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“Siendo ilegal, la droga sólo favorece a las mafias”

Ramón Palomar 'brujulea' por los bajos fondos en 'Sesenta kilos'./Carmen Secanella

Toni Polo

Camellos, proxenetas, matones, masocas, narcos, ex legionarios, putas… Los protagonistas de los bajos fondos toman las riendas de la novela Sesenta kilos (Grijalbo) que el periodista valenciano Ramón Palomar ha escrito como amasando toda la información que esos mismos personajes (¡los mismos!) le han ido contando con pelos y señales durante años.

“Tuve ocasión de conocer a fauna nocturna y me di cuenta de que en el fondo tenían unas enormes ganas de contar cómo era su vida y de contar sus movidas. Eso me pareció incluso entrañable. Me parecía criminal no usar todo el manantial que me habían ofrecido para escribir una novela”, cuenta el autor, que se estrena en el mundo de la literatura con un estilo ágil, cercano, inteligente y preciso. “Les encanta que alguien les escuche porque viven en un cuarto oscuro: no pueden contar en la cola del pan a lo que se dedican”. Una de las historias que le contaron es la del palo que dio un camello de poca monta quedándose con dos maletas cargadas con sesenta kilos de coca y que se ha convertido en la primera novela del autor, un auténtico devorador del género.

Con esos mimbres, la novela tenía que ser realista. Suena a exagerada, hasta hay algo de western, pero es que es así…: “Cuando ven que alguien escucha entonces se deciden a recordar. Y explican entre risas cómo un colombiano puso la cacharra encima de la mesa… o que ‘ese era muy guapo pero no recuperó nunca su guapura de la paliza que le dimos en un solar’. Y te dicen en qué solar, al lado de tal centro comercial, y tú sabes cuál es. Son cosas que nunca le llegan a la poli, porque el agredido nunca va a contarle a la pasma que le han dado una paliza por haber tangado droga”.

Y la pasma ni se entera…

O sea, que tenían razón los ‘Tijuana in blues’ en su canción Makinavaja cuando cantaban aquello de que “…y la pasma ni se entera”. Es lo que certifica la cita inicial del libro: “La policía sólo decomisa el ocho por ciento de la droga que circula por este país. El resto, ni la huele”. Son palabras de un alto funcionario de Interior, que estuvo mucho tiempo en estupefacientes. Y no es que sean unos chapuzas: “¡Qué va! Me contaba este policía que ellos son muy buenos, lo que pasa es que son pocos y no tienen los mismos medios que los narcos”, explica Palomar. “Claro, los malos siempre tienen mejores coches que la poli, mejores aparatos electrónicos y mejor de todo. La poli, inevitablemente, va un pasito por detrás. Para cualquier cosa tiene que hacer un papeleo…”

El escritor, por supuesto, tiene también la versión del otro lado: “Un gran narco, el que más coca movía en Valencia en los 90 [300 kilos al mes] me dijo: ‘Entiendo a la policía, hace su trabajo, pero yo hago el mío. Y el mío es ser más listo que la poli”. Aunque no siempre son más espabilados que las fuerzas del orden, el tópico de que “se sabe lo que hacen pero no hay pruebas para pillarlos” es bastante cierto, según las pesquisas de Palomar: “Normalmente los que acaban cayendo son los pringaos, los que por dinero acceden a hacer un trabajo. Los que están arriba de todo están muy blindados y cuesta mucho pillarlos. Caen muy pocas veces, quizá tras una gran operación policial, de las que duran años”.

Palomar es consciente de que este tipo de novelas, muy del estilo de las de su admirado Edward Bunker, no se llevan mucho. “Se ha escrito poco porque creo que lo que funciona es una investigación policial al uso, con un detective juez, fiscal, guardia civil… Pero a mí me interesaba un retrato del lumpen, sin juzgar, sin moralinas ni nada. No me hacía falta la investigación policial”. Su apuesta es ganadora.

Un bidón de ácido

En la novela se describe la guarida de un gitano traficante: una casa tiradísima pero con puertas blindadas y dos datos importantes: un bidón de ácido y la chimenea encendida, aunque sea verano. “Lo que tarda la poli en abrir esas puertas es tiempo de sobra para deshacerse de cualquier mercancía en el fuego o en el ácido. Los pueden pillar, pero nunca con las manos en la masa. Y demostrar según qué cosas es muy difícil”. De nuevo, la pillería de los narcos supera la destreza de la policía. “Antes tiraban la droga por el retrete, ahora ya no, porque la poli rastrea por las alcantarillas y los podría pillar. Mejor no dejar rastro”, dice el periodista.

Otro tópico habla de chivatazos, de complicidades entre narcos y policías, de oportunas advertencias, de vistas gordas, de sobrecitos… “De eso no puedo hablar”, confiesa Palomar. ¿Los narcos podrían beneficiarse de los recortes a los funcionarios? La pregunta queda en el aire.

Lecciones del lumpen

Ramón Palomar es sincero y directo ante la pregunta de qué ha aprendido de esa gente: “He aprendido que hay gente buena, mala y regular en todos los ámbitos. He aprendido a no tener prejuicios, he aprendido a no juzgar, he aprendido a entender. Porque muchos de ellos vienen de familias desestructuradas. No han tenido una figura paternal que les pudiera descubrir un talento escondido. Muchos habrían podido triunfar en otros campos, en una empresa normal o montando un negocio. Entonces bastante es que algunos de ellos sí han montado una familia diferente y sí quieren que su descendencia no se dedique a lo mismo. Y lo están haciendo. Eso a mi me parece tierno y hasta respetable”.

“No pretendo lanzar mensajes ni cambiar la sociedad con este libro”, advierte. Pero admite que hay una crítica social en su novela: “Uno es culpable, de acuerdo, pero ¿quién lo ha conducido a ello? En muchas ocasiones, un sistema putrefacto. Porque es gente con arrojo, gente con audacia… Pero ¿cuántos de nosotros llevaríamos a Madrid, a Pontevedra, a Barcelona… 20 kilos de coca si supiéramos que nos vamos a sacar 40.000 euros y que no nos van a pillar? Otra reflexión: ¿quiénes son los verdaderos malos, los que ocupan los despachos del poder y llevan corbata y gemelos y camisas a medida o los que están en la calle y se buscan la vida porque no han tenido más remedio?”

Fascinación por el prójimo

A Ramón Palomar le sorprende el ser humano. “A algunos nos fascina el prójimo. A los que somos pura clase media más o menos frustrada y nos preguntamos por qué hay gente que se juega la vida, la libertad, un montón de cosas. Entre ser un ratero vulgar y robar un bolso y jugar con kilos de coca hay una gran diferencia. Viven en un mundo de violencia. Me parece fascinante”. Y están aquí al lado. O entre nosotros. En la cola del pan, tal vez mordiéndose la lengua por no poder explicar, como su vecino, sus andanzas en su trabajo.

“Decía Josep Pla que hay dos tipos de literatura, la de la imaginación y la de la observación. A mí me gusta la de la observación, sería incapaz de imaginar una novela de ciencia ficción o el maravilloso mundo de Tolkien, que me parece la bomba. Yo soy periodista y por mi formación, quizá, me gusta ver lo que está pasando ahora, ser observador”. Y para ello, empieza por los personajes que (re)crea en su obra. El Tiburón, Frigorías, el Marqués, el Nene, Charli… son los apodos de algunos de los tipos que “brujulean” por la novela. Ramón los ha conocido. Y los ha traspasado al papel. Con alguna licencia, pero pocas. “Si leyeran el libro se reconocerían”, afirma el autor. “Pero no creo que lo lean, les cuesta leer, no tienen el hábito. Los buenos son muy inteligentes pero tienen una inteligencia que no se ha refinado, no se ha culturizado, no se ha alfabetizado. Es gente muy brillante, muy rápida, muy psicóloga. Te calan enseguida. Pero no les pidas que se lean una novela de 350 páginas. No pueden. Verían la peli”.

Palomar asegura no tener nada que temer. “En cierto sentido ellos se sienten reivindicados, con una novela así. Creo que los personajes están tratados con cariño, el lector se encariña con ellos. Han salido de la catacumba y les parecería cojonudo que haya contado sus vidas ‘Ya teníamos ganas’, dirían. No sólo vamos a hablar de los políticos de los actores de los artistas. Ellos también tienen esa pulsión humana de que se sepa cómo viven. Y, sobre todo, ya lo he dicho, no les juzgo, me limito a hacer un retrato de parte del lumpen que pulula a nuestro alrededor”.

¿Legalización de las drogas?

Los bajos fondos de Valencia, de Madrid, de Oporto, de Tarifa o de Tánger, escenarios de Sesenta kilos, bien descritos y muy pateados por Palomar, podrían ser los de cualquier ciudad. Roberto Saviano retrata los trapicheos de la droga en Nápoles y de jóvenes que no encuentran trabajo pero que se sacan 500 euros a la semana por traficar. “Son comparables”, sentencia el escritor. “Creo que en ciudades como Valencia Barcelona o Madrid hay muchos que empiezan siendo el camello de la pandilla. Pilla los éxtasis o la coca a mil y la vende a 5.000 a otros que, a lo mejor la venden a 6.000. Y todo entre amiguetes o amigos de amigos… Es un negocio muy goloso, todo en negro”.

La legalización de las drogas blandas es una cuestión que planea sobre el lector. “¿Legalizar la droga? No me atrevo a decirlo, es una cosa muy delicada. Lo que está claro es que siendo ilegal sólo favoreces a las mafias”, dice Palomar. “Tengo clarísimo que el ser humano desde que está aquí se droga. Las tribus del Amazonas se toman sus hierbas, en México el peyote, los chamanes plantas alucinógenas. Y el alcohol o el bingo o los culebrones también son drogas, ¿por qué no? El ser humano necesita válvulas de escape”.

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