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Salvador Illa, un negociador en el reino de los virólogos

El ministro Salvador Illa, en una de las habituales comparecencias del Gobierno durante la crisis sanitaria

Arturo Puente

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Cuando el nombre de Salvador Illa apareció en los medios como nuevo titular de Sanidad, tras semanas de rumores y quinielas sobre quién sería el ministro del PSC, todo el mundo tuvo la sensación de haberlo tenido en la punta de la lengua. Illa era un fiel número dos de Miquel Iceta, había ganado peso y reconocimiento en las conversaciones con ERC para la investidura y la de Sanidad era una cartera que encajaba como anillo al dedo a un hombre muy acostumbrado a la negociación y a la brega entre bastidores.

El coronavirus no concedió al ministro novel los primeros 100 días de tregua. Apenas dos meses después de haber recibido su premio al largo servicio al partido, tuvo que participar de la decisión de imponer un confinamiento al conjunto de la población española, una medida que ningún gobierno español se había tenido que plantear en casi un siglo. Illa, un político que siempre ha estado en las salas de máquinas, pasó a ser la cara –política– visible de la gestión de la pandemia.

La declaración del estado de alarma acabó colocando a Illa en una posición absolutamente inesperada dos meses antes, como 'superministro' al mando de todo lo que no cayera en la competencia de Interior, Defensa o Transportes. En un momento en que los médicos, y más concretamente los virólogos, parecen haberse convertido en los únicos capaces de dibujar la ruta de salida a la peor crisis sanitaria de nuestra historia, el perfil del ministro de Sanidad es eminentemente político.

A partir de entonces el huracán en forma de focos, titulares y mascarillas se ha movido allá adonde Illa ha ido. Y eso que, consciente del potencial achicharrante de la gestión de una pandemia, el ministro ha tratado de medir sus intervenciones y contrapesar su presencia con la de otros ministros y, sobre todo, con la de los técnicos. Desde el inicio de la crisis el Gobierno optó por dejar paso a Fernando Simón, que ha ejercido el papel de portavoz del Ministerio derrochando una competencia en medicina que a Illa, licenciado en Filosofía y con formación empresarial, se le escapa.

A sus 53 años, el ministro de Sanidad lleva 33 en política, diez de ellos como alcalde de la Roca del Vallès, un pueblo grande (10.650 habitantes) cuyo principal activo económico es el comercio textil. Siendo alcalde fue fichado por el Govern de José Montilla para la Dirección General de Infraestructuras en el segundo tripartito y, tras un breve paso por la empresa privada, volvió a la política para ocupar un destacado puesto en la fontanería del grupo municipal del PSC en el Ayuntamiento de Barcelona.

Fue en aquel puesto de la retaguardia donde Iceta se fijó en él. El hijo de Josep Illa y María Roca encarnaba varios de los valores con los que Iceta quería acometer la reconstrucción del PSC. Illa tenía mucha experiencia sin ser un dinosaurio, era buen negociador, con cierta fama de puño de acero, lealtad más que probada al partido, buen conocedor de la sociedad catalana y desacomplejadamente no soberanista. Iceta lo acabaría colocando al frente de la poderosa secretaría de Organización del PSC, donde lo acompañaría durante la última etapa de la travesía por el desierto de los socialistas catalanes hasta la actual fase de alternativa al Govern.

Pero su bagaje político va mucho más allá del currículum y ha quedado impreso en su carácter. El socialista ha sorprendido en las ruedas de prensa por su talante siempre sereno y sus nervios de acero. Illa se equivoca, como cuando dio paso al ministro de Transportes para contestar una pregunta sobre el cierre de fronteras, competencia de Interior, pero nunca pierde los papeles.

Esos mismos reflejos de negociador mostró cuando evitó el cuerpo a cuerpo con el president de la Generalitat, después de que este se lanzara en la BBC a cuestionar el confinamiento impuesto por el Gobierno. La ministra de Defensa, Margarita Robles, saltó con dureza contra Torra, pero Illa prefirió contemporizar, sabedor de que una de las principales funciones de un ministro de Sanidad es mantener la mejor relación posible con las comunidades autónomas. El propio Iceta ha destacado el buen entendimiento que el titular de Sanidad mantiene con la consellera catalana, la republicana Alba Vergés.

Y eso que la polémica entre las autonomías y el Ministerio ha sido una constante desde el inicio de la crisis. La decisión del Gobierno de centralizar la compra del material sanitario y su reparto ha abierto querellas con prácticamente todos los gobiernos autonómicos que no están en manos socialistas, e incluso con algunos de los propios. Pero, de nuevo, las dotes políticas de Illa, pese a que no le permitan contestar a preguntas técnicas sobre los medicamentos más adecuados contra un virus del tipo ARN, sí le han servido para lidiar con las críticas de los responsables territoriales.

La gestión de una crisis sanitaria que impone una declaración de alarma siempre es un material explosivo para cualquier político. Pese a eso, los gobiernos de algunos de los países más afectados por el coronavirus, como el italiano, han acabado ganando un crédito popular que no tenían al inicio de la pandemia. No es el caso del Ejecutivo de Pedro Sánchez que, por el momento, no da muestras de salir reforzado del estado de alarma según sondeos recientes como el de Metroscopia. Pero si alguna característica tienen las crisis, y esta en concreto, es la imprevisibilidad. Nadie sabe cómo saldrán los españoles de sus casas ni cómo lo hará el Gobierno del estado de alarma. Tampoco si al ministro de Sanidad le bastarán sus dotes políticas para sobreponerse al reinado de los técnicos.

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