Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

* * * * * *

No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Atrapados en el presente

Fotograma de 'Fast and Furry-ous' (Chuck Jones, 1949).

Joan Dolç

0

Cabe preguntarse dónde están aquellos que festejaron la boda entre el monumento a Colón de Barcelona y la Estatua de la Libertad de Nueva York —esponsales legales, según las leyes del Estado de Nevada—, que en 1992 ofició Antoni Miralda, el artista hortera por excelencia. Dado el nivel de desconcierto imperante, no descartemos que estén entre los que piden ahora la demolición del novio y, quién sabe, están pensando en meterle a la novia la antorcha por el nalgatorio. El Zeitgeist, el espíritu de la época, va de aquí para allá como pollo sin cabeza. Hasta hace poco solo mirábamos hacia el futuro porque pensábamos en él como la tierra prometida a la que nos llevaba El Progreso, ese brioso corcel sobre el que cabalgábamos alegremente con cara de memos. Sólo los cenizos miraban hacia atrás, esos que decían que quien olvida su pasado está condenado a repetirlo. Pero a la mayoría se la sudaba el asunto. La mayoría creía que cada día éramos más felices que ayer pero menos que mañana. Esa era la moto que nos habían vendido, y es con esa moto con la que nos hemos estampado yendo a toda leche hacia una realidad que no era como nos habían dicho. La autopista de alta velocidad que supuestamente conducía al futuro no era más que un dibujo pintado en un peñasco, como en las aventuras del Coyote y el Correcaminos. El futuro era un trampantojo.

Ahora algo o alguien, tal vez los mismos que nos vendieron aquella moto que no llevaba a ninguna parte, está haciendo que la tomemos con los restos de un pasado caricaturizado, reducido a un conjunto de símbolos esquemáticos, y desviemos la atención de ese presente rocoso que no sabemos como atravesar. Van por ahí a su bola una legión de resueltos iconoclastas que, cuando se cansan de peinar libros y películas persiguiendo impropiedades, salen a la caza de monumentos erigidos ad maiorem gloriam de unos sátrapas abominables que hasta ahora habían pasado inexplicablemente desapercibidos. Se intenta justificar el fenómeno apelando al presentismo, pero ese es un concepto filosófico que le viene muy grande a la situación. El argumento de que se está juzgando el pasado con los estándares del presente es una muletilla con escaso recorrido, porque, hablando con propiedad, aquí nadie está juzgando nada. No se puede juzgar lo que no se conoce cabalmente, y, desde luego, juzgar no es señalar un objetivo con una mueca de infalibilidad pontificia. Hay que dudar de que los que pintan una diana en un monumento a Cervantes, pisotean una estatua de Fray Junípero Serra o descabezan una imagen de Colón estén en condiciones de descifrar el mérito o demérito de esos personajes, ponderar qué fueron en su contexto o qué representan ahora sus efigies, si es que representan algo, si es que son algo más que un lugar propicio para que los pájaros caguen y los turistas se hagan autorretratos con la ayuda de un palo.

Pero esa no parece ser la cuestión. Aflora la sospecha de que a los que hoy la han tomado con las estatuas, y mañana ya veremos, les domina la impotencia para gestionar el pasado. Recuerdan a esos niños que acaban esparciendo con rabia las piezas del puzle que no aciertan a montar. Da la impresión de que, como no saben por dónde tirar, tratan de hacer borrón y cuenta nueva y empezar de cero desde un mundo sin memoria. El problema es que, en un mundo sin memoria, como no sabes de donde vienes tampoco sabes hacia donde vas. Puede que sea hacia ese mismo pasado que desconoces. No toda la desmemoria tiene los mismos efectos. No saber lo que sucedió en el año 480 antes de Cristo es ignorancia; no saber lo que pasó en los últimos cien, doscientos o incluso quinientos años es amnesia. Lo sí que es cierto es que estos justicieros, al hacer desaparecer de la vista todos esos vestigios, invocando valores supuestamente intemporales y de manera tan expeditiva, ahondan en su inopia y en la desinformación colectiva. Hay ahí necedad, pero es difícil alejar la sospecha de que intervienen también factores inducidos, un nihilismo persistentemente inoculado a lo largo de muchas décadas, que va acompañado de una desubicación profunda, de una pérdida de las coordenadas históricas que hace que desconozcamos el pasado, nos asuste el futuro, y no acertemos a embridar un presente que nos resulta incomprensible.

Todos los que han adquirido de repente una agudeza suprema para detectar esclavistas, racistas o genocidas de bronce o de piedra, están sospechosamente ciegos ante los muy carnales malhechores contemporáneos. Emplean todas sus fuerzas en embestir contra una nebulosa llena de espectros que apenas hacen sombra, mientras las opacas fuerzas que nos oprimen aquí y ahora maniobran a su antojo, como si fueran invisibles. Ahora mismo cualquier norteamericano es un lince detectando racistas del siglo XVIII, pero las miserias del sistema de salud de su país le resultan indetectables. Atrapado en una lógica demente, las percibe como normales. Y también le parece lógico que su pensión cotice por ley en el mercado de valores, que los adalides del sistema económico hayan dejado a su nación sin las industrias esenciales para hacer frente a una pandemia, o incluso que el dinero público destinado a paliar los efectos de la catástrofe vaya a parar a manos de las mismas empresas que, con su ambición, la han magnificado, dado que en ellas deposita la solución a todos los males, mientras crece la desconfianza hacia un Estado que, ciertamente, tampoco pone mucho empeño en disiparla.

Sería lógico que las iras populares se dirigieran hacia todos esos objetivos, y, sin embargo, la gente arremete contra Canción del Sur y su protagonista, el Tío Remus, un esclavo convertido en un feliz empleado de las plantaciones de Virginia. ¿No era eso lo que se pretendía, sustituir un régimen mercantilista en ruinas por otro más rentable, convertir a los esclavos en lumpenproletariado capitalista? ¿O es que seguimos creyendo que la abolición de la esclavitud en los EEUU se hizo exclusivamente por motivos humanitarios? No son solo las películas que glorifican el Sur las que mienten. Podríamos debatir sobre eso, en lugar de meter en un cajón Lo que el viento se llevó, de manera expeditiva, y sustituirla en las pantallas por una del Capitán América. Mientras nosotros nos dedicamos a abrir enormes boquetes en nuestra memoria y a mermar nuestra capacidad para comprender cómo hemos llegado hasta aquí, otros se dedican a reescribir las reglas del juego presentes. El smartphone ha dejado de ser opcional de manera concluyente e irrebatible: a estas alturas somos ya pura mercancía pegada a un teléfono. El teletrabajo, una vuelta de tuerca más sobre la precariedad laboral, ha venido para quedarse; los medios de producción ahora no solo no nos pertenecen, sino que además hemos de costearlos (todo debidamente legislado; no hay de qué preocuparse). El dinero físico desaparece, con lo que se propicia el control definitivo de todas nuestras transacciones y nuestra absoluta dependencia del dinero fiduciario. En definitiva, los esclavistas de hoy van ganando terreno y nosotros miramos hacia los esclavistas de ayer, hacia sus estatuas, más bien.

Hay quien ha señalado con malicia las similitudes entre lo que está sucediendo y la destrucción de los Budas de Bāmiyān o de las ruinas de Palmira por parte de los fundamentalistas musulmanes. Otros lo comparan con el derribo masivo de estatuas que acompañó al desmoronamiento del bloque soviético y el consiguiente avance del capitalismo en aquellos países. O con lo primero que hicieron los yanquis cuando entraron en Bagdad, que también fue derribar una estatua. Se puede alegar lo que se quiera, pero las similitudes son cuanto menos turbadoras. Todos los imperios tratan de borrar la memoria local para dominar mejor a los indígenas. Dejar al enemigo sin memoria, despersonalizarlo, es la fórmula magistral para subyugarlo. Visto así, es como si nos estuviéramos colonizando a nosotros mismos. El problema es que no tenemos con qué, aquí nadie parece tener un proyecto político, económico y cultural coherente con el que sustituir al que creemos estar destruyendo. Nadie parece tener un modelo para armar el exasperante rompecabezas en el que se ha convertido el mundo que nos rodea. Parece que lo único que sabemos hacer es dispersar más las piezas. Dispersémoslas pues. Derribemos todas las estatuas sin parar en barras. Cuando no quede ni una, puede que seamos capaces de mirar hacia otro lado y encontrar algo más útil en lo que descargar nuestra ira.

Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

* * * * * *

No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Autores

Etiquetas
stats