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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

La democracia nuestra de cada día

Pleno extraordinario en el Parlamento de Cantabria por el coronavirus. | JOAQUÍN GÓMEZ SASTRE

Paz M. de la Cuesta

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El Código Penal es el baremo con el que se mide la sanidad democrática de una sociedad. Y desde hace aproximadamente una década, nuestro Código Penal ha ido progresivamente a la deriva hacia modelos cada vez más autoritarios. Desde 1995, fecha de su publicación, a la actualidad, no solo se ha incorporado al catálogo de penas la denominada prisión permanente revisable, sino que se ha producido un significativo incremento de la gravedad de las penas. Como quiera que ello no ha ido acompañado de significativos incrementos o descensos de la criminalidad, más allá del factor criminógeno de la propia ley, debemos pensar que el incremento de la gravedad de las penas es consecuencia de un menor respeto de la libertad individual. Si, por su parte, la Democracia es un sistema político que sitúa el respeto a la libertad individual como piedra angular de la paz social, limitando el uso de la fuerza contra los ciudadanos por parte del Estado, cabría concluir que los vientos autoritarios arrecian.

Algunos organismos internacionales ya han advertido también de retrocesos democráticos en todo el orbe, aunque España, de momento, no sale mal parada. Sin embargo, la polarización política y el desinterés o el desprecio por la opinión del adversario o, simplemente, de quien opina de forma diferente, son factores de riesgo que anuncian el lento pero inexorable deterioro de un sistema político que requiere de racionalización y diálogo. Los lamentables excesos verbales, cuando no insultos personales y falsedades clamorosas, que nos deja, un día sí y otro también, el debate en el Congreso son buena prueba de ello, hasta el punto de que la propia función de los parlamentos está en tela de juicio y su prestigio, cayendo en picado entre la ciudadanía.

El empobrecimiento del diálogo se manifiesta de muchas maneras, sobre todo por quienes ya han decidido que un parlamento es un lugar donde lucirse para conseguir el mejor zasca o el titular que más pasiones despierte. Para ello vale (casi) cualquier cosa, pero uno de los instrumentos más socorridos es la falacia ad hominem. Una falacia es una argumentación que no respeta los postulados lógicos; o, dicho de otra forma, una argumentación que parece razonable, pero que es tramposa. En la falacia ad hominem se trata de fundamentar la propia posición atacando no los argumentos en contra, sino a quien defiende los argumentos en contra. Por ejemplo: Luisa afirma que la casa es verde; Juan afirma que la casa es azul; Luisa contrargumenta que la casa es verde porque Juan es tonto. Desde luego, que Juan sea tonto no tiene nada que ver con que la casa sea verde o no. Pero al oyente le puede parecer que si Luisa es tonta, Juan debe tener razón (porque se supone que no lo es). Disculpen que me haya detenido en ello, pero es para poner de manifiesto un tipo de argumentación que más a menudo de lo que algunos desearíamos se escucha en los debates políticos de toda índole, también en los del Parlamento de Cantabria. Advierto, sin embargo, que no es un recurso utilizado por la totalidad de las y los diputados… pero se utiliza. Ahora bien, lo interesante del caso es cómo se utiliza, porque la falacia ad hominem se sirve del ataque personal, la microagresión, el insulto, el desprecio o el ninguneo personal como argumento.

Excluyendo los ataques directísimos contra el presidente del Gobierno de España, que, generalmente, no tiene nada que ver con el objeto del debate y ni siquiera pasaba por allí, en la utilización de este tipo de falacias en nuestro Parlamento autonómico, me parece distinguir dos tipos de sesgo: un sesgo, llamémosle, geográfico y un sesgo de género. Así, quienes se sientan en las bancadas a la izquierda del presidente (sesgo geográfico), por un lado, y las mujeres (sesgo de género), por otro, lo padecen (lo padecemos) en mayor medida. Que se pueda detectar un sesgo no significa que solo esas personas lo padezcan, sino que esas personas lo padecen más; lo que implica, no lo olvidemos, ser objeto de una mayor agresividad verbal.

Si esto fuera así, desde luego habría mucho que reflexionar sobre la función del Parlamento y de los parlamentarios, pero, ahora, me gustaría detenerme en otra cuestión: en las razones por las que se recurre como argumento consciente e, incluso, aplaudido a la falacia ad hominem.

La falacia ad hominem no es bien recibida, por ejemplo, en un debate con el vecino; quien la utilizara estaría, además de actuando ilógicamente, infringiendo las reglas de la cortesía; pero tiene muchas ventajas, entre otras que permite a quien la utiliza sentirse vencedor en la contienda. Ahora bien, también tiene inconvenientes. Por un lado, no permite identificar correctamente los problemas. Así, cuando un grupo de personas protesta contra el Gobierno en determinadas calles de Madrid, intentar contrarrestar sus argumentos calificándoles de borjasmaris, está ocultando quién son en realidad: no son ciudadanos más o menos anticuados o fuera de contexto, son militantes y activistas al servicio de un partido político. Pero, sobre todo, la falacia ad hominem tiene el inconveniente de que no engaña a quien espera argumentos razonables. Más aún, la falacia ad hominem se utiliza cuando no hay argumentos, porque si los hubiera, no sería necesario tan burdo recurso. Si se piensa bien, en realidad cuanto más burdo o grosero es el ataque personal, menos razón tiene el que ataca.

Todo eso es la falacia ad hominem, un magnífico instrumento contra la democracia nuestra de cada día.

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