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Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

¿Quién teme al transgénico feroz?

Transgénico feroz

Luis Santamaría / Fernando Valladares

Algunos transgénicos o GMOs (acrónimo inglés de “organismos modificados genéticamente”), como los de soja y maíz, se cultivan extensivamente desde hace ya bastantes años. Y, sin embargo, tanto su cultivo como su uso alimentario siguen generando polémica.

Al principio, la industria y algunos medios achacaron la preocupación social que rodea a estos cultivos a la neofobia que despierta entre el público cualquier tecnología innovadora. Pero no ha quedado en eso. Lo cierto es que, cuando una industria tiene que hacer lobby para evitar que su producto aparezca en las etiquetas en lugar de defender su presencia como fuente de valor añadido (como ha ocurrido durante la iniciativa 522 en EE.UU.), es innegable que existe algún problema de fondo. La pregunta, claro está, es si el problema está en la realidad o en el ojo de quien la observa.

El argumento con el que mucha gente racionaliza su aversión a los transgénicos es el siguiente: la manipulación de la base genética del organismo modificado, sobre todo cuando involucra la inserción de genes de organismos muy distintos (como las bacterias), podría producir desequilibrios metabólicos, químicos o genéticos que acaben afectando a su calidad como alimento – e incluso a la salud de quienes lo ingieran.

Los defensores de los transgénicos argumentan que un efecto así parece poco plausible, y no ha sido sustentado por ninguna evidencia empírica hasta la fecha (ver aquí, o aquí). Esto es cierto, probablemente, para los transgénicos autorizados – aunque otros que no han llegado a la cadena alimentaria (como las patatas modificadas para contener el gen de la lectina GNA) han sido el centro de controversias sobre sus efectos potenciales sobre la salud humana o animal.

Otros casos famosos, como la retirada del maíz Starlink (modificado para incluir la proteína Cry9C, con efecto insecticida pero potencialmente alergénica, y encontrado en productos de uso humano a pesar de estar autorizado solo para ganado), demostraron deficiencias en el control de la distribución de este tipo de productos, pero su relación con casos de alergias denunciados por varios consumidores no llegó a ser confirmada por las autoridades.

Aunque estos casos han sido polémicos, es preciso reconocer que los controles previos han permitido, hasta ahora, detener el desarrollo de ciertos transgénicos con efecto alergénico antes de que llegaran a comercializarse (como ocurrió con la soja con proteínas de nuez del Brasil desarrollada por Pioneer Hi-Bred para consumo animal).

¿Quiere decir esto que los transgénicos son una víctima inocente de los miedos, las fobias e incluso el desconocimiento del gran público? Probablemente no. Como hemos dicho, aunque la racionalización más popular del temor a los transgénicos pueda resultar incorrecta, sus causas subyacentes incluyen un sentimiento de desconfianza y animadversión que enraízan en el comportamiento de la industria que los ha desarrollado y comercializado. En primer lugar, por la exagerada retórica de esta industria, que presenta a los transgénicos como una panacea para resolver desde las dificultades económicas de los agricultores hasta el hambre en el mundo. Y en segundo lugar, por el tipo de transgénicos que se han comercializado hasta la fecha y la estrategia empresarial utilizada para hacerlo, que ha reforzado una imagen de lobby agresivo que contrasta fuertemente con la retórica altruista mencionada.

Es cierto que hay transgénicos que podrían tener efectos muy positivos, como el arroz dorado, enriquecido con vitamina A (cuya deficiencia sufre una proporción importante de la población rural asiática), desarrollado por un organismo sin ánimo de lucro (el Instituto Internacional de Investigación del Arroz) y bajo licencia actual de la empresa Syngenta, que tiene un acuerdo de cesión para uso humanitario. Pero los primeros transgénicos en lanzarse al mercado, y la práctica totalidad de los explotados actualmente, han sido creados para aumentar la tolerancia a herbicidas e insecticidas, o para lograr que las propias plantas los produzcan (insertando genes de la bacteria Bacillus thuringiensis, o Bt) - profundizando en un modelo de agricultura que multiplica los beneficios de las empresas que producen semillas y agroquímicos, pero generan una plétora de problemas socioeconómicos, ambientales y eco-evolutivos.

De hecho, la fuerte resistencia que transgénicos como el arroz dorado encuentran ahora está muy relacionada con las cuestionables prácticas que acompañaron al desarrollo y comercialización de estos transgénicos por empresas líderes del sector.

Los problemas sociales y económicos están relacionados con el aumento de la demanda de capital que requieren unas explotaciones agrícolas cada vez más intensivas y sometidas a la dominancia creciente de una o muy pocas empresas suministradoras de agroquímicos y semillas. Aunque las cosechas de transgénicos sean mayores (algo que también es controvertido, ya que varios estudios sugieren que el uso de cultivos transgénicos en EE.UU. no ha aumentado la producción de los cultivos, y en algunos casos puede incluso disminuirla), crecen también los costes de agroquímicos y semillas, que debe comprarse cada año a la empresa productora en exclusividad.

Las agresivas técnicas utilizadas por éstas para prevenir la reutilización o el intercambio fraudulento de las semillas, como el caso de Percy Schmeiser, denunciado por Monsanto en Canadá, han generado además una presión que muchos ven como innecesaria o injusta – particularmente, cuando la comparan con la impunidad que acompaña la contaminación genética de variedades nativas a partir de cultivos transgénicos .

Los problemas ambientales están relacionados con el uso de dosis mayores y más frecuentes de pesticidas, que acaban contaminando suelos y aguas y afectando a los seres vivos que los habitan. Tan solo en EE.UU., el uso de variedades resistentes ha causado un aumento del 7% en el uso de pesticidas entre 1996 y 2011, resultante del aumento de 239,000 toneladas de herbicidas y la reducción de 56,000 toneladas de insecticidas (causada por los cultivos con variedades Bt, que reducen la aplicación externa de estos).

Además, los efectos de estas sustancias sobre organismos cuyo control no se persigue (como otros insectos nativos, incluyendo el famoso caso del declive la mariposa monarca) y el “escape” de genes a especies cercanas podría causar efectos en cascada en todo el ecosistema. Es importante recordar, sin embargo, que la producción “interna” de sustancias insecticidas por los cultivos Bt suele reducir la aplicación externa de estas sustancias, lo que resulta en efectos positivos sobre la biodiversidad.

Los problemas eco-evolutivos están relacionados con la creación de condiciones perfectas para la evolución de plagas y malas hierbas resistentes a los productos químicos asociados al maíz y soja transgénicos – o para la emergencia de plagas secundarias (como ocurrió con el algodón Bt en la India). La existencia de grandes extensiones de monocultivo tratados de forma continuada con dosis elevadas de pesticidas o que los producen internamente (como ocurre con los transgénicos Bt) crea las condiciones de ideales para seleccionar, entre las plagas que estos productos controlan, cualquier variante genética que confiera resistencia contra ellos. Es un proceso similar al que ha causado la aparición de cepas de bacterias patógenas resistentes a los antibióticos, que resultan por ello muy difíciles de tratar.

La consecuencia ha sido la aparición de resistencia en al menos algunas poblaciones de 5 de las 13 plagas principales tratadas con cultivos Bt. Para combatir este proceso, las empresas que comercializan estos GMOs están desarrollando técnicas específicas, que incluyen (en EE.UU., por mandato de la la Agencia de Protección del medio Ambiente EPA) la plantación de “refugios” con variedades susceptibles cuando se utilizan cultivos Bt. Estos refugios retardan la evolución de resistencia, pero su grado de cumplimiento cayó del 90% en 2003-5 al 78% en 2008 – lo que apunta de nuevo a la regulación como punto débil del uso de estos cultivos.

La percepción pública de estos problemas se ha visto multiplicada por varios casos en los que investigadores que llegaban a conclusiones contrarias a los intereses de la industria sufrían severas consecuencias, que iban desde la negativa a publicar y seguir financiando sus trabajos, al escarnio público de estos (mucho más allá de la legítima crítica de sus métodos y conclusiones, y que ha llegado a incluir la retracción de artículos que difícilmente habrían sufrido esa medida en otro contexto), o el despido o no prolongación de sus contratos.

Los casos más famosos son los de A. Pusztai, despedido del Rowett Insitute (Reino Unido) después de hacer público un estudio que mostraba efectos negativos de patatas con GNA de ratones, a pesar de su larga carrera y acreditado prestigio previo.

El de I. Chapela, cuyo artículo en Nature sobre presencia de genes de maiz transgénico en variedades tradicionales de maiz mejicano fue seguido de una intensa polémica y una campaña de falsas acusaciones, y cuya oposición a los acuerdos de U.C. Berkeley con la empresa Novartis causó la no renovación de su contrato (que acabaría siendo revocada tras una investigación interna).

El de GE Seralini, cuyo artículo en efectos a largo plazo de maíz y el herbicida Roundup fue publicado y posteriormente retractado por la revista Food & Chemical Toxicology - lo que ha causado una situación paradójica: en la web de esta revista, hay acceso directo a todas las críticas y comentarios a dicho artículo pero no al artículo original.

El efecto de todas estas polémicas ha sido doble. Por un lado, ha disminuido la credibilidad de cualquier estudio sobre el tema, al reforzar la sospecha de influencia excesiva de la industria en las decisiones académicas y editoriales. Por otro, ha desanimado a los investigadores independientes a seguir trabajando en este tipo de temas.

Es significativa, por ejemplo, la renuncia de la investigadora que confirmó los resultados de Chapela en un reciente trabajo publicado en Nature, Elena Álvarez-Buylla, a seguir trabajando en este tema, al considerarlo presa de “batallas motivadas políticamente”. Los motivos incluyen la negativa de revistas del prestigio de PNAS a publicar este artículo, ya que consideró que “está inadecuadamente expuesto a la prensa debido a agendas políticas y ambientalistas”.

Este abandono, sumado a las dificultades para acceder un material que solo puede suministrar la industria que lo produce, hace que la mayoría de los estudios que se publican sobre transgénicos estén desarrollados o financiados por esa misma industria – algo preocupante, ya que hay tanto indicios claros que indican que los conflictos de interés financieros o profesionales sesgan la investigación sobre GMOs, como quejas sobre la ocultación, bajo cláusulas de confidencialidad, de los resultados que le son desfavorables.

¿Eran inevitables todos estos problemas? Probablemente no. Son más bien consecuencia de una serie de decisiones tomadas por ciertas empresas, que han priorizado desproporcionadamente su (legítimo) objetivo de generar beneficios por encima de los objetivos de mejora social y medioambiental que los transgénicos prometían traer. Los perjuicios que, al hacerlo, han causado a otras empresas y organismos públicos que persiguen honestamente el desarrollo de transgénicos con esos objetivos han sido, sin duda alguna, incalculables.

Todo esto no es sino un ejemplo más de que la bondad o maldad de la mayoría de las tecnologías depende, en realidad, del uso que se haga de ellas.

Así las cosas, nos encontramos en un escenario de desconfianza mutua. De un lado, tanto las industrias “pioneras” en la comercialización de transgénicos como sus defensores en el mundo de la academia toman posturas extremadamente agresivas de negación de sus potenciales impactos negativos, y tratan de ignorantes o fanáticos a quienes los demuestran o denuncian, en lugar de trabajar de forma honesta y transparente para reducirlos.

Del otro lado, asociaciones ambientalistas y de consumidores han mostrado a menudo reacciones igualmente virulentas, no siempre racionales (como la oposición a transgénicos de efectos sociales y ambientales probablemente positivos) y utilizando a veces métodos reprobables (como la destrucción de cultivos experimentales).

Atrapados entre ambas, muchos ciudadanos desconfían de los transgénicos por motivos a menudo equivocados, aunque no yerran en creer que los gobiernos están siendo incapaces de supervisar adecuadamente a las grandes empresas que los desarrollan y comercializan. Y como siempre, al final quien sale perdiendo es el eslabón más débil: tanto aquellos que no pueden decidir libremente si comprar o no comida libre de transgénicos (porque no pueden pagarlos, acceder a ellos o identificar siquiera su presencia en la etiqueta de los productos que compran), como aquellos que podrían beneficiarse de productos más nutritivos sin tener que pagar cantidades desproporcionadas por ellos – según promete conseguir el Proyecto Arroz Dorado.

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