La posición más intransigente y más próxima a la que expresa el actual poder político español es de carácter doctrinario. Es la que pone el acento en lo jurídico o en lo ideológico-histórico, aunque ambos en gran parte se solapan. Es la España que embiste.
Esta posición no solo la ha expresado gran parte de la 'clase política' españolista. También la mayoría de los intelectuales-opinadores en tertulias y artículos. Es una posición que no conduce a nada positivo. Se invoca al Estado de Derecho, a la Constitución y a la legislación vigente. Y se exalta la historia de España, Viriato y Don Pelayo, los Reyes Católicos, el “descubrimiento” de América, la guerra de la Independencia y la lengua castellana (en detrimento de las otras lenguas que se hablan en España) hasta la Transición.
Se obvia pero no se denuncia la parte negra, tan extensa, de la historia de España. La que siempre termina mal. Lo cual provoca algunas respuestas equivalentes de sentido contrario que tampoco facilitan el diálogo. La Constitución, elaborada en un contexto en el que pesaban muy fuerte las fuerzas del antiguo régimen, fue un producto ambiguo que abría un proceso democratizador pero no lo cerraba.
En el caso del actual contencioso sobre la consulta, el Gobierno puede delegar sus competencias respecto a una institución autonómica, y la historia de Cataluña debería ser considerada tan legitimadora como la española para ejercer su derecho a la autodeterminación como propio de un marco democrático. No se puede resolver un problema político que pone en cuestión la organización de un Estado mediante argumentos jurídicos formalistas y referencias históricas discutibles.
Hay una posición más comprensiva, o por lo menos lo parece: la que lamenta la desafección catalana, que asume que si se ha llegado a la situación actual es porque se han cometido errores e incomprensiones por ambas partes y hay que establecer puentes de diálogo. Pero con frecuencia este discurso suena paternalista: se parte de una visión de España como una nación eterna y de Cataluña como una falsa víctima.
En bastantes casos me recuerda a la España que bosteza, un poco vaga y cobarde. Proponen diálogo pero no se pronuncian sobre el derecho de consulta a los ciudadanos. Dicen que hay que escuchar a los catalanes pero dan por supuesto que las soluciones se toman en la capital del Estado. Denuncian el esencialismo presente en el catalanismo pero no se refieren al que se expresa cada día desde el 'españolismo'. Parten del principio de que no se discute que España es una y basta, aunque podría ser un poco más federal.
Por cierto, que los federalistas españoles y catalanes han sido superados por la señora Aguirre, que reconoce que Cataluña y Euskadi requieren un estatus especial que va más allá del federalismo tibio y más que dudoso del señor Rubalcaba. Esta posición se expresaba en gran parte en el manifiesto de intelectuales españoles de finales del año pasado que declaraba su amor a los catalanes, pero los reñía cordialmente por su empecinamiento en la consulta y en la posible independencia y les advertía que, si persistían en su error, solamente podría traerles males mayores. Con matices diversos, esta posición está muy extendida entre sectores democráticos de la intelectualidad, de la cultura y de la política españolas.
La tercera posición, más realista y más abierta, es la que reconoce la especificidad de Cataluña, el derecho a que los ciudadanos catalanes puedan ser consultados y que, si una gran mayoría se muestra favorable a la independencia, el Estado español deberá asumir un proceso pactado que garantice el mantenimiento de lazos entre unos y otros, en beneficio de todos. Probablemente es una posición minoritaria, pero no tanto como lo parece.
En la práctica hay una parte importante, quizás un tercio de la población española –según algunas encuestas–, que considera que, si los catalanes insisten en ser independientes, pues “que se vayan”. Unos por cansancio o irritación ante esta voluntad secesionista y otros por considerar que es un derecho. En todo caso esta posición permite abrir una negociación que no necesariamente conduzca a la ruptura sino a la interdependencia, es decir, a una nueva relación Cataluña-España. Pero los que expresan estas posiciones ni ocupan posiciones de poder ni de gran influencia.
Y en muchos casos no han asumido el carácter plurinacional de la España actual, lo que les lleva a proponer unos argumentos algo dudosos como, por ejemplo: “España, la izquierda, el progreso del país... os necesita, no podéis abandonarnos…”. O bien: “la separación de España perjudicaría gravemente a Cataluña y especialmente a los trabajadores, a los sectores más vulnerables…”. O: “la derecha catalana os manipula, os utiliza como carne de cañón y luego os traicionará, y, si el actual proceso liderado por el nacionalismo catalán consigue la independencia, tendréis décadas de gobiernos conservadores como ha ocurrido en otros pequños estados com Irlanda o los bálticos”.
Son frases literales de amigos míos de Madrid, bien intencionadas, discutibles y muy poco convincentes para los catalanes. ¿Por qué?