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¿Quién teme a las prostitutas?

Josué González Pérez

Para bien o para mal, no parece sencillo evitar que los llamados “ayuntamientos del cambio” sean situados en el punto de mira día sí y día también. Esta vez, es el ayuntamiento de Barcelona por la valiente decisión de su equipo de gobierno sobre la prostitución callejera. A diferencia del anterior gobierno de CiU, Barcelona en Comú rompe con la estigmatización al reconocer a las trabajadoras sexuales como sujetos políticos con autonomía para decidir responsablemente sobre sus vidas. Así pues, la demanda de los colectivos de prostitutas contra un trato de “segunda” por parte de los poderes públicos comienza a verse satisfecha. Es lógico pensar que no existen razones reales para negar esa correspondencia, pero en determinados sectores sociales subsisten posiciones que encierran a estas mujeres en categorías abstractas que, al final, terminan caricaturizándolas hasta el punto de la deshumanización. Buena parte de esta oposición responde a enfoques feministas conocidos habitualmente como “abolicionistas”. De ahí que algunas juzguemos imperiosa la crítica al núcleo de su discurso, si bien contando con alternativas al mismo.

En estas últimas semanas, la prensa ha disparado las alarmas: Ada Colau quiere regular la prostitución. Y como siempre, el relato mediático dista bastante de las intenciones reales del equipo de Ada Colau, máxime cuando las competencias para esa labor son inexistentes. Por el momento, el ayuntamiento es contrario a la normativa actual que cobija la criminalización de las trabajadoras sexuales, por lo que apuesta por la articulación de un marco de protección para un ejercicio del trabajo sexual en mejores condiciones –de higiene, por ejemplo- al mismo tiempo que procura alternativas socio-laborales dignas para aquellas mujeres que deseen abandonar esta actividad. De alguna manera, con esto se responde a las reclamas de los colectivos de prostitutas que, por otra parte, se han resistido al silencio ante las primeras movilizaciones de sectores abolicionistas próximos a CiU y al PSC, recordándoles su responsabilidad en el empobrecimiento y la precarización de sus vidas. En esta línea, la concejala de Feminismos, LGTBI y Ciclo de la Vida, Laura Pérez, ha lanzado un artículo muy valiente donde traza una sensata línea roja a la vez que marca un hito histórico: “las putas también son mujeres, también se organizan, también tiene voz”. Touché. Con esa declaración, manifiesta un giro radical respecto al tratamiento del gobierno de Xavier Trías y de las instituciones y partidos en general, siempre asumiendo que ellas carecen de facultades para decidir sobre sus vidas. Bien distinto es el discurso político que acompaña la campaña con la que algunas alcaldesas de la zona metropolitana de Barcelona, Cristina Simó –del PCE y Movimiento Democrático de Mujeres- y algunos colectivos feministas cercanos al PSOE pretenden afrentar al ayuntamiento de Barcelona –curiosas compañeras de viaje, sí, toda una amalgama–. 

Con seguridad, es posible afirmar que no hay nada nuevo bajo el sol en la argumentación que dirigen hacia el consistorio, si bien sorprende que se agarren descaradamente en todo su discurso a la “posible regulación”, pues ¿de verdad ignoran que eso es imposible desde una administración local? Grosso modo, su posición política digamos que cuenta con tres aspectos cardinales frecuentes en el abolicionismo, a saber: a) la negación de un estatus de sujeto para las prostitutas, generando una evidente discordancia respecto al criterio normativo que mantienen para el resto de mujeres; b) la articulación de un relato sobre la migración femenina donde se anula la agencia de las implicadas, creando “víctimas sin proyecto migratorio”;  y c)  una concepción de la sexualidad femenina y masculina en términos de antagonismo. Por supuesto que se trata de una evidente resurrección del feminismo cultural, liderado por Andrea Dworkin y Catherine Mackinnon en sus orígenes, que ha entendido la sexualidad como un espacio marcado irremediablemente por el peligro y como un mecanismo categórico para ratificar la subordinación a los hombres. Luego, es verídico que este paradigma ha tenido un impacto en el feminismo español diferente al caso norteamericano, aunque parece que en ambos casos ha contado con posiciones de privilegio en la medida en que circula cómodamente tanto por los medios de comunicación como por diferentes instancias gubernamentales, presentándose, con mayor o menor éxito, como la postura oficial del feminismo.

Por otra parte, algunas pensamos que este sector acostumbra a manifestarse siempre que percibe cierto peligro para su hegemonía. Y eso sucede cuando las putas logran cierta legitimidad y sus voces dejan de ser definidas como “mero ruido”- parafraseando a Ranciére-. Esta vez no ha sido muy diferente pues en las declaraciones enviadas a prensa no existe ni una censura de las políticas impulsadas por el anterior gobierno de CiU y mucho menos alusión alguna a las quejas de las mujeres. En cambio, es celebrable que la concejala Laura Pérez no dude en expresar su condena, subrayando a la vez que su extinción como normativa municipal constituye el núcleo duro de las intenciones del gobierno local. Luego, cabe preguntarse qué ha acaecido en este tiempo para que este sector no haya emprendido una campaña, similar a la actual y con la misma saña, contra la violencia de la ordenanza municipal vigente desde 2006. ¿Acaso los frecuentes atropellos que han sufrido las mujeres por parte de los cuerpos y fuerzas de seguridad no constituyen agresiones con una motivación claramente patriarcal? Afortunadamente, y sobre todo en Barcelona, las trabajadoras sexuales se han organizado de diferentes formas no solo para oponerse a estas prácticas sino además para impedir su invisibilidad como violencia contando, dicho sea de paso, con el apoyo de una parte nada despreciable del feminismo catalán.

La campaña abolicionista que intenta subvertir la intención del gobierno municipal recuerda a lo que Jeffrey Weeks, histórico activista e intelectual gay, acuñó como “pánico moral”. Con este término, nombra una operación política que, sirviéndose de las posibilidades materiales que ofrecen los mass media, construye una amenaza –sexual casi siempre- para la paz social con una presentación estigmatizante de los actores implicados, los cuales terminan sufriendo la intervención de las prácticas punitivas necesarias para generar un imaginario social que trasmita calma a costa, eso sí, de fabricar o incrementar víctimas particulares. Si analizamos ahora el discurso dominante sobre prostitución femenina es posible encontrar a la sexualidad y a las migraciones -dos realidades saturadas per se de elementos farisaicos y fantásticos- articulándose en un relato de época que despierta todas las alarmas. De su exitosa  construcción depende la aceptación social de las políticas que, pese a ser presentadas como iniciativas contra el “tráfico y la trata”, criminalizan todo el entorno de la prostitución y los flujos migratorios no ordenados por los estados. ¡Y qué útil resulta simplificar todo con una gramática emocional, con términos como “mafias” o “trata de blancas”, para despolitizar las causas estructurales de la feminización de las migraciones!

Estos discursos impugnan las posiciones que muchas mujeres han ocupado históricamente en las cadenas migratorias a fin de asentar una relación metonímica entre trata, tráfico y prostitución. Es más grave aún si cabe cuando en ciertos discursos feministas no media juicio crítico alguno con ese tratamiento mainstreaming de la trata que, más que perseguir el delito y proteger a las mujeres supervivientes, emprende una cruzada contra la inmigración irregular localizada en diferentes niveles de la industria del sexo, cargando contra aquellas mujeres con mayor autonomía migratoria bajo la rúbrica del delito de trata. La consecuencia más evidente es la implantación de un clima de miedo y desconfianza que hace que muchas personas migrantes, muchas mujeres, no denuncien situaciones de abuso por el temor a ser deportadas a sus países de origen. De aquí resulta imperiosa la necesidad del diseño de otras políticas que garanticen ante todo los derechos de las mujeres envueltas en situaciones de trata y violencias varias, lo que supone una ruptura con el paradigma que impregna la campaña abolicionista con un marcado carácter punitivo y securitario propio del neoliberalismo actual y su correspondiente “racionalidad migratoria”. La adopción de una óptica distinta abriría la puerta a la reflexión en torno a preguntas tales como: ¿por qué no hemos apostado en ningún momento por entrenar a las propias mujeres para la identificación de víctimas de trata? ¿Y podríamos imaginar alguna campaña que interpele a los clientes para que estos denuncien si detectan que existe un delito?

En efecto, hemos tocado la cuestión de la trata porque aparenta ser un punto de consenso entre las diferentes posiciones feministas, aunque no ha sido necesaria una suspensión del juicio ante una metodología claramente errónea. Luego, lo cierto es que este “marco interpretativo” nunca hubiera sido posible sin las experiencias, los “conocimiento situados”, de las trabajadoras sexuales. Es más, este debate no florecería sin la influencia de la lucha política de tantas mujeres que han enfrentado el estigma y alzado su voz en el espacio público, lugar en el que es posible, a juicio del pensamiento de Hannah Arendt, cobrar existencia política bajo la mirada de todos/as. Podría decirse, como se hace desde algunos sectores, que el reconocimiento de derechos para las prostitutas responde a intereses empresariales, poco loables en suma, pero lo cierto es que resulta poco ético negar su construcción como sujeto político que, a fin de cuentas, es lo que motiva la discusión en el plano institucional.

Después de todo, los “ayuntamientos del cambio” mantienen la ilusión con su particular “expansión del campo de lo posible”. A estas alturas de la película, de sobra  conocemos que la gestión institucional no es “coser y cantar”, pues la subversión del statu quo para garantizar una vida más digna colectiva está lejos de ser un proceso libre de conflictos, inherentes a todo cambio social. De lo que se deduce que aquellas campañas que utilizan la prostitución como munición en una sucia declaración de guerra contra el consistorio catalán no constituyen una rara avis. Es imprescindible el apremio de una sociedad civil organizada y politizada y de ahí la insistencia en el caso de las prostitutas. Pero no está de más apelar a la responsabilidad colectiva en un momento donde las necesidades y demandas de las mujeres van ocupando la “centralidad” de la política municipalista, máxime si lo contrario puede hacer peligrar un horizonte democrático e igualitario. De igual modo, responsabilidad y templanza en la acción institucional para sortear cualquier obstáculo que pueda impedir algo tan básico en democracia como es el reconocimiento de derechos para todas las mujeres, incluso para aquellas que excitan tantas alarmas en ciertos sectores.

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