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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

A Borrell no le gusta el cine de John Ford

Borja Ramírez

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A principios de la semana pasada, alertado por la nueva escalada de tensión entre la administración Trump y el gobierno de Irán, el ejecutivo en funciones de Pedro Sánchez tomaba la decisión de retirar temporalmente la fragata Méndez Núñez del Grupo de Combate del portaaviones estadounidense Abraham Lincoln. La flotilla, compuesta por seis buques que se encontraban hasta la semana pasada en el Mediterráneo, recibió la orden por parte de la Casa Blanca de dirigirse al Golfo Pérsico, en donde durante el fin de semana ha llevado a cabo una serie de inusuales ejercicios militares. Toda una demostración de poderío militar frente a las costas iraníes, otro capítulo más de la retórica militarista que ha venido caracterizando la política internacional de la administración Trump. Una mascarada bélica a la que los 215 marinos españoles a bordo del Méndez Núñez se libraron de asistir.

La decisión del gobierno español recibió fuertes críticas desde alguna de las principales cabeceras de este país, las cuales aducen supuestas deudas nacionales y traen a colación paralelismos con la retirada de las tropas españolas de la Guerra de Irak en 2004. No obstante, y pese a los nostálgicos de la “sintonía” de las Azores, los gobiernos de Alemania y Holanda suspendían también temporalmente las misiones de entrenamiento que sus respectivos militares llevan a cabo en Irak. Los gobiernos europeos se mantienen cautelosos y a la espera de ver cómo se desarrollan los acontecimientos. En la prensa norteamericana, miembros de la Administración niegan a diario que busquen una guerra y también que no la busquen. La tensión es máxima en Irak, donde vuelven a levantarse vientos de guerra. El domingo, a última hora de la tarde –hora española-, milicias chiitas pro Irán lanzaban un ataque fallido con cohetes sobre los alrededores de la embajada estadounidense en Bagdad.

La relación entre los Estados Unidos y la Unión Europea no pasa por su mejor momento, las diferencias –en forma y fondo- son demasiado grandes. El Viejo Continente todavía trata de recomponerse del trauma que ha supuesto el Brexit, con la amenaza creciente de los nacionalismos de corte populista –que en España encarna un Vox venido a menos- y unas elecciones europeas de marcada trascendencia a la vuelta de la esquina. En este contexto, el interés por seguir el paso a un Donald Trump, que ha hecho de la amenaza y el tweet la punta de lanza de su política internacional, es prácticamente nulo. Trump no gusta en Bruselas y en Washington no ven con buenos ojos una Europa crítica que –creen- viven a costa de la protección que ellos brindan. Venezuela se les resiste a los norteamericanos y China aprieta cada vez con más fuerza. Los frentes se multiplican y el riesgo de incendio es alto.

A Josep Borrell, ministro de Asuntos Exteriores en funciones, no parece gustarle demasiado el cine de John Ford. A principios de mes era entrevistado en TVE acerca de la situación en Venezuela y el ministro no dudaba en calificar lo sucedido –la plantada de Guaidó frente a la base de La Carlota- como “un intento de golpe militar”. Para Borrell, más Thomas Cromwell que John Wayne, la actitud norteamericana en Venezuela es la de “un cowboy que va diciendo ‘mira que desenfundo’”. La posición del Grupo de Contacto de la Unión Europea en el país, en el que España tiene un peso importante debido a los lazos históricos y los intereses compartidos, es antagónica: la solución ha de pasar por la paz y el diálogo, jamás por una intervención militar. El domingo en Valencia, durante un mitin, Borrell ponía en valor lo extraordinario de una Europa que ya no quiere volver a mandar a sus jóvenes al matadero.

El 16 de diciembre de 1998, al mismo tiempo que en la cámara de representantes estadounidense se llevaba a cabo el juicio político por el caso Lewinsky, el presidente Clinton daba luz verde a la operación Zorro del Desierto –que se tradujo en tres días de bombardeos continuados sobre Irak-. El primero de mayo de 2003, George W. Bush, pronunciaría, sobre la cubierta del portaaviones Abraham Lincoln, un triunfal discurso presidido por una gran pancarta que enunciaba “Mission Accomplished”. Una década después se establecía en el país el autodenominado Estado Islámico de Irak y el Levante, que no sería derrotado –militarmente- hasta cinco años después. En marzo de 2016 Wikileaks filtra alrededor de 30.000 emails de la cuenta personal de Hillary Clinton, cuando esta ocupaba la Secretaría de Estado de los EEUU. Según Julian Assange, recientemente detenido por las autoridades británicas, los correos revelaban la minuciosa preparación de la guerra de Libia, que habría de ser el tema principal del mandato de Clinton y su trampolín hacia la presidencia.

Pudiera parecer que las guerras son para la Casa Blanca una herramienta política más con la que asegurar y perpetuar los intereses de los pocos que frecuentan el Despacho Oval o, simplemente, como cortina de humo cuando las cartas vienen mal dadas. Donald Trump es un presidente asediado mediática y políticamente. Sus rivales políticos han tratado de deslegitimar su mandato desde el primer momento y los escándalos se han sucedido, uno tras otro, en busca del famoso “impeachment” que no termina de llegar. Los próximos años de su presidencia se verán marcados por el preocupante conflicto comercial con China –que en el país asiático ha tomado ya el cariz de “guerra del pueblo”-, los intentos de desestabilizar política y militarmente Venezuela, las bravatas contra Irán y el retorno del embargo a Cuba. La antaño política de la cañonera es hoy la política del tweet-amenaza y el portaaviones, buque insignia de la diplomacia Trump.

Si la Unión Europea quiere sobrevivir, necesita tener un nuevo rumbo propio. Demasiadas cosas dependen de los resultados que arrojen los comicios del próximo 26 de mayo, que mostrarán si el Viejo Continente sucumbe o no a sus seculares nacionalismos reaccionarios. De sobrevivir, los europeos vamos a tener que decidir cuál va a ser nuestro papel en una geopolítica internacional cuyo eje se ha desplazado hacia el Pacífico y en la que, hasta ahora, nos hemos limitado a hacer propios unos intereses atlantistas que ya no parecen ser los nuestros –si es que algún día lo fueron-. La guerra comercial entre EEUU y China, así como los encontronazos por el control del 5G, marcarán la pauta durante los próximos meses. La UE contiene la respiración frente a las urnas.

Mientras tanto, el gigante asiático avanza hacia la consumación del megaproyecto de la nueva Ruta de la Seda. China ya posee el puerto griego de El Pireo –cuya adquisición se vio favorecida por la liberalización absoluta y la austeridad impuesta desde Bruselas- y la Italia de Salvini ha garantizado la vía de acceso –a través de los puertos de Génova y Trieste- al corazón de una Europa desgajada que ha bajado el portón del castillo. Bruselas mira ahora hacia Madrid.

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