Cautivos, desarmados, vencidos
Han pasado setenta y cinco años. Tres cuartos de siglo desde que aquel uno de abril de 1939 el parte del Generalísimo anunciaba el final de la Guerra Civil. Setenta y cinco años desde que acabó la contienda y comenzó el silencio. Un silencio que en muchos aspectos todavía se mantiene. Afortunadamente, y pese a lo mucho parece deleitarle la idea al cardenal Rouco Varela, un enfrentamiento así es hoy día imposible. Sin embargo las heridas que entonces se abrieron siguen todavía sin cicatrizar y en cierto modo son esas rencillas abiertas las que lastran nuestra madurez como democracia.
En realidad la confrontación de esas dos Españas no viene de la sublevación militar de julio del 36. Ni tampoco de la proclamación de la República. Qué va. El enfrentamiento es mucho más profundo y parece partir en dos la sociedad española desde los mismos albores de la Era Contemporánea. Incluso más atrás si hacemos caso de algunos historiadores.
Tras la modernización que supuso el asentamiento del liberalismo a lo largo del siglo XIX, la mayoría de estados europeos vivieron un enfrentamiento entre los modelos cuasi feudales que defendían la confesionalidad y los privilegios de clase frente a los principios de libertad, igualdad y fraternidad que representaba la revolución burguesa. Con el advenimiento del siglo XX, sin embargo, prácticamente todos los estados de la Europa Occidental ya habían resuelto esa confrontación y habían adoptado diferentes modernos de parlamentarismo como forma de gobierno. ¿Todos los estados? No, claro; todos no. Como los irreductibles galos de Astérix, aquí seguíamos tratando de dirimir, en una fecha tan tardía como 1936, en torno a aspectos como la confesionalidad del estado o los privilegios de clase.
Pese a los connatos de violencia obrera, pese a la radicalización de los partidos, el verdadero motivo del estallido de la guerra civil fue la incapacidad por parte de un sector de la sociedad española para aceptar que el país necesitaba modernizarse y que eso pasaba, necesariamente, por dinamitar los privilegios de unos pocos en favor del resto.
Pero el final de la Guerra Civil del que ahora se cumplen setenta y cinco años supuso finalmente el triunfo de uno modelo político y social tan reaccionario que el historiador Paul Preston ni siquiera se atreve a llamarlo fascista. Por lo visto los alemanes y los italianos eran mucho más modernos en cuestión de autoritarismo. Un modelo que estuvo vigente en España hasta 1978 y que, en algunos aspectos todavía nos lastra.
Durante la Transición se intentó echar tierra en torno a las cuestiones más espinosas de la dictadura como la confesionalidad del Estado o la responsabilidad de los herederos del franquismo. El momento fue extraordinariamente complejo y tampoco es cuestión denegarles a los responsables de aquel proceso el mérito que merecen. Era la mejor solución que entonces se podría haber obtenido dadas las circunstancias (y, teorías conspiranóicas a parte, el fallido Golpe de Estado del 81 es una muestra de cuánto se tensó la cuerda).
Sin embargo con aquella evolución dirigida se aplazó el debate histórico y las consecuencias de este aplazamiento aun acomplejan a parte de la sociedad española. Hoy, setenta y cinco años después, todavía parece un tabú el afirmar que la guerra fue causada interesadamente por una parte de la sociedad (la que en España siempre ha preferido el sable a la democracia), que eso supuso mano de hierro durante cuarenta años y que ese comportamiento atenta contra cualquier planteamiento de lo que es lícito y es democrático. Y mientras no nos atrevamos a hablar públicamente de eso, siendo capaces de perdonar con frialdad pero sin olvidar qué sucedió y por qué, este país tendrá muy difícil el alcanzar la madurez democrática.
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