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Animales de compañía

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Lo corroboraba Petros Márkaris en una entrevista concedida hace unos meses a elDiariocv: cuando la izquierda se convierte en sistémica, deja de ser izquierda. Pero el verdadero problema no es que haya en el gobierno una autodenominada izquierda que no lo es, el problema es que apenas queda izquierda fuera de él. Es como si los únicos animales salvajes que quedaran estuvieran en los zoos y en el museo de Onda, y las sabanas, bosques y praderas se estuvieran quedando deshabitados. Algo que, por cierto, ya pasa, porque los cuatro leones que hay en Kenia sobreviven gracias a que son una rentable atracción turística, si no, ya se los habrían pulido para hacer felpudos. Y del zoo a la granja tan solo hay un paso. La mayoría de los políticos actuales han nacido en cautividad, como los osos panda, los sitatungas y los oricteropos, también llamados cerdos hormigueros. Son políticos de oficio, no vecinos comprometidos en virtud de su experiencia, conciudadanos corridos que han ido puliendo sus ideas en el tajo antes de consagrarse al servicio público. Las cuatro cosas que dicen, en el mejor de los casos, están escritas en un temario, no inscritas en su mente, en su corazón o en los callos de sus manos.

Cualquiera que no esté como una tapia puede constatar que, fuera de ese zoológico, no se oye un solo rugido digno de tal nombre, al menos desde el lado izquierdo. Fuera de las instituciones no hay nada a la izquierda de esa izquierda oficial, domesticada, debidamente alimentada con regularidad por los cuidadores del bioparc, o, si está ya disecada, peinada con mimo y rociada de vez en cuando con un poco de zotal. Convengamos —y al relativismo postmoderno que lo zurzan— que «la izquierda» es un concepto inequívoco, encarnado por esa parte de la ciudadanía que está por las soluciones estructurales a los problemas de injusticia o desigualdad. Personas que, persiguiendo ese objetivo, hacen un uso intensivo del sentido crítico frente al poder y lo convierten en acción allí donde pueden y como pueden, de forma organizada o individual, a fin de provocar cambios en las estructuras sociales, políticas y económicas. Se deduce, pues, que quedan excluidos de esta categoría todos los que se dedican a hacer el paripé de moda, así como instituciones, académicos, intelectuales y medios que, teniendo los instrumentos para hacer esa labor de zapa, habiendo copado los puestos desde donde poder hacerla, practican el seguidismo, escriben ditirambos a los próceres o se dedican practicar el sutil arte de trepar por un palo enjabonado.

Alrededor de la izquierda institucional uno ve, mayormente, loros de salita de estar, monos de organillero y tigres de papel. Y otros bichos más peligrosos, como, por ejemplo, aquellos que elevan la apuesta de manera irrazonable para hacer que sea imposible ganar la jugada. O ciertos troyanos que empiezan acariciándole al personal las neuronas indignadas y acaban llevándoselo al huerto de la praxis más conformista. Prueben a leer a ciertos analistas supuestamente de izquierdas como si en realidad fueran agentes de la CIA y verán cuán sospechosamente coherente suena todo lo que dicen. Se esforzaron en justificar el desmembramiento de Yugoslavia (y cómo se hizo), la invasión de Irak, la destrucción de Libia (asesinato de Gadaffi incluido), o la intervención occidental para derrocar al régimen sirio. No es difícil darse cuenta de que lo que hay detrás es el saqueo de los recursos naturales de esos países —recursos entre los que hay que empezar a contabilizar las tierras de cultivo—, la militarización de ciertos territorios y el intento de ampliar el ámbito de influencia de nuestros señoritos, tanto en el ámbito económico como en el militar, o, por lo menos, que esa influencia no mengüe. Esos maîtres à penser son los mismos que hoy no admiten que ese expansionismo ha sido —entre otros— un factor determinante de la invasión de Ucrania por parte de Rusia, y se aprestan a taponar cualquier debate al respecto. Pero, aun así, siguen siendo considerados un referente de la izquierda más «radical».

La tragedia de estos expertos en marear la perdiz es que no se han dado cuenta de hasta qué punto se han vuelto prescindibles. Frances Stonor Saunders, en La CIA y la guerra fría cultural, explicó de manera fehaciente y clara cómo los Estados Unidos desarrollaron en los años cincuenta una eficaz estrategia propagandística. Consistía, básicamente, en dar cancha a una serie de intelectuales muy respetados, entre los que había tontos útiles y cómplices conscientes. En su deseo de sacudirse la culpa por su antigua adhesión al estalinismo —ahorremos hipocresías y léase «comunismo», sin más— estas personas eminentes desplegaban un discurso reaccionario al que eran especialmente receptivos los militantes de la izquierda occidental atrapados por el mismo síndrome culpable. Entonces todavía había referentes utópicos tras los que algunos estaban dispuestos a ir, y había que quitarles esa idea de la cabeza. Hoy, esos referentes parecen haber desaparecido. Y todos sabemos que vamos a bordo de un barco pirata con un largo historial de crímenes, que sigue dejando tras de sí un inmenso reguero de mierda. Pero no desembarcamos cuando todavía parecía que podíamos hacerlo —cuando en las paredes se leía yankis go home, por ejemplo—, y ahora ya no hay alternativas, es decir, nos han convencido de que no las hay. Creo que es lo que Chomsky y otros llaman «consenso manufacturado». El declinante imperio norteamericano es nuestra balsa de la Medusa. La suerte está echada y todo el mundo lo sabe. Por eso la unipolaridad occidental liderada por EEUU no necesita defensores profesionales. Los voluntarios para esa tarea son legión.