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PERFIL

Blanca Calvo, la mujer, la biblioteca y la ciudad

Blanca Calvo, directora de la biblioteca de Guadalajara durante más de 30 años e impulsora del Maratón de los Cuentos

Juan Ignacio Cortés Carrasbal

Guadalajara —

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El Ministerio de Cultura ha aceptado la propuesta del Seminario de Literatura Infantil y Juvenil de Guadalajara -la asociación que organiza el Maratón de los Cuentos que tanta fama da a esta ciudad- para bautizar a la Biblioteca Pública de la capital alcarreña con el nombre de Blanca Calvo. La propuesta seminarista ha conseguido el respaldo de multitud de personalidades e instituciones culturales, sociales y políticas de la ciudad, la provincia, la región y más allá. Lógico, dado el enorme peso que la figura de Blanca ha tenido -y tiene- en la vida cultural y social de Guadalajara.

Alcaldesa de Guadalajara durante algo más de un año a principios de los noventa, consejera de Cultura de Castilla-La Mancha durante casi dos años a principios de los dosmil y, sobre todo, directora de la Biblioteca Pública de Guadalajara durante más de 30 años (1981-2013), la huella de esta mujer menuda, sonriente, infatigable, rebelde y combativa (la lista de adjetivos que se le puede aplicar es interminable, pero me paro aquí) en la biblioteca que dirigió y en la ciudad de la que hizo su hogar es muy, muy profunda.

Blanca Calvo siempre creyó -lo sigue haciendo- en la revolución. Una revolución a fuego lento, silenciosa pero imparable, cordial, hecha de sonrisas, empatía y cultura. Desde la biblioteca que dirigía, ella siempre aspiró a transformar la ciudad -y la sociedad- en que vivía. La ciudad tal vez no ha alcanzado el grado de desarrollo humano que a ella le gustaría, pero, sin duda, la vida de miles de ciudadanos y ciudadanas de Guadalajara no sería la misma sin Blanca.

Algunos de ustedes pensarán que exagero. Les voy a intentar convencer de que no es así y de que dar el nombre de Blanca Calvo a la Biblioteca Pública de Guadalajara (BPG) no es sino el reconocimiento oficial de una realidad, pues para cualquiera que haya conocido la biblioteca entre los años ochenta y los dosmil, ambos nombres están inseparablemente unidos.

Calvo llegó a Guadalajara desde Mahón, Menorca, para hacerse cargo de la dirección de su biblioteca pública en 1981. No mucho antes, a comienzos de los setenta, se había convertido, con tan solo 24 años, en la persona más joven en entrar en el Cuerpo Facultativo de Bibliotecarios, lo que fue motivo de mucho orgullo para su madre, bibliotecaria de la Universidad de Valladolid.

Como alguien dijo en su homenaje, Blanca trajo aires mediterráneos –“cargados de ilusión y nuevas propuestas”- a la biblioteca de la austera y provinciana Guadalajara y la convirtió en un lugar acogedor, cálido y luminoso. Les brindo un único, pero muy significativo, ejemplo.

Cuando ella llegó, los usuarios y usuarias de la biblioteca no teníamos acceso a los libros más que a través de oscuros archivadores. Tras localizar en ellos la referencia del libro, había que acudir a un mostrador de préstamo situado en un diminuto y sofocante cuarto de tamaño apenas mayor que un retrete. Allí, entregábamos una ficha al funcionario de turno, que desaparecía durante interminables minutos para explorar el laberinto de estanterías en que los libros se custodiaban, lejos de las manos de posibles lectores u ojeadores, como si fuesen un maná prohibido o un arcano al alcance únicamente de unos pocos elegidos. Los aspirantes a lectores y lectoras nos sentíamos un poco como familiares de un reo pidiendo clemencia al señor feudal.

Blanca acabó con todo eso. Trasladó los libros de los oscuros anaqueles a una amplia y luminosa sala del Palacio del Infantado, entonces sede de la BPG. En ella -iluminados por la cálida luz que entraba por amplios ventanales que se abrían a una hermosa galería gótico isabelina que a su vez se asomaba a los apacibles jardines del palacio, protegidos de cualquier intemperie por un bello artesonado renacentista y perfectamente ordenados en decenas de estanterías alineadas en pasillos que semejaban avenidas que llevaban hacia el conocimiento y el gozo- se podían contemplar, tocar, curiosear, oler, ¡y hasta leer! miles de libros de los más diversos formatos, materias y autores. Habíamos pasado de las tinieblas a la luz, de la escasez a la abundancia, de la dieta de verduritas al festín de Babette.

Blanca Calvo había abierto las puertas del palacio de invierno para que pasase el pueblo. Y no uso la palabra pueblo al azar: para ella, las palabras libro, cultura y democracia son inseparables. El libro y la cultura no son un fin en sí mismos, sino una puerta de entrada hacia -o tal vez un pilar o una viga sobre los que sostener- un mundo en el que personas conscientes, sensibles y empáticas puedan caminar juntas hacia una sociedad mejor y más humana, en la que sea posible un buen vivir para todas en lugar de una buena vida para unas pocas y distintos grados de agonía y miseria para las más.

Blanca Calvo había abierto las puertas del palacio de invierno para que pasase el pueblo. Y no uso la palabra pueblo al azar: para ella, las palabras libro, cultura y democracia son inseparables

Pero Blanca no se quedó contenta con ello y salió, como las misioneras laicas de las Misiones Pedagógicas de la II República que ella tanto admira, a llamar a todas las gentes para que viniesen a disfrutar de los frutos del árbol de la vida. Para ello, se alió con un grupo de jóvenes profesores y profesoras (José Antonio Camacho y los muy añorados Vicente Paniagua y Fernando Yela eran solo algunos de ellos), con los funcionarios y -sobre todo- funcionarias más animosas de la biblioteca, con los teatreros que intentaron hacer de la Guadalajara de los primeros años de vida democrática un lugar lleno precisamente de vida y con cualquiera que se dejase contagiar de su ardor evangélico -no se olviden: evangelio quiere decir buena nueva y Blanca y su gente estaban convencidos de que los libros y la cultura eran el camino hacia la buena nueva de una sociedad mejor.

La biblioteca se transformó en un hermoso centro conspiratorio y un laboratorio alquímico de la que salieron multitud de iniciativas que se expandían hacia el resto de la ciudad, la región, el país… el planeta: clubs de lectura para los más diversos grupos -no solo en la biblioteca, sino en muchos otros lugares entonces insospechados como el Centro de Atención al Minusválido Físico (CAMF) o la Prisión Provincial-, encuentros con autores, nombramientos de socios de honor, elaboración de libros gigantes y álbumes de poesía en los colegios, expedición automática del carnet de socio a todos los recién nacidos de la ciudad, talleres de escritura, encuentros nacionales de animación a la lectura, la revista Atiza

Muchas de esas actividades llevaban el sello de la Biblioteca Pública, muchas otras el del Seminario de Literatura Infantil y Juvenil de Guadalajara (SLIJ), entidad que luego sería clave también en el nacimiento y la consolidación del Maratón de los Cuentos de Guadalajara.

Ay, el Maratón de los Cuentos, ¡esa sí que es una historia de las buenas!

Resulta que Blanca Calvo se implicó tanto en la vida de la ciudad que fue durante muchos años concejala de Izquierda Unida. Y resulta que, contra toda lógica e incluso contra las amenazas de expulsión del mismísimo Julio Anguita, en 1991 Blanca Calvo resultó elegida, en un supercalifragilesticohuespialidoso pleno de constitución del Ayuntamiento de Guadalajara, alcaldesa de la ciudad. No vamos a entrar a fondo en esa historia, porque este artículo se convertiría en La Historia Interminable.

El caso es que, en 1992 -año de grandes fastos-, en ejercicio de sus funciones de alcaldesa, Blanca Calvo decidió que el Ayuntamiento de Guadalajara organizase la primera feria del libro de la ciudad y, echando toda campana posible al vuelo, organizar una actividad que inscribiese a la ciudad en el Libro Guiness de los Récords como la ciudad que más horas había permanecido contando -y escuchando- cuentos. Ese primer Maratón de los Cuentos, en el que participaron personalidades tan destacadas de la cultura como el escritor José Luis Sampedro, el dramaturgo e hijo de Guadalajara Antonio Buero Vallejo o el cineasta Miguel Picazo, duró 24 horas y fue la plasmación de un sueño que, 33 años después, aún pervive.

Uno de los poderes mágicos de Blanca Calvo es su capacidad para crear símbolos que conecten con el inconsciente colectivo de la gente. Una muestra de ello es lo que sucedió en la ciudad el 12 de julio de 2004. Tras años de rumores, conversaciones, planes, anuncios, convenios, dolores de cabeza y retrasos, estaba lista la apertura de la nueva sede de la BPG, un edificio del siglo XVI que las tristezas de la historia habían relegado a carpintería y luego a ruina y que había sido cuidadosamente restaurado: el palacio de los Dávalos-Sotomayor. Blanca aprovechó la ocasión para crear una imagen única: la biblioteca pidió a la gente que eligiera los libros que más les gustaban y elaboró una lista de los 1.001 más votados. Esos títulos no serían trasladados a la nueva sede de la biblioteca por una empresa de transportes, sino por los ciudadanos y ciudadanas. El día elegido era sábado. Había nerviosismo (¿vendría la gente? ¿acudiría a la llamada de esta bibliotecaria soñadora y su amor a los libros y las palabras?). La gente acudió, ¡vaya si acudió! Una cadena humana de centenares de personas hizo que los 1.001 libros cruzaran la explanada de la entonces Plaza de los Caídos, subieran por la Calle de Miguel Fluiters, bajaran por la Calle del Doctor Román Atienza, doblaran hacia la Plaza de Dávalos y entraran triunfalmente en la nueva sede de la biblioteca.

Ese día, la ciudad fue una fiesta. Los libros volaban entre sonrisas o se detenían en las manos de una persona que de repente se encontraban en sus manos a su autor favorito o reconocían el libro que llevaban años queriendo leer y no podrían reprimir la tentación de abrirlo para leer sus primeras frases o la contraportada que cantaba las virtudes del texto. La gente estaba verdaderamente emocionada, porque se reconocía en los rostros y las manos de los demás, revivía el placer de acometer juntos un esfuerzo en favor del bien común y podía saborear en sus bocas y cerebros la belleza de la palabra comunidad.

Un año después de eso, Blanca Calvo fue nombrada consejera de Cultura de Castilla-La Mancha, cargo desde el que siguió luchando por hacer de los libros, las bibliotecas y la cultura una barricada contra la barbarie y semilla de mundos mejores y más vivibles, y esa es también otra historia de las buenas. Les dejo solo un apunte de esos dos años que habla de la capacidad de trabajo, fortaleza, tenacidad y compromiso con la cultura de Blanca Calvo.

El caso es que cuando el presidente José María Barreda la llamó para incorporarla a su consejo de gobierno, ella estaba terminando de preparar para la Biblioteca Nacional, junto a otro gran defensor de las bibliotecas públicas, Ramón Salaberria, la exposición Biblioteca en Guerra, una gran muestra que documentaba “el papel jugado por un grupo de bibliotecarios en la difusión de la cultura y los libros entre los sectores populares, y su esfuerzo en conservar y proteger los fondos de la Biblioteca Nacional durante la Guerra Civil”.

Una de las condiciones que Blanca le puso a Barreda para aceptar el cargo -el caso ha prescrito y se puede contar- fue compatibilizar durante algunos meses la labor de consejera con la de comisaria de la exposición. A veces para desesperación y la mayor parte de las veces para orgullo de su equipo, fueron unas semanas de trabajo intenso y de muy, muy poco sueño. Blanca casi doblaba jornada para sacar adelante sus dos trabajos que, para ella, eran uno solo, pues ambos estaban destinados al mismo fin: reivindicar y promover el papel de los libros, la biblioteca y la cultura en la construcción de una sociedad del buen vivir para la mayoría de las personas.

Blanca Calvo ha vivido muchas vidas. No nos da para hablar aquí de sus múltiples activismos y colaboraciones con las más diversas causas y movimientos sociales -desde el Movimiento 0,7% y Más a las protestas contra el genocidio en Palestina, pasando por el derecho a morir dignamente. Pero, por encima de todo, siempre ha sido bibliotecaria. Como cuenta en broma pero en serio su gran amiga, la narradora Estrella Ortiz, cuando nació Blanca la comadrona le dijo a su madre: “ha tenido usted una bibliotecaria”.

En el homenaje que le hizo hace algunos días el Seminario de Literatura Infantil y Juvenil en la Biblioteca Pública de Guadalajara -¿dónde, si no?-, una emocionada Blanca Calvo afirmaba sentirse una persona afortunada. Creo que, sin lugar a dudas, lo es. Creo, también sin lugar a dudas, que la BPG y la ciudad de Guadalajara han sido y son muy afortunadas por haber tenido a Blanca como su directora, su alcaldesa y su ciudadana. De lo que estoy definitivamente seguro -permítanme una nota personal-, es de lo afortunadas que somos las personas que, de una u otra forma, gozamos de su amistad.

Ese sentimiento se traslucía claramente en la cena que tuvo lugar después del acto de homenaje -esto es España, y un homenaje sin cena es un homenaje interruptus, y a fe que el de Blanca no lo fue-. En esa cena, sus amigas del Coro Poético y Peripatético -otra de las muchas plantas que han crecido a la sombra inspiradora del Maratón de los Cuentos, la recitaron un poema del escritor norteamericano Jack Kerouac que dice:

Brindemos por las locas, por las inadaptadas, por las rebeldes, por las alborotadoras, / por las que no encajan, / por las que ven las cosas de una manera diferente… / Porque cambian las cosas. / Empujan adelante la raza humana… / Porque las mujeres que se creen tan locas / como para pensar que pueden cambiar el mundo / son las que lo hacen.

No se me ocurre un epitafio mejor -dentro de muchos años, por favor- para Blanca Calvo, esa mujer que cambió una biblioteca y una ciudad -y, con ello, el mundo.

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