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Recientemente y con motivo del temporal Filomena mis estanques de peces se helaron. Durante varios días una gruesa capa de hielo de casi dos centímetros me impidió saber, por su opacidad, que ocurría debajo. Junto al resto de destrozos que la nieve y el hielo ocasionó en el jardín, me preocupaba especialmente el destino de mis pequeñas mascotas y temía que ninguna pudiera sobrevivir, a pesar de ser peces de agua fría. Cuando llevas varios años conviviendo con tus mascotas (en este caso peces) ya son como de la familia. Ven que te acercas con la comida en la mano y acuden raudos y alegres. Te sientas a observarlos en el banco que hay al lado del estanque y es como pasar un ratico en el jardín de Epicuro.
El temporal por su crudeza excedió lo habitual, las temperaturas fueron extremas y por unos días los jardines (y entre ellos el mío) nos recordaron bastante al Polo Norte. Cuando la temperatura subió unos grados y comenzó un tímido deshielo me apliqué, pico en mano (tal era la dureza del hielo), a abrir unas ventanas o agujeros en la capa helada, intentando detectar algún signo de vida. Ver aparecer, ondulantes y rojas, las siluetas de mis mascotas a través de esas pequeñas aberturas en su cielo helado, me llenó de alegría. Al final resultó que sobrevivieron todos. Ese final feliz se me antojó una auténtica metáfora de la vida: la vida es -parece demostrado resistente y flexible. Y no solo resistente y flexible, sino que la vida también es ubicua, aunque nuestra depredación acelerada del planeta le va robando espacio y mermando diversidad.
Nosotros también somos vida y parte de esa vida, es cierto, pero somos vida consciente que piensa, y sabemos que ciertos excesos y desequilibrios no nos convienen. Cuando hacemos daño a ese conjunto en equilibrio inestable nos lo hacemos a nosotros mismos. Nuestra invasion sin miramientos del planeta puede parecer un éxito, pero en realidad es un fracaso fruto de un gran error y de una manera equivocada de interpretar nuestro entorno.
Por asociación de ideas y echando a volar la imaginación, pienso si no sería posible encontrar, como algunos suponen y esperan, alguna forma de vida (sin duda más simple y rudimentaria que mis peces) bajo el hielo de esos mares y océanos extraterrestres que al parecer existen en algunos exoplanetas o en sus satélites.
Tengo que confesar aquí que la posibilidad de hallar vida extraterrestre siempre me ha apasionado, y que considero un tanto absurdo (no quiero decir decepcionante, porque la vida en la Tierra es un auténtico e inagotable prodigio) pensar que sólo haya vida en la Tierra, entre tantos cuerpos celestes como hay repartidos en nuestro inmenso universo.
El hallazgo y la primera noticia de esa vida exterior es algo que, de producirse, no querría perderme, la verdad, y a nadie se le oculta que tal suceso extraordinario supondría una auténtica revolución del pensamiento, o como suele decirse, un cambio de paradigma y de perspectiva desde la que mirarnos a nosotros mismos y a lo que nos rodea, con ojos nuevos, como de niño. Siempre lo he pensado así, y esta inquietud que sin duda sirve de estimulo a la ensoñación legítima me ha acompañado desde que en mi juventud primera, una vez dejadas las peonzas y las canicas en el cuarto de los trastos viejos, me aficioné a contemplar el cielo nocturno armado de prismáticos.
Más adelante vendrían las lecturas también apasionadas (hay cosas poco prácticas -a primera vista- que sin entusiasmo y emoción no se hacen) de Giordano Bruno, el gran visionario del universo infinito y sus mundos, quemado como hereje por la iglesia católica; de Fontenelle, que siguió sus pasos en el conocimiento de la pluralidad de los mundos; o de Lucrecio que dio inicio a todo y cuya obra “De rerum natura” (de la naturaleza de las cosas) constituye un auténtico monumento del pensamiento humano (síntesis de filosofía, ciencia y poesía), cuya lucidez, vigencia y utilidad no han disminuido, y más en estos tiempos disparatados e irracionales que nos ha tocado vivir. También debe mucho esta afición mía a la lectura de los artículos sobre el tema en la revista Scientific American. Sin olvidar tampoco la influencia de aquella serie televisiva de Carl Sagan que a muchos nos marcó: “Cosmos”.
Y esto me lleva, también por asociación de ideas (la mente es una red compleja), a pensar en la hazaña del Apolo 11 y la llegada del primer hombre a la luna, que como sabemos fue Neil Armstrong (o al menos fue el primero que puso el pie en ella, porque no estuvo solo en aquella odisea), el cual dijo aquello tan cierto de: “Este es un pequeño paso para el hombre pero un gran salto para la humanidad”, un poco antes de observar atónito su propia huella en el polvo lunar. Y un gran salto sería también, pero de otro orden -un salto cuántico-, descubrir vida extraterrestre. Pero para que ello sea posible, quizás algún día, ha sido imprescindible antes encadenar con paciencia y voluntad férrea toda una serie de logros técnicos y científicos que cristalizan y convergen en hazañas tan espectaculares como la del Apolo 11.
He de confesar que yo ese logro épico, todo un espectáculo visual de la primera televisión, no lo pude ver en directo o casi en directo (a través de la televisión claro) pese a que nada me lo impedía, salvo el convencimiento de mis padres de que los niños no deben estar levantados y despiertos a ciertas horas de la madrugada. Así que mis recuerdos visuales de ese hito histórico proceden supongo de las imágenes que la televisión repetiria una y otra vez en los días siguientes. Imágenes en blanco y negro, poco nítidas, casi fantasmales y como de otro mundo.
Hace pocos días y como el movistar fusión no me iba bien, cosa que suele ocurrir, tiré de Fire TV stick conectándolo a un puerto HDMI de mi televisión (muy distinta de aquella primera Elbe de mis padres, donde veía Bonanza y a Locomotoro) y me puse a rebuscar en la oferta extensa y variada de Prime video. Di con un documental (uno de mis géneros preferidos) titulado “Apollo 11”, del año 2019 y del director Todd Douglas Miller, que en su ficha de presentación prometía imágenes inéditas a partir de la recuperación de metrajes poco conocidos proporcionados por la NASA.
Puedo decir que quedé fascinado por la fuerza, la nitidez, y el color de las imágenes que yo recordaba borrosas y en blanco y negro. Un relato épico al que la banda sonora dota en ocasiones de una tensión absorbente, por ejemplo durante la reentrada de la nave en la atmósfera terrestre en el camino de vuelta, cuando las temperaturas que se alcanzan por el roce son altísimas.
Algo que queda claro tras ver ese documental es el esfuerzo colectivo que hay detrás (la parte oculta del iceberg) de casi todos los grandes logros de la humanidad. Toda una metáfora de lo que puede conseguir el trabajo solidario y coordinado en la conquista de una meta. Uno de los rasgos fundamentales de la ciencia. Tan impactantes como las imágenes de los tres astronautas en acción son las imágenes que nos muestra la cámara sobre el trabajo complejo que un equipo inmenso y bien coordinado de técnicos y científicos lleva a cabo en las salas de control.
En fechas próximas varias naves terrícolas continuaran ese trabajo de siglos y entre otras cosas intentarán hallar signos de vida en Marte.
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