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Octubre

Europa Press

Miguel Ángel Curiel

Detrás del centro comercial, en un muro blanco muy cerca del río, alguien ha escrito con espray rojo 'Il est interdit de pleurer', así en francés resulta extraño encontrar esto escrito en un muro a las afueras de T. Octubre siempre fue un mes vacío y tranquilo, 'Mais c´est le mois des révolutions'. El tiempo de la lucidez lo llamaba Axel Rielman en su libro 'El membrillo negro'. Esperabas sacar todavía hoy una gota de almíbar de la vida antes de la llegada del mal tiempo. No habías reparado en que todas las guerras comienzan en un día de sol, y que el grillo ha cantado por debajo del mar toda la noche. No te fíes de esa paz luminosa de hoy, es engañosa como la sombra de una red para pájaros en la arena. Como planchas de luz los días aplastados van haciendo la memoria con la que hablamos a lo que está por venir. Al final queda el peso de lo anhelado en lo sucio.

Quizás alguien se haya marchado de T. y esté ahora bordeando el mar, inaugurando sin saberlo una nueva forma de dar la vuelta a la tierra. Cree que de esa forma redondeará lo ya conocido. Si seguía la línea que marca la orilla del mar nunca se perdería en el mundo. Apenas se diferencian de esa manera los países; las fronteras al lado del agua son unívocas y casi siempre se esfuman en la luz. Yendo de esa forma nunca sabría finalmente si había dejado atrás Italia estando ya en Eslovenia, o si las dunas de las playas de Argelia eran ya los arenales de Marruecos. Sin embargo hay fronteras que son líneas imaginarias allí donde un velero quieto antes del horizonte se mece a la espera de ser traído a la orilla.

Siguiendo esa línea entre la tierra y el agua todo parece igual, y siendo fácil el recorrido, al mismo tiempo uno parece perdido en el mundo. Finalmente nunca se termina de salir de ese tiempo absoluto donde un día es igual a otro. Cuando regrese nos contará sus experiencias durante el transcurso de una fiesta en la isla Ch. T. está lejos del mar, pero todos esos caminos que salen de día y regresan de noche nos llevan y nos traen del mar. La vida se ha convertido en un ir y venir desde el mar siempre al encuentro de la ciudad. El lugar donde el mundo se rompe en pedazos de entendimiento para volver a ocultarse en el misterio.

El autobús que me llevó a Lisboa hace dos semanas no fue el mismo que me trajo de vuelta, y yo no era el mismo que se fue cuando llegué. Recogí agua de la desembocadura del T. en un frasco, eso era todo. Lo mismo se podría decir de lo contrario, escapar de T. para encontrar en otros lugares los pedazos rotos del mundo. Si todas las historias estuvieran hechas de palabras elásticas, y el final de dichas historias fuera el principio de la historia, o al revés, el principio no más que el final, podríamos des-leerlas en vez de leerlas, desoírlas y no obedecer ni un instante su hipnótico silencio. Había apagado la radio y la televisión para no ver ni oír el mundo durante estos días de octubre, por ser siempre este un tiempo tranquilo y vacío, 'Mais c´est le mois des révolutions'. Mi habitación se había sumergido bajo el río, tenía en la mesa junto a las hojas de escribir el frasco con el agua que había recogido en Lisboa. Oía la corriente en el techo. Las noches parecían cieno seco sellando las ventanas.

Tendría que haber escarbado mucho con las manos, o con los bolígrafos para dar con una estrella. Sin embargo mi ilusión se transparentaba como el agua guardada en el frasco de cristal. Estaba feliz y no sabía por qué; era la primera vez que me ocurría y por eso las palabras no llegaban bien desde el fondo de esa alegría, o si tenían vida o estaban hechas de vida, esta no quería desvelar la fuente de luz. Me subí a la silla e intenté escribir en el techo alzando el brazo una frase que recordaba de un viejo cuaderno que ahora no encuentro, “Todo nacionalismo es una flor negra que apesta”. Al día siguiente le mandé ese verso o frase a mi amigo Arnau Pons. Hacía días que él esperaba acuse de recibo a su 'Sens Limage', el magnífico ensayo que había escrito sobre la obra de Antonin Artaud y que yo estuve ojeando sin descanso en las terrazas del Cais de Sodre a principios de octubre.

Arnau Pons y la poesía de Paul Celan

Arnau Pons ha traducido al catalán durante estos años en su casa de la montaña de Collserola la poesía de Paul Celan. Esas traducciones de Arnau son sin duda alguna la culminación de una vida dedicada a la obra y la vida de Paul Celan, y dudo que no sean ya la canónica expresión de un amor grande hacia este poeta fundamental para entender lo que es hoy Europa. Celan, el poeta que nunca quiso oler esa flor negra que sale siempre en el cieno de la historia. Estoy seguro de que Arnau tampoco olió la flor, y finalmente la tiró a la basura. Mi mensaje dentro de una botella para Arnau se cerraba con una posdata abierta, como todo lenguaje que interpela y se quiebra finalmente en los límites de lo oscuro, con el propósito de perdurar en quien oye y te interpela con amor. ¿Qué hubiera dicho Celan durante estos días oscuros de holocausto solar de haber vivido en Barcelona y no en París? Paul salía cada primero de Mayo de su apartamento en la Rue des Écoles con su hijo Eirk de la mano, y en aquellas calles inflamadas de primavera cantaban la Internacional. Aquel que escribió 'Todesfuge' y la cantó mil veces. No pasemos por alto ese dato. Sé lo que hubiera dicho al ver, al sentir y al haberse sentido interpelado por lo oscuro de la historia otra vez.

Lo que son las fuentes del mal echan aguas cristalinas, no las bebas, van llenas de cristales, engañan como toda mentira hecha de bello lenguaje. Pero lo más difícil de un artículo que no se quiere escribir y debes escribir, no son las palabras entre sus silencios, aunque se parezcan a las piedras esparcidas en la ladera, y por eso mismo atraigan a la belleza. Esas piedras que estallan en la noche como las palabras de los perseguidos y los silenciados por el Feixisme postmoderno. Sólo debes escribir palabras que se esfumen pronto y apenas se oigan mucho tiempo, ahora que oigo a la chusma cuchichear alrededor, esa misma chusma que con brochazos de lenguaje grueso intenta amedrentar al otro. No le digas nada a la chusma, acaricia al perro de la muerte que ladra ante la hoguera y vete lejos siguiendo la orilla del mar. Lo escrito entra y sale por el hombre como un hilo infinito de lenguaje; el hombre está atravesado por todas las palabras de todos los libros escritos. Salen y entran por él como un hormiguero de un ojo a otro.

¿Y? Nada, absolutamente nada que decir. Hay un momento en el que dejas de entender el mundo, y en el que las palabras finalmente han desertizado el lenguaje, lo han abierto en canal de nuevo a la barbarie. Imaginemos ahora un escenario. Una tarde fría de noviembre del año 38. Berlín. Una conversación distendida entre Albert Speer y Kniebolo sobre arte y arquitectura. Wagner sonando en la sala a un volumen muy bajo. Afuera nieva. Una conversación civilizada, llena de buenos sentimientos alemanes, endulzada con té inglés, una chimenea encendida con roble italiano; de vez en cuando los leños crujen, estallan suavemente y las pavesas danzan absorbidas por el tiro de la chimenea. El fuego ilumina los rostros de aluminio de Albert Speer y Kniebolo. Lo inquietante de esta escena, es que su conversación está llena de palabras que han llegado a ellos a través de la civilización y el humanismo. Hablan con las mismas palabras con las que pudieran estar hablando en ese momento Rosa Ausländer con Martin Sidonci.

Ese es el problema, el lenguaje que finalmente carece de alma, y que la humanidad entre personas, la humanidad aún no profanada por el mal, no sería ya una cuestión de palabras, sino de miradas que se entrelazan con amor. En la mesa de aquella sala modernista, en un vaso de obsidiana una flor negra que apesta. La palabra finalmente se ha escindido del hombre. Ese es el miedo.

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