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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

De veranos nihilistas y otras cuestiones

Palacio de Sobrellano, Comillas | JOAQUÍN GÓMEZ SASTRE

Marcos Pereda

La verdad es que en Cantabria el verano a veces se pone de un nihilista brutal. Esos días que amanecen nublados y con viento, horas después luce un sol espléndido y más tarde cae el típico chaparrón. Que ojo, aquí los chaparrones pueden durar semanas, cosa seria. O cuando el sol no consigue asomarse por entre las nubes, y parece que estemos en pleno invierno, solo que en realidad hay bochorno, y uno no sabe muy bien qué hacer. Y no te hablo ya de la mar, con mareas extremas que se van comiendo la playa a mordiscos de ola y espuma, o esos baños en los que las olas te cubren por completo, te hacen dar vueltas sobre ti mismo y, en general, te quitan las ganas de bañarte por mucho calor que tengas. Así de nihilista. O más.

Son días raros, entonces. No para los de aquí, que ya sabemos lo que hay, y tenemos la certeza de que las vacaciones de sol y playa no se inventaron para esta tierra. Pero sí para el que viene de fuera, para el turista ocasional. Ese que pone “Cantabria” en el buscador de imágenes de internet y se emociona con fotos de enormes arenales dorados, de un mar turquesa, de un cielo despejado. El que no tiene muy claro dónde va, en resumen. Ellos, cómo no, se acaban llevando un chasco.

Y entonces el turista se siente extraño, como pez fuera del agua. Y se mueve, se mueve primero en círculos cortos alrededor de su hotel, de su apartamento. Luego en espirales, cada vez más y más lejos, olfateando, siempre al rebufo de otros que sean como él. Porque el turista es animal gregario, que gusta de confundirse con los de su misma especie, perderse en una amalgama de cámaras fotográficas, gorritos y chubasqueros de plástico recién adquiridos, primera categoría, oigan. En eso se diferencia del viajero, que, por carecer de tal gregarismo, gusta habitualmente de la lejanía de quienes también son pasajeros en tierra extraña. Y no es que evite el viajero a otros viajeros, sino que no está en su instinto el rastrearlos como si le fuera la vida en ello. Por poner un ejemplo el viajero es el que va a Centroeuropa y se mete en una taberna con escasa iluminación y camarero malhumorado tras mostacho espeso a tomar las especialidades locales, mientras que el turista se puede tirar media tarde buscando un “Spanish Bar” donde saborear, a precio de oro, la peor paella de su vida…

Pero estábamos en Cantabria, en los veranos nihilistas de Cantabria, que tanto lo son que veces les cuesta levantarse de la cama y deciden, por este día, dejar a las nubes regodearse en ese cachito de realidad donde juguetean el mar y el horizonte. Ya haré mi trabajo mañana, dice el verano, burlón. O pasado. Y entonces los turistas se mueven, desconcertados, en masa. Dónde ir, qué hacer. Se les puede ver, por ejemplo, en los centros comerciales, cuanto más grandes mejor. Esos espacios cerrados que quieren parecer abiertos y que cuando el infinito se amurria en gris semejan semillero de gritos y pantalones cortos. Sí, el centro comercial es una buena opción, porque no hay nada que se parezca tanto a una de estas estructuras que otra similar, así que consigues estar tan a gustito como enfrente de tu casa. Que es lo que suele buscar el turista. Eso y sol, claro.

También hay otras opciones, por supuesto. El interior de la región es una joya que muchos no conocen y que resulta ideal para un día de borrasca, uno de esos en los que el gris se empenacha por entre los picachos haciéndole cosquillas al cielo. Y también hay algunas pequeñas villas que son de visita obligada, como Santillana del Mar o Comillas. Aunque allí, de tanta gente que hay, puede que al final acabes fijándote más en el flora y fauna humana que en el dibujo delicado del blasón. Y la sensación que te queda es, cuando menos, rara. De zoólogo trasnochador, algo borracho.

(Dicho lo cual sorprender al amanecer en las calles de estos dos pueblos, igual que en las de Bárcena Mayor, Reinosa o Esles, cuando solo piedras y agua besan al alborear es algo que todo el mundo debería probar).

Por eso en estos días de tiempo cambiante, cuando las nieblas se nos ponen bromistas por las tardes, hay que tener mucho cuidado y mirar bien a ambos lados de la calle antes de cruzar. Porque si te pilla una caterva de turistas moviéndose en la misma dirección puede arrastrarte con ellos. Y uno nunca sabe dónde acabará tal aventura…

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