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Lo ideal es una ciudad hipster

Ilustración: POL RIUS

José Mansilla

Los hipsters están de moda. Qué le vamos a hacer, es así. Es imposible darse una vuelta por algún barrio de Barcelona, aunque es mucho más frecuente encontrárselos por Gràcia, el Born o algunas áreas de Ciutat Vella, y no toparse con alguno de ellos. Largas barbas, antiguas gafas de pasta, ropa vintage en combinaciones imposibles o vinilos bajo el brazo son algunas de sus señas imprescindibles. A menudo frecuentan bares modernillos, filmotecas, restaurantes veganos, lugares exclusivos, generalmente caros, y mantienen conversaciones barrocas sobre las últimas novedades de ciertos iconos literarios y musicales no convertidos en mainstream. Sin duda, estos son símbolos inequívocos que nos indican que nos encontrarnos ante algún miembro de esta tribu urbana.

Sin embargo, no estamos hablando de un fenómeno aislado, sino de algo mucho más complejo. Se trata de un colectivo social cuya característica principal, aunque no exclusiva, es su forma de hacerse presentes, de relacionarse y de vivir, esto es, su forma de consumir. Porque ese podría ser su común denominador, el consumo. No voy a entrar en detalles sobre esta caracterización porque ya lo hace estupendamente Victor Lenore en su reciente obra “Indies, hipsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural”, sino que me centraré, más bien, en algo en lo que me manejo mejor: su relación con las formas y apropiaciones de vivir la ciudad contemporánea.

Para vivir actualmente la ciudad, aquella que podríamos tildar de neoliberal, aunque a más de uno no le guste, es necesario seguir determinadas pautas, adaptarse a un modelo que plantea unas formas muy concretas de vivirla. Un modelo controvertido del que Barcelona es paradigma y que nos muestra una ciudad harmónica donde sólo la paz y la tranquilidad tienen cabida. Un lugar utópico en el cual las relaciones sociales son completamente estériles y que responde a una decidida apuesta, política e institucional, por aquellos grupos sociales que cuentan con una mayor capacidad de gasto y por aquellas actividades económicas basadas en el consumo intensivo de bienes y servicios, aunque también de su capital simbólico, de su memoria y sus tradiciones. De ahí la turistificación de Barcelona, su conversión en ciudad escaparate, algo que no solo nos afecta como vecinos de sus barrios, sino que logra transformarnos, desde usuarios de sus calles y plazas, a forzados consumidores.

Los hipsters encajarían perfectamente en este modelo. No cuentan, que se sepa, con opiniones ni inquietudes políticas de clase, más allá de darle al “me gusta” en una red social; muestran en todo momento un comportamiento cívico y normalizado, ideales desde el punto de vista municipal; visitan tiendas, bares y restaurantes que exhiben productos de alto valor añadido; habitan áreas que se hacen atractivas, interesantes para la inversión; hacen subir el precio del suelo; revalorizaran los barrios; transforman ambientes cotidianos en puntos atractivos y originales, en definitiva, todo un chollo para la ciudad neoliberal.

Quién quiere, a su lado, vecinos que protestan por el ruido del tráfico o del turismo, que exigen mejores escuelas, centros de salud, pisos de protección oficial, residencias de ancianos, transportes urbanos accesibles, zonas verdes, etc. Estos no encajan en ese modelo, no revalorizan nada, al revés, no hacen más que poner palos en las ruedas en las políticas institucionales de mercantilización de la ciudad y lo urbano. Lo ideal es una ciudad hipster.

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