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La voz de los vencidos: palabra no vencida

Autorretrato del artista toledano Alberto Sánchez

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“Alguien dijo que la Historia la escriben primero los vencedores, pero después la reescriben los vencidos. Y es verdad. No hay más que esperar; al final, siempre se acaba rescatando el pasado de aquellos en los que el recuerdo ha permanecido”.

Son certeras palabras antepuestas al amplio y bien documentado ensayo ‘La voz de los vencidos. El exilio republicano de 1939’, de la profesora Alicia Alted, quien desgrana copiosa información de los exilios republicanos en los diversos países: Francia, Argelia, Unión Soviética, México y otros estados europeos y americanos.

Los dos primeros, en realidad Francia, encauzaron exilios penosos, mientras que la Unión Soviética y México canalizaron civilizadamente a los refugiados. “Los mexicanos fueron más generosos con nosotros que nosotros con ellos”, afirmaba Elena Aub. Su padre, Max Aub, padeció dura estancia en Argelia, en el campo de Djelfa, conocido como el “campo de la muerte”, adonde el escritor fue trasladado desde Francia en noviembre de 1940. Este cautiverio queda reflejado en los 47 poemas que componen el ‘Diario de Djelfa’. Al cabo, Aub logró fugarse de ese terrible internamiento. Terminó sus días en Méjico, rechazando en 1969, por clara inadaptación, volver a España.

En su valioso estudio, Alicia Alted comenta destacadamente la personalidad de algunos exiliados intelectuales y artistas. El pintor y escultor Alberto Sánchez nació en 1895 en el barrio toledano de las Covachuelas y durante mucho tiempo fue panadero, adiestrado en el oficio por su padre en ese concurrido arrabal de Toledo. Se trasladó a Madrid con 17 años, fundando, junto con el artista albaceteño Benjamín Palencia, la Escuela de Vallecas. Amigo de García Lorca, realiza algunos decorados para La Barraca, además de otras escenografías de piezas de Cervantes, Bergamín y Altolaguirre.

Al estallar la guerra, combate en el frente del Guadarrama. Su estudio madrileño queda totalmente destruido y el Gobierno republicano lo manda a Moscú como profesor de dibujo de los niños españoles exiliados. Se presentaba al aula con una cesta de frutas y hortalizas robadas a su mujer, decía, para que los chavales las copiasen. En la URSS realizó los decorados del film ‘Don Quijote’, del director Gregori Kózintsev, tratando de recrear pueblos manchegos en Ucrania. Falleció en Moscú en 1962, Y sus restos descansan en un cementerio moscovita.

Muy cierto, como subraya Alicia Alted, que la historia la acaban de escribir los vencidos, y más concretamente esos vencidos que, en nuestro caso, pertenecen a esa llamada tercera España que señala Ortega y Gasset, no resultando cómodos para cada una de esas tópicas, a la vez que ciertas, dos Españas; una tercera España, “demócrata y liberal, republicana o no”, como escribe Trapiello, que hemos tardado mucho en descubrir. Aunque, ¡ojo!, hay que ser cautos con el término.

Los dos grandes, y sobre todo más célebres arquetipos de esa España ecuánime son Arturo Barea y Manuel Chaves Nogales. Resultaron molestos, pues no aceptaron el relato comunista que se quería imponer a los hechos (léase Alberti, Bergamín, Neruda). Por eso Barea y Chaves han tardado sus años en ser justamente redescubiertos, comprendidos y cabalmente valorados. Ambos, convencidos republicanos, afearon los procederes de la revolución izquierdista que suplantó a lo que debiera haber sido sólo legalidad republicana en los terribles episodios primeros de la guerra civil: “Los crímenes, los atropellos -escribe Antonio Muñoz Molina, buen estudioso de Barea-, los calamitosos enfrentamientos internos que tanto debilitaron y desprestigiaron internacionalmente al bando leal”.

Aunque el asunto, a partir de la rebelión de los militares en África en julio del 36, tuvo desde el principio muy mal arreglo, resultando que el alzamiento atrajo a casi todos los militares españoles, impidiendo que la República pudiera organizar un ejército como es debido, equiparándose, más o menos, las dos fuerzas en batalla. Por eso, la resistencia la tuvo que ejercer el pueblo, justamente armado mas decidiendo arbitraria e injustamente; existiendo un problema añadido: las maneras de una pretendida revolución cundían impepinables. Lo dice el padre del personaje Celia, en la novela ‘Celia en la revolución’, de Elena Fortún: “Ten en cuenta que el Gobierno no tiene un ejército disciplinado, no tiene una policía interna, no tiene nada que lo defienda y haga cumplir sus órdenes, más que este pueblo inculto, indisciplinado y desatinado”.

Los desatinos de ese pueblo se podrían justificar por tener tan asiduamente encima esa buena aviación italiana y alemana, ayudando a los sublevados, que propinaba bombardeos de consecuencias tan terribles. Un pueblo que resiste heroicamente a las puertas de Madrid. Fortún describe ese atrabiliario Madrid donde se fusilaba como si tal cosa. Se hablaba imponiendo un lenguaje intolerante, absurdo. Había que decir “salud” en lugar de “buenos días”, y al que dijese “adiós” se le arreaba, como poco, una buena hostia. La escritora detalla esa hambre tremenda en la desesperada última etapa de la contienda (“no tenemos nada para cenar, pero como estamos tristes, no nos importa”). En enero del 39, la pobre República conservaba aún un tercio del territorio, pero en febrero Francia e Inglaterra reconocieron el régimen del general Franco, perdiendo el lastimado estado su legitimidad. Las democracias europeas se desentendieron de España y a Stalin no le interesaba la revolución española para poder pactar con esas democracias.

Michel del Castillo es un profuso novelista todavía vivo. Toda su obra está en francés, si bien nació en Madrid en 1933, hijo de francés y española. Su primera novela, ‘Tanguy’, se publicó en 1957, y es un relato estremecedor, completamente autobiográfico, que narra la muy cruenta represión que el autor sufrió en un campo nazi y en un reformatorio catalán durante esos años críticos de la segunda guerra mundial y nuestra posguerra. Se sintió, sin embargo, grandemente reconfortado por algunas personas: el Hermano Marcel, el Padre Pardo, Sebastiana, Gunther….

El primer párrafo de la novela revela cabalmente ese crudo ambiente bélico, conformado por “largas colas inmóviles ante las tiendas, casas hechas trizas y ennegrecidas por el humo, cadáveres en las calles, milicianas con el fusil al hombro y que detenían a los transeúntes para pedirles sus documentos. [El niño de tres años difusamente] recordaba haber tenido que acostarse sin cenar, haber sido despertado por el triste ulular de las sirenas, haber llorado de miedo al oír a los milicianos golpear en las puertas en las primeras horas de la mañana…”

Los libros del activo periodista anarquista Eduardo de Guzmán (1908-1991) son, en opinión de Andrés Trapiello, “imprescindibles como fuentes de información de primera mano”. En su trilogía sobre la guerra civil, Eduardo de Guzmán recoge el estremecedor testimonio sufrido en primera persona.

En el primer volumen, ‘La muerte de la esperanza’, describe únicamente los cuatro primeros días de la guerra civil, en Madrid, donde él estaba, y los cinco últimos, en Alicante, donde, esperando barcos que no llegaban, fue apresado por un batallón italiano y llevado al llamado Campo de los Almendros, título, referido a ese mismo lugar, muy cerca de Alicante, de la última novela de la hexalogía ‘El laberinto mágico’ de Max Aub. Allí inicia su experiencia de, en sarcástica expresión suya, “turista penitenciario”, de penal en penal. Guzmán fue sentenciado a muerte, en un juicio sumarísimo donde también comparecía Miguel Hernández. Puesto en libertad, sobrevivió escribiendo, con seudónimo, noveluchas del oeste. La Transición lo rehabilitó.

Valoremos, en suma, ese estimable elenco en el que figuran, además de los ya mencionados, Clara Campoamor (muy lúcido su análisis), José Castillejo, Ramón J. Sender, Azaña…; e incluso la ambivalente Josefina Carabias, quien, habiendo sido perseverante columnista en periódicos del régimen (especialmente ‘Ya’), era una indoblegable republicana. Acaba de reeditarse su biografía de Azaña, prologada por Elvira Lindo. Ventajosamente existe una abundante y excelente literatura sobre el tema, encauzada frecuentemente por una editorial señera: la sevillana Renacimiento.  

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