para mejorar nuestras vidas, sino para obtener ellos los mayores beneficios económicos, a costa incluso de nuestra salud. A los que se forran especulando con las viviendas. A los que se forran sobreexplotando a sus trabajadores. A los que se forran con la guerra y sus sucios negocios de armas. A los que se forran explotando a las mujeres o a los niños con la pornografía y la prostitución. A los que se forran explotando la adicción a las drogas o a las ludopatías. Tampoco necesitamos a los que se dejan corromper y se forran aceptando sobornos para no condenar a otros tan corruptos como ellos, o bien condenando a un inocente para favorecer a un delincuente confeso.

Es el Club de los Hombres Araña. Son una desgracia, una lacra y un lastre para nuestra sociedad. Lamentablemente, las pocas veces en que mete la pata alguno de estos corruptos de toda la vida, las pocas veces en que es descubierto y es acusado de haber cometido un delito, aunque sean la inmensa minoría de la población, son un clan tan poderoso que la mayoría de las veces el corrupto de rancio abolengo se sale con la suya y acaba resultando impune, como en la película de Kurosawa: Los canallas duermen en paz.

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