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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Lecciones de un viacrucis

The Trial (Orson Welles 1962).

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Un buen día, de acuerdo con tus parientes, decides vender una vieja propiedad familiar, y cuando encuentras comprador vas a la notaría para iniciar los trámites preceptivos. Allí te enteras de que has de pedir un certificado que no sabías que te faltaba, de que tus ancianos padres te han de conceder unos poderes, o de que has de hacer que te refrenden un documento que con el tiempo ha perdido la validez que al parecer sí que tenía en su momento. Cosas que ignorabas, que no se ven porque la burocracia las teje en la trastienda de la vida cotidiana, exigencias administrativas que se van acumulando y cuya existencia descubres en estos momentos cruciales. Así que, disciplinadamente, vas haciendo todo lo que te dicen los oficiales que se encargan de preparar la documentación. Y al fin llega lo que piensas que será el gozoso momento de la firma.

Cuando estáis todos sentados alrededor de la mesa de reuniones, el fedatario inicia una de esas charlas informales de introducción con las que estos profesionales habitualmente tratan de aumentar el valor percibido de su tarea, que a los ojos de los usuarios suele ser hacer un garabato y poco más. Y en esas, el hombre va y expresa su admiración por una película de Billy Wilder, Testigo de cargo. Por una vez, piensas, esos chascarrillos no son comentarios sobre la actualidad política, generalmente reaccionarios, y, entusiasmado porque crees estar frente a un cinéfilo, te lanzas a confraternizar con el caballero. Te sientes encandilado por su amor hacia el buen cine, por su porte elegante y por esos ojos azules que otean galanamente por encima de la mascarilla (estamos en plena pandemia). Además, piensas, si este tipo admira a Charles Laughton y se identifica con el íntegro personaje que el actor representa en esa película, seguro que hará todo lo posible para culminar la ceremonia con elegancia, precisión y eficacia. Eso piensas. Alabas sus gustos cinematográficos y esperas el glorioso momento que se avecina, ese en el que Él estampará su firma, un autógrafo campanudo, de lujurioso trazo, que se expande por toda la hoja de papel de barba como las volutas de un grueso cigarro habano, una rúbrica que no deja dudas sobre su capacidad de parar el mundo o de ponerlo en marcha.

Pero no. Los meses pasan y la hoja sigue en blanco. Tras el viacrucis en el que te ha metido el sujeto, descubres que compartes gustos cinematográficos con un sádico que te ha introducido en un túnel burocrático que ni Kafka en sus momentos más álgidos de lucidez llegó a imaginar, con alguien que te está amargando la vida, con un desalmado que tiene la mala leche de una monja ambiciosa sin posibilidades de ascenso al priorato. Te das cuenta de que a quien le gusta emular realmente es al Juez Dredd, que es un personaje de cómic muy diferente del abogado que encarnaba Laughton. De hecho, intuyes que le habría gustado ser magistrado, pero que algo desvió su trayectoria. Tal vez su falta de coraje. Resulta que, según le parece ver, hay un cabo suelto en la anterior transmisión de la propiedad en cuestión (que otro notario dio por válida), y trámite a trámite, requisito tras requisito, ha ido levantando un inmenso muro legal frente a ti, y para que lo sortees te ha empujado dentro de un laberinto que lleva directamente hacia el Minotauro, al que oyes resoplar allá al fondo.

Te empuja hacia los juzgados para que ellos resuelvan algo que, por lo que vas recabando aquí y allá, tiene otras vías de solución más acordes con la lógica natural. Pretende que te embarques en un proceso cuya resolución puede alargarse sine die. Hay alternativas, pero no te las da, las descarta sin detenerse a considerarlas. No lo entiendes. Hasta que te das cuenta de que a él lo que le gusta es firmar en cascada escrituras de constructores y entidades bancarias. Y si viene algún marqués a vender su castillo, también. Pero no quiere saber nada de destripaterrones con líos de herencias ab intestato. Allá se las compongan, es decir, allá nos las compongamos. Si no lo ve claro —y tal como su mente funciona es difícil que vea nada claro—, es capaz de mandarte al cadalso o al carajo, bien lejos, donde tu sangre plebeya no salpique su camisa de popelín. Él es un funcionario público, pero también tiene un perfil comercial, tiene una clientela, una posición, un prestigio que preservar. Y, sobre todo, una póliza con una compañía de seguros que se va a cabrear si mete la pata. Tiene un temor cerval a equivocarse. Cuando te das cuenta de todo eso, ya ha convertido una compraventa en un caso criminal. Y tienes que acudir a otro colega suyo para que te rescate de su locura y del lío en el que te ha metido con su mezcla de ineptitud, miedo y prepotencia. Tienes la suerte de que ese otro notario, además de ser una persona esforzada, destila la humanidad de un viejo médico de pueblo y te trata como tal, y, gracias a él, sales del laberinto. Con el ánimo hecho jirones, pero sales.

La primera consideración que te haces durante todo ese calvario es: «¿Cómo es posible que mis preferencias culturales converjan con las de alguien que es todo lo que he estado tratando de evitar ser durante toda mi vida?». Es una experiencia muy inquietante, es como si hubieras compartido los calzoncillos con él sin pasar por la lavadora. «¿Cómo puede ser», te preguntas, «que dos personas que se diferencian en casi todo —confías en que así sea— disfruten con un mismo producto cultural sofisticado y complejo?». Y la respuesta surge sola: porque los productos culturales son complejos. O deberían serlo. Nos estamos acostumbrando a considerar cultura a lo que no son sino artefactos catalizadores de identidades, obras cargadas de ideología que buscan la adhesión o el rechazo, no la reflexión, no la movilización integral de la compleja arquitectura de la inteligencia. Testigo de cargo, sin dejar de ser un divertimento popular, era y sigue siendo una obra inteligente, capaz de interesar a gente muy diversa, a virtuosos y a criminales, a destripaterrones y a notarios de prosapia. Pertenece a esa categoría de productos culturales capaces de atravesar la espesa capa de prejuicios —más fina o más espesa, más sutil o más burda— que recubre nuestras ideas, sin recurrir al maniqueísmo y a la simplificación, lo que seguramente quiere decir que apelan a esos valores que llamamos universales. Aunque nos incomode, aunque empiece a ser inusual, no hay nada de extraño en eso.

La segunda consideración es que solemos prestar atención, únicamente, a la letra de las leyes. Es un craso error, porque lo importante suele estar en lo que las leyes callan. Todas son interpretables, porque solo pueden referirse a supuestos genéricos, porque siempre hay algo que el legislador, necesariamente, se deja en el tintero. Y ahí es donde entran en juego los encargados de descifrarlas, los que se ocupan de confrontar lo que el código contempla de un modo impersonal con el caso específico que tienen delante. Los que sopesan si hay motivos para ignorar la norma y los que se ciñen a ella con espíritu cuartelero. Los que hacen pasar el reglamento por el cedazo del sentido común, de la empatía, de la ética, a fin de dotar a la ley del espíritu que le falta, y los que lo aplican con una literalidad mecánica. Los que son capaces de complicarse la vida aplicando la epiqueya, ayudando al prójimo a sortear el innecesario rigor de una disposición burocrática tomada al pie de la letra, y los que se pasan por el forro la equidad, la proporcionalidad y, por ende, la justicia. Uno a uno puede que parezcan poca cosa, pero son los que tienen el privilegio de mojar la pluma y sacar del tintero lo que el legislador se dejó allí, son los que, en última instancia, tienen el poder que anida en las leyes. Y en el momento en que cada uno de ellos mete la pluma en el tintero, es cuando el factor humano se expresa con todo su infinito esplendor o su profunda miseria.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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