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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz

La historia de Raschimura: de los tablaos a gurú embaucador

Fragmento de la portada de 'El Periódico' ( 24 abril de 1983)

Neus Tomàs

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¿Pedro Vivancos lideraba una secta o solo era el padre de una familia atípica? Francesc Bellart, autor de ‘Raschimura’ (Ediciones B) plantea la pregunta y opta por no responderla, aunque tras leer la historia de este bailarín de flamenco que acabó teniendo 40 hijos es fácil concluir que fue un tipo que hizo de la ficción una manera de vivir tan atípica como rentable.

Vivancos era un joven que aspiraba a convertirse en un gran bailarín y casi lo consiguió. Eran los años 60 y este barcelonés, entonces un veinteañero alto, muy guapo, con los ojos de un castaño verdoso y un hoyuelo en la barbilla, logró actuar por toda Europa. Lo que más le gustaba era el flamenco a la guitarra. Como pareja -y no solo en el escenario- de una bailarina consagrada, Pastora Martos, actuó en distintos países. Vivancos llegó a ganarse el nombre de Séneca entre los compañeros del circo con el que viajaban porque, además de ser un artista formidable, era un tipo con inquietudes científicas y culturales. Con el tiempo se comprobaría que tal vez fueron demasiadas inquietudes y lo que es seguro es que fueron equivocadas. 

Regresaron a Barcelona y empezó a dar clases. Vivancos no se comportaba como un típico profesor. Actuaba como consejero de unos alumnos con muy pocas perspectivas vitales. Cuando se separó de Pastora, muchos de esos chavales se fueron a vivir con él. Se convirtieron en sus primeros discípulos. 

Ella obtuvo la custodia de los tres hijos y eso a él le cambió la vida. Emprendió un viaje del que se sabe muy poco, pero que fue decisivo para Vivancos y para mucha otra gente. No se sabe si estuvo en China, Japón o Corea (o en los tres), aprendió a meditar y abrazó la medicina china. Cuando regresó a Barcelona ya era otra persona. Se había rapado la cabeza, vestía un keikogi negro (el atuendo para practicar artes marciales) y pasó de llamarse Pedro a convertirse en Raschimura. 

Las artes marciales comenzaban a estar de moda en España y él convirtió un gimnasio de Sant Cugat en la Escuela de Cuatro Artes. A sus alumnos les exigía una vida monacal. La alimentación era vegetariana y gran parte del día la dedicaban a meditar y entrenar. Vivían allí. Durmiendo en el suelo y duchándose con agua fría. Raschimura se presentaba como un servidor de Dios y les hablaba de amor. 

Es entonces cuando empieza a construir lo que sus partidarios consideran una familia atípica y otros definen como la primera secta de España. Acabó teniendo siete mujeres (él las llamaba madres), entre las cuales había dos hermanas y una madre y una hija. Bellart relata en el libro las liturgias que se llevaban a cabo durante los coitos, siempre en una sala de rituales. En total, más de 40 hijos. No todos con el apellido Vivancos. Incluso inscribieron en el Registro Civil a una hija inexistente. “A ellos la legalidad les daba bastante igual y tampoco les preocupaba que les pudiesen calificar de estafadores”, afirma el autor del libro, que insiste en que su propósito no es el de hacer juicios de valor, sino limitarse a explicar la historia. Seis de esos hijos, todos con nombres bíblicos, acabarían creando un grupo de baile cuyos espectáculos hoy dan la vuelta a medio mundo: Los Vivancos.  

Su padre fue tejiendo una red de empresas y sociedades basadas en promover dietas milagrosas, curaciones que en realidad no lo eran o comida que se anunciaba como macrobiótica y que más tarde se descubrió que eran verduras y frutas que recogían en el vertedero de Mercabarna. Como bien relata el autor, a modo de resumen, “nada era lo que parecía”.  

¿Fue un santo, un genio, una persona que estaba por encima del resto, un narcisista, un farsante o un manipulador? Ballart, tras haber radiografiado a Vivancos, prefiere no dar una respuesta tajante. “Me cuesta definirlo. Hablas con unos y te dicen que era una persona muy respetuosa y dispuesta siempre a ayudar. Hablas con otros y te responden que era un caradura, un narcisista que solo pensaba en él”.

Pero siempre hay alguien que abre los ojos. En este caso fueron una pareja, José y Rosa. Convivían en una masía con 24 adultos y una veintena de niños, casi todos hijos de Vivancos. Tenían una hija pero no se les permitía actuar como sus padres. Los hijos eran hijos de todos. La niña se puso enferma y tuvieron que escaparse para poder llevarla al hospital. Antes de salir, el padre cogió los papeles que después permitieron sacar a la luz qué estaba pasando ahí dentro. Los entregó a la Guardia Civil, al juzgado de guardia y una parte se la dio a 'El Periódico de Catalunya'. El titular del reportaje que el domingo 24 de abril de 1983 firmó Joaquim Roglan en este diario era una bomba: ‘Raschimura, una peligrosa secta que opera en Catalunya’.

Había fotos de la casa, de los niños, de los falsos médicos…y la vida de Vivancos volvió a cambiar. El titular del día siguiente no fue menos espectacular: ‘Atribuyen dos misteriosas muertes a la secta de Reus’. Al final se acabaron investigando ocho muertes aunque no se pudo probar que tuviesen relación directa con las dietas presuntamente curativas que se aplicaban en estos centros.

Vivancos acabó huyendo mientras los exámenes forenses concluyeron que los seguidores del grupo que había creado presentaban un cuadro psiquiátrico en el que aparecía lo que los médicos denominaron como “síndrome de persuasión colectiva”. Si esta manera de funcionar hay que calificarla de secta o no es más complejo de lo que pueda parecer porque no existe una tipificación como tal, aunque si se aplican los patrones de captación, perjuicio económico a sus miembros e incluso violencia física, la familia y seguidores de este grupo podrían encajar en lo que los medios de la época definieron como una secta.

Junto a las siete madres y 18 de los hijos, Vivancos se instaló en Canadá y también allí acabó saliendo en la prensa por conformar una comunidad que, como mínimo, era particular y a la que algunos definían como “una familia criminal organizada en forma de pirámide”. En 1995 abandonaron el país. Él ya estaba enfermo y se instalaron en Ámsterdam. Falleció de cáncer en abril de 1996, a los 57 años, aunque nunca reconoció que padecía esta enfermedad. Incluso en eso mintió, puesto que se rumoreó que en un viaje a México unas larvas le habían implantado huevos bajo la piel y estas le habían devorado el cerebro.

Cuando Bellart preguntó por la muerte de Vivancos para documentarse se encontró con versiones distintas. Un personaje con tantas vidas probablemente no podía tener una muerte como el resto. O eso debió pensar él.

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