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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

La inteligencia como suflé

Mr. Sixties - R. Crump, 2015.

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Últimamente se habla mucho de los avances de la inteligencia artificial y muy poco de cómo le va a la que Salamanca no presta. Y parece que no le va mal. Nunca ha habido tanta gente inteligente, o, al menos, que lo parezca. Y no me refiero a los listos, a los que han conseguido aprender cómo como va el menú de la Smart TV, cómo se saca el tique de los parquímetros con los que algún sádico ha sembrado las calles de Valencia, u otras proezas similares. El mérito de esos mañosos es indudable y tienen derecho a sentirse muy ufanos, pero lo único que demuestran es que el ser humano puede llegar a ser un mandril muy bien amaestrado. La inteligencia es cosa diferente a la listeza, más elegante y sutil, menos arrastrada, un privilegio, un arbitrario don de la naturaleza, una injusticia, en suma, que ya tocaba enmendar.

Y se está enmendando. Se está consolidando la utopía sin tontos. Parece que todo esté estudiado —y seguramente lo está— para que seamos cada vez más clarividentes. Todos los mensajes que nos llegan están ligeramente por debajo de nuestras capacidades intelectivas. Eso permite que nos sintamos unos magníficos analistas de la realidad, si entendemos por tal las noticias que nos suministra el telediario, la sustancia con la que están hechos los productos audiovisuales que consumimos a diario, y lo que nos explican nuestros pensadores más mediáticos. Pero quienes más fácil nos lo ponen son los políticos al bajar gentilmente el listón de sus raciocinios. Rebatir sus argumentos, o lo que sea que formulan a veces, hace que cualquiera se sienta una lumbrera. Cuanto más bobos parecen los que mandan, más sagaces se sienten los mandados. Una incongruencia, si damos por hecho que vivimos en una democracia, pero es así.

En realidad, intentar desentrañar lo que balbucea la mayoría de nuestros actuales próceres es una pérdida de tiempo, una estupidez, a la postre. Pero hay que tener en cuenta que son pocos los que conservan la habilidad para el sarcasmo, que es lo que toma el relevo de la inteligencia cuando la dialéctica se embarra y el entendimiento cabal ve que la batalla está perdida. Sólo algunos, entre los más viejos del lugar, conservan esa capacidad para la burla sangrienta, y solo a los que conservan cierto renombre se les da cancha para exhibirla, más que nada por aquello de dar espectáculo: «Si [Isabel Díaz] Ayuso es lo mejor que tenemos, cierra ya la tienda», dijo el otro día el muy septuagenario José María García en no sé qué televisión. Pues ya está. Para qué perder el tiempo con más. No es que la suya sea una gran ocurrencia, pero el espíritu resolutivo está ahí.

Lo mismo han hecho siempre los científicos serios con los charlatanes que se dedican a los fenómenos paranormales. No pierden el tiempo en rebatirlos, tan solo sacan a colación sus chifladuras cuando se trata de echar unas risas. Es normal, porque si gastas tu tiempo y tus energías discutiendo con un mentecato que asegura doblar cucharas con la mente, o con uno que va por los solares grabando psicofonías, ¿cuándo te dedicas a estudiar las partículas elementales? A los tontos no se les acaban nunca los argumentos, y cuando te metes en su laberinto mental ya no puedes salir, ya no puedes hacer otra cosa que dar vueltas a sus chorradas. Discutir con un memo te convierte en su imagen especular, solo sirve para darle una relevancia que de otro modo no tendría.

Aun así, siempre ha habido gente seria que ha convertido la tarea de desenmascarar a los embaucadores en un sacerdocio. Ha habido grandes activistas del escepticismo, como Martin Gardner o James Randi, que se han divertido y han divertido desenmascarando públicamente a los Uri Geller o a los Peter Popoff de turno. Y en el terreno periodístico, uno recuerda con inevitable cariño a Paco Burguera y las columnas con las que desmontaba las sandeces guerracivilistas que soltaba María Consuelo Reyna en los tiempos en que, en Valencia, el anticatalanismo era la piedra angular de la derecha ultramontana. Había quienes despachaban los desvaríos de aquella dama atribuyéndolos a una vida amorosa escasamente satisfactoria, que resumían con una palabra hoy impronunciable, pero Paco seguía ahí, desmenuzando educadamente los envenenados sofismas de aquella agitadora, no dejándole pasar ni una. Era un desperdicio de talento, pero, al mismo tiempo, pensabas, menos mal que hay alguien que se toma la molestia de hacerlo.

Lo que hacía Burguera en aquella época era una excepción, y además lo hacía a conciencia, movido por una honesta indignación. Ahora es la norma, pero las motivaciones suelen ser otras. Los tertulianos, los columnistas, los blogueros, los comentaristas más o menos espontáneos, y, en general, todos los que saben hacer con un gramo de mierda un bizcocho, se dedican mayormente a escenificar la exégesis de los discursos públicos —que muchas veces lo son únicamente gracias a ellos—, a comentar las estupideces de las que van trufados y a convertirlos en papilla para mentes desdentadas. Buscan el agradecimiento de sus lectores, de sus oyentes, de sus espectadores, que quieren que ese medio al que son adictos o están suscritos les confirme todas y cada una de sus convicciones, como solemos llamar últimamente a nuestros prejuicios.

Sin una cierta cobardía intelectual, hoy no vendes una escoba, y no hay nadie que quiera hacer sentir tontos a sus seguidores. Es algo que va con el zeitgeist, con el espíritu de los tiempos. Hoy no es nada fácil encontrar a alguien que te llame imbécil a la cara, no vaya a ser que, en lugar de agradecerle cortésmente que te abra los ojos, te sientas insultado. Es como si lo mismo que nos hace sentir más clarividentes, hiciera más frágil nuestra autoestima. Quizá tenga algo que ver que esa inteligencia que parece ir en aumento ha dejado de ser colectiva, que cada vez nos sentimos más desgajados de la naturaleza, de la historia y de los demás, y el pensamiento no descansa ya en el conocimiento compartido, ha pasado a ser algo incierto que cada uno alimenta como puede y en soledad. Agradezcamos que siempre hay alguien que se encarga de sembrar nuestro camino de sabiduría lista para el consumo y de fácil digestión.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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