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Con el dudoso equilibrio de un ángel absorto, pero también con la lucidez con que el vino desnuda el espíritu (in vino veritas), así caminaba yo, entre los neones de los cines del barrio de Argüelles, en busca de la verdad - de mi verdad, al menos -, encerrada en ese bucle que era para mí aquella noche – y que sigue siendo hoy – el cine dentro del cine. Así, envuelto en la nebulosa del pesar del borracho a quien le acompaña un hado aciago por el abandono de un hada esquiva, me vinieron a la cabeza títulos que yo creí leer en las marquesinas que vestían las fachadas de las salas de proyección.
Eran películas en que los planos de la realidad y de la ficción se entrecruzan y confunden con repercusiones cómicas y o trágicas, como en 'Sueños de un seductor' (1972), de Herbert Ross según los créditos, pero con el tinte de risible seriedad del Woody Allen de los comienzos, ese que supo mantenerse y proyectarse en la realización de 'La rosa púrpura del Cairo' (1985), donde el cine es, sencilla y bellamente, traducido a esperanza. Recordé, en el curso de aquel paseo, 'El viaje a ninguna parte' (1986) de Fernando Fernán Gómez, una emotiva aportación a las fronteras entre el cine y el teatro, con encuentros y desencuentros como los que retrata, con otro fondo temático, pero con la misma sensibilidad poética, Abbas Kiarostami en 'A través de los olivos' (1994). Eran títulos muy alejados de la recreación de los fantasmas que ululan en la paranoia del imaginario colectivo norteamericano que es 'Argo' (2012), de Ben Affleck, un oportunista y prescindible ejercicio metacinematográfico basado en hechos reales. Presencié, después, 'La ciudad de las estrellas' (La La Land) (2016), de Damien Chazelle, una oda a la identificación del éxito y la felicidad con el cine como pretexto, que me pareció tan artificiosamente tramposa en su forma como repudiable en su fondo.
Y, en ese punto, me dije a mí mismo que era ya tiempo de afrontar aquellas películas que son, por sí mismas, un interrogante acerca de la naturaleza del lenguaje cinematográfico, de los ecos de otras artes que resuenan en la expresión fílmica, y del itinerario de progresiva independencia del cine con respecto a otras manifestaciones del arte escénico. En esto, volví a detenerme en 'El viaje a ninguna parte', la obra maestra de Fernán Gómez, pero también recordé 'Charlot, tramoyista de cine' (1916), de Charles Chaplin, y, como en un necesario contrapunto, 'El moderno Sherlock Holmes' (1924), de Buster Keaton, reflexión quijotesca, como casi todas las de Keaton, sobre la frontera entre la ficción (metacinematográfica, en este caso) y la realidad. En la misma línea, se halla 'El extra' (1962), de Miguel M. Delgado, protagonizada por Mario Moreno Cantinflas, con la exageración de la tira cómica que le es propia, sobre el celo interpretativo de los actores. 'El guateque' (1968), de Blake Edwards, me pareció uno de los mejores 'crecendo' de la historia del cine. En orden cronológico me fui encontrando con productos muy dispares, como 'Tesis' (1996) de Alejandro Amenábar (una denuncia de las películas snuff); 'Boogie Nights' (1997), de Paul Thomas Anderson (sobre la marginalidad del espectro cinematográfico que representa el porno); 'La niña de tus ojos' (1998) de Fernando Trueba (un fresco de la edad de oro del cine alemán previo a la Segunda Guerra Mundial desde la perspectiva de una compañía de intérpretes españoles del mismo tiempo); 'Bowfinger' (1999), de Frank Oz (velada denuncia de un truco comercial recurrente en las productoras norteamericanas: contratar a estrellas en declive como reclamo a proyectos que, de otro modo, no despertarían el interés necesario para la viabilidad de la propia producción); 'El proyecto de la bruja de Blair' (1999), de Daniel Myric (burda y previsible mixtura entre el docudrama y el reallity show en busca de un impacto y una sorpresa cada vez más difícil de lograr en el género del horror); 'Big Fat Liar' (2002), de Shawn Levy (anodina acusación sobre plagios, suplantaciones y talentos solapados – cuando no usurpados -por personas con poder y sin el mínimo escrúpulo moral que permita respetar las ideas ajenas; 'Café Society' (2016), de Woody Allen (una reflexión sobre el amor perdurable y la frivolidad efímera, que parecen encontrar correlatos en el cine de autor y en el banal mundo de Hollywood, respectivamente).
Y, finalmente, reparé en biopics que tratan de profundizar en el relato de grandes creadores cinematográficos. Estas películas son, frecuentemente, un fresco de un tiempo plasmado a través del proceso de creación cinematográfica y de la concepción del cine de una determinada época. Se trata de visiones parciales, pero muy valiosas, de aproximación a ciertos espisodios de la historia del cine. Entre ellas, figura, 'La última orden' (1928), de Josef von Sternberg, inspirada en una historia supuestamente real, que se atribuye a Ernst Lubitsch. 'Queridísima mamá' (1981), de Frank Perry es una ácida biografía de la actriz Joan Crawford. 'Caza de bruja's (1991), de Irwin Winkler representa una importante aportación al conocimiento de la manía persecutoria sufrida por muchos creadores cinematográficos durante el oscuro periodo del marcartismo. Con 'Good Morning, Babilonia' (1987) de los hermanos Paolo y Vittorio Taviani, asistí a un bellísimo homenaje a Intolerancia, una de las obras maestras absolutas del que es, tal vez, el más grande cineasta de todos los tiempos, David Wark Griffith. 'Cazador blanco, corazón negro' (1990), de Clint Eastwood, tiene el aspecto de un nuevo ajuste de cuentas en contra de la figura de John Huston durante el rodaje de 'La reina de África'. 'Chaplin' (1992), de Richard Attenborough, cuenta con lo mejor y lo peor de las cualidades de su realizador: una indudable pulcritud académica junto con la falta de impacto emocional. 'El último gran héroe' (1993) , de John McTiernan, pasa por ser un homenaje tan lisonjero como inverosímil al mundo de los tebeos de superhéroes y al cine de serie B, propósito que también persigue 'Matinee' (1993), de Joe Dante. Con un propósito más difuso, pero con parecido resultado final, encontré 'La nueva pesadilla de Wes Craven' (1994), de Wes Craven, donde la encarnación del horror que es Freddy Krueger asalta los sueños de algunos de los actores del elenco del propio rodaje. Mucho más sugestiva es 'Dioses y monstruos' (1998), de Bill Condon, aproximación biográfica a la figura del realizador James Whale, especialista en inolvidables relatos cinematográficos de horror rodados durante los años 30. 'George Lucas in Love' (1999), de Joe Nussbaum, es un cortometraje análogo a Shakespeare enamorado, que focaliza la acción a través de un joven George Lucas, estudiante en Los Ángeles. Entre los tributos a algunas de las grandes obras maestras del cine o los avatares de su rodaje, se encuentran 'RKO 281' (1999), de Benjamin Ross (sobre el rodaje de 'Ciudadano Kane'), o 'La sombra del vampiro' (2000), de E. Elias Merhige. En 'Five Obstructions' (2003), Lars Von Trier reflexiona sobre su propia maduración creativa al contemplar un corto, 'The Perfect Man' (1967), del también director danés Jørgen Leth. Otros títulos, que suscitaron, en mí, un interés desigual, fueron 'El aviador' (2004), de Martin Scorsese, sobre la personalidad del productor Howard Hughes; 'Drive' (2011), de Nicolas Winding Refn, confesado tributo a Alejandro Jodorowsky; 'El fantástico mundo de Juan Orol' ( 2012), de Sebastián del Amo; 'Mi semana con Marilyn' (2011), de Simon Curtis; 'Hitchcock: El maestro del suspenso' (2012), de Sacha Gervasi sobre el rodaje de la película 'Psicosis' (1960); 'Habitación 237' (2012), de Rodney Ascher (una hermeneusis de 'El resplandor' de Stanley Kubrick…)
Y continué preguntándome, en ese fragmento de tiempo entre los previos y la proyección de la película, en esa oscuridad inquietante e insomne, si la realidad imitaba al cine, o, sencillamente, si la realidad y el cine eran dos lenguajes tan mutables, tan inasibles, tan inabordables como la propia verdad…Pero esa es otra película.