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¿Quién mató a Ewa Striniak?

Alfons Cervera

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Acabo de leer un relato magnífico que se titula Chicas muertas. No lo conocía hasta que hace unos días mi amigo y gran escritor Harkaitz Cano me habló de él en un correo electrónico. Lo escribió la escritora argentina Selva Almada y fue publicado en 2014. En la primera página hay una dedicatoria: “A la memoria de Andrea, María Luisa y Sarita”.

Los nombres de las chicas muertas. Apenas adolescentes que fueron asesinadas en Argentina en los años ochenta del pasado siglo. El país celebraba el regreso a la democracia después de los siete años de terror implantados por las Juntas Militares. En esas fechas de 1983 apareció la primera víctima, la joven de quince años María Luisa Quevedo. El cadáver de la segunda, Andrea Danne, que tenía diecinueve, sería descubierto en su propia cama, con una cuchillada en el corazón: era noviembre de 1986. Tiempo después, en diciembre de 1988, una joven de veinte años, Sarita Mundín, aparecería asesinada a orillas del río Tcalamochita. Tres chicas muertas. Lo que las une tantos años después es un detalle nada complaciente: los tres crímenes quedaron impunes. Al menos hasta ahora.

Esto que escribo no es una crónica de sucesos. Para eso ya están los informativos de la televisión. Esto que escribo es la crónica de unas vidas jóvenes que se fueron a la mierda sin que nadie haya sido capaz de descubrir a sus asesinos. Han pasado treinta y cinco años y ahí siguen esas tres chicas: en el limbo de la invisibilidad. Por eso cogió un día los bártulos de escritora comprometida Selva Almada y se adentró en los laberintos oscuros de un tiempo argentino que empezaba a ser nuevo, pero que seguía siendo el cubil oscuro donde se escondía la bestia.

A día de hoy, la bestia sigue donde entonces. Hubo nombres posibles, sospechosos cercanos a las víctimas, novios, amigos, familia: nunca pudo probarse nada contra nadie. No eran chicas ricas. Eso, en Argentina y en cualquier parte, influye para que la justicia sea más justicia o menos justicia. Poco a poco llega el cansancio familiar a la hora de insistir en la búsqueda de los culpables, de gritar contra la falta de eficacia policial, de encontrar respuestas en los pliegues silenciosos, casi mudos, del tiempo. De las tres familias, sólo Yogui Quevedo, hermano de María Luisa, sigue en la brecha incansable de la búsqueda. Los crímenes se los tragó el olvido. Y a quienes los cometieron.

Cuando cerré el libro de Selva Almada, me acordé de Ewa Striniak.

El 25 de abril de 1999 apareció muerta en su casa de València. Era Ewa una mujer polaca de cuarenta y cuatro años. Había llegado a España en 1991. Ejercía la prostitución. En su país era comadrona. Aquí tuvo que dedicarse a la prostitución para poder sobrevivir. La igualdad de oportunidades y esas milongas que nadie se cree. El 25 de abril de 1999 era domingo. A última hora de la tarde, uno de sus clientes habituales la descubrió en el suelo, en medio de un charco de sangre. Estaba muerta. La habían matado a golpes. Los detalles forenses de esos golpes son escalofriantes. El cliente tenía llave de la casa. Al cabo de casi una hora llamó a un amigo y después llamaron a la policía. Una de las preguntas de policías y periodistas más repetida aquellos días era muy clara: por qué tardaron una hora o más en llamar a la policía, qué hicieron hasta entonces en el piso de Ewa Striniak. El cliente era un personaje muy conocido en los ambientes de la burguesía valenciana. Su amigo, un conocido notario de la ciudad. La alta sociedad valenciana sudó esos días tinta de calamar. La agenda de la mujer asesinada contenía nombres y más nombres de esa alta sociedad. Vicios privados y virtudes públicas. Es lo que había. Es lo que hay. Por la mañana de los domingos toca ir a misa. Por la tarde, acudir a una cita en una casa de prostitución. La doble moral de siempre. La policía detuvo al ilustre cliente. Era el sospechoso número uno. Fue el único nombre que salió a la palestra en el terreno de las sospechas. Ninguno más. Finalmente fue puesto en libertad por falta de pruebas. Vino después el sobreseimiento del caso. No se había encontrado el arma homicida. Busquen en las hemerotecas de Google y sabrán de lo que hablo. O les refrescará la memoria, en el caso de que lo hubieran olvidado. El próximo 25 de abril se cumplirán diecinueve años desde aquel lejano domingo de 1999. Como en el caso de las tres chicas muertas en Argentina, aquel crimen quedó impune. La pobreza tiene poca fuerza para exigir justicia.

El relato de Selva Almada me ha traído el recuerdo de aquellos días, las crónicas periodísticas que contaban el asesinato de Ewa Striniak. Yo escribía entonces en el diario Levante-EMV. Una columna semanal durante veinticinco años. Los domingos. En bastantes de esas columnas hablé de aquel crimen. También el periódico se mojó bastante en el seguimiento informativo de los acontecimientos. Al poco tiempo de esos acontecimientos publiqué una novela: La risa del idiota. Contaba la historia de un crimen: una prostituta asesinada por uno de sus clientes. No era una novela policial. Tampoco era el relato basado en el sumario judicial de aquel asesinato no resuelto. Nunca conocí ni quise conocer ese sumario. Lo mío era y es la ficción. El motivo del crimen en mi ficción eran los celos, la engañosa pasión amorosa de un hombre que confundía aposta el amor con la posesión de la mujer. Un día me dijo el director del periódico que había quedado a comer con el jefe superior de policía de València y que éste le había pedido un ejemplar dedicado de mi novela. Ahora no sé con certeza si se lo pidió el policía o era él quien había decidido regalárselo. Le pasé ese ejemplar firmado y ya no supe más del asunto. Unos días después, la redactora de tribunales me dijo que la policía le había preguntado de dónde había sacado yo el arma del crimen para mi novela. El arma del crimen en mi novela era una percha con la que el asesino golpea repetidamente la cabeza de la mujer, una mujer a la que puse el nombre de Krystyna. La policía no había encontrado el arma homicida, ya lo dije antes. La ventaja de los novelistas es que nos podemos inventar lo que queramos. Y a veces -eso también se sabe- lo que nos inventamos es más real que la propia realidad. Lo dijo Jorge Semprún en algún sitio: “Las novelas no son la vida auténtica: son mucho más”.

Han pasado casi veinte años desde aquel domingo 25 de abril de 1999. No sé si alguna vez se reabrirán los procesos que se cerraron con la impunidad de los asesinos. En Argentina aquellos años ochenta de la celebración democrática. En València unos años después, cuando estábamos a las puertas de un siglo nuevo que se parece demasiado al viejo siglo. Hay una secuencia terriblemente hermosa en Chicas muertas, la novela que ha propiciado este pedazo de memoria escondida en las nebulosas ringleras del silencio. Se despide la escritora de las tres jóvenes asesinadas: “Tres velas blancas. Mi adiós a las chicas. Una vela blanca para Andrea. Una vela blanca para María Luisa. Una vela blanca para Sarita…”

… Una vela blanca para Ewa Striniak, con la esperanza de que algún día alguien se decida a reabrir el caso de su asesinato hasta ahora impune. Ojalá sea así. Ojalá.

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