La desmemoria de la cooperación internacional para el desarrollo
En 2019 se cumplen treinta años de la cooperación internacional para el desarrollo de la Generalitat Valenciana sin que nadie haya considerado que merecía la pena conmemorar el aniversario. El hecho puede explicarse por diferentes motivos, pero no justificar este silencio en una Comunitat que ha padecido la peor de las corrupciones en el sector –el caso Blasco- y ha promovido y tolerado un relato oficial según el cual dicha política pública nació de la mano del Presidente Zaplana en 1996. Esta continuada renuncia al pasado, por acción u omisión, ha logrado sepultar en el olvido su periodo fundacional, dificultando además su reconstrucción porque la documentación básica del periodo no se localiza en los archivos de la administración.
Ante esta situación, conviene recordar que con la creación del “Programa Norte-Sur” en 1989, el gobierno socialista del Presidente Lerma hizo suyas las demandas de la ciudadanía, que desde tiempo atrás venía exigiendo una acción de solidaridad internacional más decidida con las luchas por la autodeterminación y la democracia de pueblos como el saharaui, el nicaragüense o el salvadoreño. Ese año se concedieron las primeras subvenciones, se constituyó un consejo de participación social pionero en el estado y se desarrollaron iniciativas de diversa índole, muchas de ellas descentralizadas y unitarias, que, vistas en perspectiva, nada tienen que envidiar a las actuales en coherencia y eficacia. Poco después, en 1992, un reducido número de entidades valencianas vinculadas a los partidos y sindicatos de izquierdas, la iglesia católica, o procedentes en sentido amplio de los denominados comités de solidaridad, constituyeron la Coordinadora Valenciana de ONGD. Por su parte, una serie de municipios decidieron sumar esfuerzos y recursos para mejorar sus intervenciones en este campo a través del Fons Valencià per la Solidaritat, una iniciativa singular inexistente en otros países. Sirva todo ello como ejemplo del dinamismo de una sociedad que quiso y pudo protagonizar, junto a otras, el surgimiento de la cooperación descentralizada española.
Cuando el Partido Popular ganó las elecciones en 1996, la cooperación internacional había reforzado su respaldo social tras las recientes movilizaciones por el 0,7% y contaba con entidades ciudadanas y una institucionalidad suficientes para asentar un proceso coherente y continuado de crecimiento y maduración. Esta fue la herencia recibida, y tras diecinueve años, ese mismo partido nos legó un ecosistema enfermo y esquilmado por la manipulación, el clientelismo, la instrumentalización y los recortes presupuestarios. El Conseller Blasco pudo hacer lo que hizo, algo inimaginable en otros lugares, por una combinación de circunstancias que siguen pendientes de solución. El daño causado al cuerpo de la ayuda al desarrollo ha sido enorme, y sus efectos en forma de desprestigio, cuestionamiento y erosión del tejido social todavía continúan.
El nuevo ciclo político inaugurado en el 2015 supuso una esperanza de cambio. Y ciertamente lo hubo: nuevos equipos más sensibles, reconstrucción del diálogo, avances en transparencia y participación, presupuestos de nuevo al alza… Sin embargo, el balance de la pasada legislatura pudo ser mejor en aspectos clave como el control parlamentario, el consenso con las entidades sociales, el fortalecimiento de las mismas y la mejora de los instrumentos a su alcance, la investigación o la consolidación de su rango institucional en el organigrama del Consell. En lugar de aprovechar la oportunidad para dotar a la cooperación internacional de una visión compartida de largo plazo y del proyecto político y los medios necesarios, se decidió lanzarla al estrellato de los Objetivos de Desarrollo Sostenible y la Agenda 2030, convertidos de la noche a la mañana en la música obligada de todos los bailes. Se obvió el diagnóstico de partida y, por tanto, se aplicó un tratamiento inadecuado que no permitió trascender el interés partidario, el regateo por los recursos y el marasmo burocrático. La responsabilidad de todo ello recae principalmente en nuestros representantes, pero, también, en la ciudadanía y sus organizaciones, que tal vez no supimos presionar lo suficiente y con el acierto necesario.
La desmemoria es uno de los rasgos más característicos de la ayuda para el desarrollo, encerrada en un bucle autojustificativo que borra el pasado y acaba con la reflexión histórica, ampliando la brecha entre la retórica y la práctica y reduciendo hasta la irrelevancia su potencial contribución al cambio social. En tales circunstancias, desperdiciar las oportunidades para construir un entendimiento común de cuál es el sentido y las potencialidades de la cooperación internacional impulsada desde una Comunidad como la Valenciana es una equivocación difícil de perdonar. El 2019 se nos va de las manos con buena parte del trabajo por hacer. Aprovechemos, pues, el 2020, cuando se cumplirán 25 años de las movilizaciones por el 0,7%, donde tanta gente salió a la calle y acampó en los parques para reclamar a los gobiernos democráticos que cumplieran sus obligaciones de solidaridad internacional. Sin añoranzas de un pasado que no fue ni mejor ni peor, sino como esfuerzo de análisis crítico que anime la creación colectiva innovadora y transformadora. Los tiempos lo exigen, y el respeto a quienes nos marcaron el camino y nuestra dignidad ciudadana, también.
*Rafael Maurí Victoria, Associació de Solidaritat Perifèries
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