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‘Les cròniques del déu coix’, de la guerra de los mundos, de la supervivencia de la memoria

Portada de l'última novel.la de l'escriptor de Perpinyà.

Joana Castells Savall

En la última novela de Joan-Lluís Lluís (Les cròniques del déu coix, Proa, octubre de 2013), un dios feo, seco, cojo, sudado, harapiento y vencido nos cuenta cómo sus formidables hermanos, las divinidades del Olimpo, murieron de hambre cuando los humanos dejaron de creer en ellos. Con la caída del imperio romano, y con el advenimiento del Dios único de los cristianos, nuevas leyes, otros relatos, inéditas prohibiciones y la fe convertida en dogma armarían el nacimiento de una civilización con su propia cosmogonía, una explicación del origen y la razón del Universo que, para existir, necesitaba barrer de la faz de la Tierra el panteón de los antiguos. Así, el linaje olímpico desapareció cuando no quedó nadie que se acordara de adorarlos, cuando se extinguió la llama de los sacrificios oficiados en su honor. Porque lo cierto es que los dioses apenas se alimentaban de la devoción humana, y “los festines del Olimpo, con las mesas dispuestas con carne y pescado, con pan y fruta, con vino, néctar y ambrosía eran trucos inspirados por los dioses a los poetas y los pintores para hacer creer a los humanos que los dioses no los necesitaban; en realidad los dioses sólo comían humo, sólo bebían humo”. Estamos en el siglo VII de los cristianos, y la muerte de las divinidades paganas ha apagado, con el fuego, una forma de ver el mundo. Pero, incomprensible e involuntariamente, uno de ellos sobrevive… acaso sólo para contar su historia.

Hefesto (más tarde Vulcano), un ser arisco, asocial y deforme, era el dios del fuego y los metales, de la inteligencia manual (tekné), el hijo sin padre de Hera, esposa de Zeus, y el marido legítimo de la diosa del deseo y la belleza. Trabajador infatigable, señor del calor y el humo de las fraguas, y orfebre prodigioso, es ahora, también, el narrador en primera persona del transcurso de los siglos después de la derrota de su mundo, el testimonio indiferente de la historia de los humanos más allá de la caída de la Grecia y la Roma antiguas, obligado, para sobrevivir, a adaptarse como puede y a coexistir, entre desdeñoso y perplejo, retirado en su amada Sicilia, con la ambición, el afán, el espanto, la miseria y el sueño de la aventura mortal.

Y así pasan cientos de años como el tiempo de cien bostezos de un dios, y Hefesto deberá asumir la humillación de tratar con los humanos como el precio de los sacrificios que necesita para vivir, y aprende a relacionarse con ellos desde un desprecio distante, comprando su miedo, su adoración y su silencio. Pero muy de vez en cuando, en la imparable sucesión de generaciones, en el encadenamiento de los cambios, las revoluciones, los inventos, las guerras y las muertes que han escrito nuestra historia tal como la hemos leído hasta hoy, en alguna ocasión de vez en cuando sobreviene, también para Hefesto, la maravilla del encuentro, de sentir –curiosidad, incomprensión, deseo e incluso amor– y de equivocarse. Y son estas inflexiones de la voz y la mirada las pocas excepciones, contadas, que hacen que un dios no llore el olvido de su nombre, tan sólo por unos momentos, y acercan al lector a la suerte de un personaje complejo, redondo, y a los repliegues de su historia.

Con el estilo cautivador y amable propio de las grandes narraciones, y con las potentes ilustraciones de Perico Pastor, Les cròniques del déu coix es una novela que extiende tantas lecturas como entradas o acepciones guarda la palabra mito. Esto es, una “narración fabulosa puramente inventada” (por el placer, irresistible, de la ficción), una metáfora de la naturaleza humana (con todas sus máscaras), una mentira a contraluz de la razón (que se refleja y se opone a un sistema de creencias pretendidamente ciertas). O una forma de pensar y organizar las preguntas y los sistemas de la vida a partir de una lógica propia y muy cercana a la capacidad de significación –multiforme y seguramente infinita– de la articulación narrativa, a la potencia –creadora de mundos– de la palabra. Y acaso esto último sea la sola razón por la que Hefesto sobrevive: para resolver aprender, en el siglo XXI de los cristianos, después de todo, a leer y escribir.

En este mismo sentido caminan, hacia el final del artículo, estas palabras de Doris Lessing: “Supongamos que el agua inundara nuestras ciudades, que se elevara el nivel del mar. El narrador sobrevivirá, porque nuestra imaginación nos determina, nos sustenta, nos crea: para bien o para mal y para siempre” (On not winning the Nobel Prize).

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