Nunca conocí a Alfons Quintà. Es de los pocos periodistas de su generación en Catalunya con quien jamás intercambié una palabra. Sólo sabía de él por referencias. Me formé la idea de un personaje oscuro, excéntrico y confuso como los artículos que firmaba en los últimos tiempos. Hasta que Albert Sáez escribió ‘El asesino de Victòria’. Cuenta el periodista Albert Sáez que, con el asesinato de su exmujer, la doctora Bertran, y su posterior suicidio, Quintà culminó una vida de miserable.
Albert Sáez recuerda en su artículo “a muchas otras víctimas de Quintà, mayoritariamente mujeres, que en las sucesivas empresas que dirigió sufrieron su acoso, su menosprecio y su misoginia. Su machismo, por decirlo en una palabra clara y directa”. Alfons Quintà, explica Sáez, “se paseaba por la redacción como si fuera su cortijo antes de lanzarse sobre la presa a la que, bajo la coacción de sus galones, intentaba llevarse a comer en su barco atracado en el puerto del Garraf. Quintà era ese tipo de directivo capaz de ridiculizar a quien no cumpliera sus designios, vejándolo, en público. Así era Quintà y así ejerció de director en El País en Catalunya, en TV3, en El Observador o en El Mundo, entre otros medios y empresas”.
El periodista Àngel Casas coincidió con él en TV3. En un artículo publicado en el blog de periodismo Paios, lo define como un personaje “complicado, extravagante, colérico, egocéntrico, misógino. Servil con los de arriba, hasta extremos desconcertantes y contradictorios; y déspota con los subordinados hasta límites de crueldad inimaginable”.
La primera pregunta es ¿cómo un personaje tan despreciable como Quintà fue director de medios de comunicación? ¿Por qué lo nombraron? ¿Por qué tantas redacciones soportaron su maltrato? Las respuestas son complicadas y seguro que quienes coincidieron con Quintà y lo sufrieron tienen las suyas. Pero, más allá de la posible maldad del personaje, creo que el ‘caso Quintà’ refleja una patología mucho más amplia que el terrible comportamiento de un depredador y el sufrimiento de sus víctimas. Forma parte del espejo de una época.
Desde las páginas de El País, Quintà representaba uno de los mayores azotes del Pujolismo en plena crisis de Banca Catalana. Y Jordi Pujol y su secretario todopoderoso, Lluís Prenafeta, lo compraron porque Quintà siempre tuvo un precio. Le encargaron, nada más ni nada menos, que la fundación y puesta en marcha de TV3, en 1983. Siete años después, Pujol y Prenafeta emprendieron otra misión: crear un periódico para amedrentar a La Vanguardia, que en aquella época se resistía a sus consignas. Era un objetivo que precisaba pocos escrúpulos y, de nuevo, recurrieron a Quintà. Las malas artes no fueron suficientes y la aventura acabó con el precoz cierre del periódico.
Alfons Quintà fue un instrumento del poder. Del poder hegemónico de aquella época en Catalunya. Y por eso se sentía fuerte e impune. Por eso en las redacciones se impuso el miedo. Pujol y Prenafeta sabían que tenían un director complaciente con ellos, el poder, y despiadado con quienes estaban a sus órdenes. Y por desgracia, esta tentación ha tenido, y aún tiene, réplicas en los medios. Conserva tanta vigencia como el temor a perder el trabajo, que lleva a construir muros de silencio alrededor de las víctimas de acoso machista, de mobbing o de despidos arbitrarios, que ocultan la represión de las voces críticas. Abuso de poder, miedo y silencio que convierten algunas redacciones en pequeñas dictaduras. ¿Ocurre sólo en los medios de comunicación?
Ahora hemos conocido esta realidad a causa de un crimen. Albert Sáez y Ángel Casas lo han contado. Pero el despotismo de personajes como Alfons Quintà se repite en sociedades privadas y públicas de todos los sectores y dimensiones. ¿Conocemos casos donde el poder se ejerce sin ningún principio ético sobre trabajadoras y trabajadores cada vez más precarizados y vulnerables? ¿Y callamos? Esta es la gran pregunta.