Y qué hacemos con la calle
Lo primero: no he visto ni oído las sesiones de investidura. Hace tiempo que no soporto tanto cinismo. No es suficiente con que esa gentuza que gobierna nos arruine la vida sino que encima hemos de soportar sus burlas, como si todos estuviéramos tontos menos ellos. Toda la prensa habla de eso: lo que dijo Rajoy, lo que no dijo, las ovejas dormidas al amparo de su discurso vacío. ¿Y a mí qué lo que dijera Rajoy? ¿Es que necesitábamos la sesión de investidura para saber quién es ese tipo cuyo honor más grande será el de haber sido el mayor corrupto (¿he de poner aquí lo de “presunto”?) que ha dado la política de los últimos tiempos? Ha consentido la delincuencia en su partido. Ha reído las gracias de Rus y Rita Barberá (por hablar de dos de sus corruptos que más conozco). Ha dado ánimos solidarios a Bárcenas para que aguantara como un hombre las embestidas de la Justicia. Ha estado en la lista de sobres llenos de dinero en el reparto ilegal desde la tesorería del PP. Ha mentido como un bellaco en sus campañas electorales y sigue mintiendo cuando dice que España va de maravilla cuando España está más llena de pobreza y de desigualdad que nunca antes de que él gobernara. En pleno auge de la nunca creíble regeneración democrática, acaba de nombrar al corrupto exministro Soria representante de España en el Banco Mundial con un sueldo que tira de espaldas ¿Y es a ese Rajoy al que tenía que escuchar en la sesión de investidura para saber lo que decía? ¡Ya está bien, joder, ya está bien de tanta tomadura de pelo tomada en serio por todo el mundo, hasta por la gente más seria de la política y el periodismo de este país cada vez más vendido a la inanidad!
Ahora ya se acabaron las sesiones de investidura y seguimos con las quinielas de los pactos. De aquí a poco esas apuestas ya estarán en las máquinas que hay en los estancos y en los quioscos, como las del fútbol o las carreras de galgos. Periodistas de noble oficio y mercachifles de la política metidos a periodistas se juntan a la hora de adivinar lo que pasará a partir de ahora con la mirada puesta en una investidura de cambio (decir de progreso sería excesivo) o en las terceras elecciones. Quinielas y más quinielas. Llevamos casi nueve meses sin gobierno. Y lo digo sin ningún pudor: lo que tenemos no es un gobierno en funciones sino una banda organizada que sigue haciendo de la política un negocio al que la Justicia ha tildado de criminal. Y así y todo, después de tanta democracia y tanta leche, el tiempo que vivimos es el tiempo de la política orgánica, el de los partidos, el que dicta la ley electoral con sus plazos y sus protocolos, el del rey que no sé muy bien para qué sirve y aún menos en este asunto inútil de las entrevistas con los aspirantes a presidir el gobierno, el tiempo de la economía que sigue enriqueciendo a quienes más tienen y echando desde un sexto piso a quienes ya no pueden con su alma harta de derrotas, el tiempo del silencio instalado como un peso insoportable en esta parte de los televisores que sólo nos lanzan su mierda para que la mezclemos con lo poco que tenemos para comer en el mediodía o el ansiolítico que nos aleje de las pesadillas cuando no podemos conciliar el sueño cada noche.
Esa banda de mangantes y su cohorte de palmeros se burlan en nuestras narices. Y mientras, nos limitamos a aspirar el hedor que desprenden y nos tira de espaldas. Están convirtiendo la política en un estercolero. Y ahí estamos nosotros, la gente de la calle: como invitados de piedra, como estatuas, como los cabezones centenarios de la isla de Pascua. Lo malo no es sólo que el PP nos esté arruinando cada día más, ni que sea una banda organizada sentada en el banquillo de los acusados en casi su totalidad, ni que siga ganando elecciones porque hay una base franquista del voto que nunca va a virar hacia otra parte, ni que haga con Ciudadanos un teatro bufo como si fuera posible hacernos creer que no son el mismo partido con distintas fechas de nacimiento en los carnés de sus militantes. Lo malo, lo peor, ya no es el hedor de esa política sino que, encima, hemos de soportar que se cachondeen en nuestras narices y nos hagan sentir que somos gilipollas. Y a lo mejor lo somos.
Por eso hay algo que me gustaría sacar aquí para meter una cuña en lo que estos días ocupa los puntos centrales del debate político. Me refiero a que todo ese debate se está centrando en las negociaciones para la investidura de quien habrá de ostentar la presidencia del gobierno. Todo el debate está teniendo lugar acerca de quién gobernará y quién ejercerá la oposición en las bancadas más plurales que nunca del Parlamento. Las opiniones no se salen de ese escenario. Las personas elegidas para representarnos ejercerán cada una a su manera esa representación cuyo derecho les otorgaron las urnas democráticas. Ese es el espacio de representación donde se desarrollará la función teatral en los próximos meses o en los próximos cuatro años. Y digo “teatral” sin ningún matiz peyorativo. La política oficial sucede en un espacio concreto, en un escenario concreto, adornada con una dramaturgia concreta más o menos barroca, más o menos seca y escuálida, con cada personaje diciendo también a su manera el papel que le corresponde en la función. Y en ese espacio de representación donde tendrá lugar la política en los próximos cuatro años (o los que dure esta legislatura) me falta algo. Creo que es un espacio incompleto. Creo que ahí falta otro espacio que hace unos años explotó en las narices del sistema y sacó a la gente de los televisores a la calle. Hablo de eso, precisamente, y me pregunto: ¿qué hacemos con la calle, eh, qué hacemos con la calle?
El 15M arrasó las conciencias cansadas de la gente. Las puso en órbita de nuevo. Las calles y las plazas se llenaron de esas nuevas conciencias. El miedo cambió de bando -como cantaban Los chikos del maíz-, se trasladó de las casas deprimidas a las clases dirigentes. Los dientes del sistema eran como los de las ratas: todo el día masticando un malestar que los estaba poniendo de los nervios. Ese nuevo protagonista histórico mostraba una nueva esperanza. La sociedad despertaba, salía de su letargo infinito. La ciudadanía adquiría carta de naturaleza frente a su vieja y anacrónica condición de súbdita. Las calles y las plazas cambiaban de nombre y el Congreso ya no vivía sólo por dentro sino que sus afueras gritaban un descontento que acordonaba sus decisiones bochornosamente injustas con los más desprotegidos. Eso duró unos meses. Después se dejaron las plazas y las calles y hubo el regreso a los barrios y a los pueblos, a seguir currando en los propósitos de cambio y de ruptura. Pero también mucha de aquella gente ilusionada regresó a las pantallas de televisión para seguir purgando una tristeza que le provocaba ampollas de cansancio en la piel del descontento. Luego llegaron Podemos y las mareas y convirtieron en política orgánica e institucional los clamores de las plazas. Ahora, sólo unos años después de todo aquello, el Congreso de los Diputados y todas las demás instancias institucionales -desde los Parlamentos autonómicos a los ayuntamientos- vuelven a ser protagonistas únicos en el espacio de la política. Estos días todo el mundo habla de esa política: los pactos, los intereses partidistas, la manera particular de cada uno de esos partidos para alcanzar sus objetivos. Las derechas, las izquierdas, los que dicen que ni una cosa ni otra: ¿y la calle qué, eh, qué pasa con la calle?
En Francia lo tienen muy mal políticamente. En las presidenciales del año próximo elegirán entre la derecha y la extrema derecha. Una derecha y una extrema derecha que son muy parecidas. Pero el primer día en que el gobierno de Hollande firmaba por decreto su reforma laboral, un millón de personas ocupaba las calles de París y las de muchas otras ciudades francesas para protestar contra esa reforma. Aquí, sin embargo, no ha pasado nada de eso en los largos años de angustia que se han vivido -y estamos viviendo- con motivo de la crisis y la terrible reforma laboral llevada a cabo por el PP en sus años de gobierno. Aquí tragamos sin pestañear hasta que lo que tragamos se hace bola en la garganta y nos ahoga sin remedio. Aquí no tenemos en cuenta, en estos días de protagonismos políticos basados en los pactos, a uno de los principales miembros de ese protagonismo: la calle. Aquí parece que se nos ha olvidado lo que también dicen Los chikos del maíz: “no desesperes, sigue protestando”. Aquí se nos ha olvidado todo. También que la calle existe.
Y es que la calle, aunque a quienes detentan el poder no les guste, tiene una vida propia que discurre paralela a la de la política. Es el mejor micrófono, el antídoto contra la cicuta de quien sólo contempla la política como defensa de sus propios intereses de partido o de clase. Lo que está en juego, ahora mismo y aquí, no es quién presidirá el nuevo gobierno sino, visto lo visto, qué democracia queremos. Una democracia fuerte, una democracia de verdad, hubiera salido a la calle cuando se dieron a conocer las grabaciones entre el Ministro del Interior y el Jefe de la Oficina Antifraude en Cataluña. O cuando salen a la luz todos los desfalcos que han provocado de verdad la crisis. O cuando la Justicia expulsa a los jueces que han condenado a los delincuentes poderosos y esos delincuentes siguen en libertad porque en este país siguen mandando los que no se presentan a las elecciones. O ahora mismo, cuando Rajoy acaba de nombrar a un corrupto y embustero como aspirante a Director Ejecutivo del Banco Mundial. Por eso, aquí, la pregunta del millón: una democracia que se limita a votar cada cuatro años y no sale a la calle para defenderse del hambre y de los chorizos de la política y la economía que la hinchan a sablazos, una democracia así ¿es una democracia de verdad?
Lo último que se pierde es la esperanza en que algo tiene que cambiar. Lo digo porque creo sinceramente que la calle -como espacio de libertad- es recuperable, que hasta ahora esa calle había sido de Fraga Iribarne, de las derechas con sus manifestaciones clericales de hace unos pocos años y últimamente en Valencia contra la política educativa del Consell. Lo digo porque es obligado construir un espacio ético donde la política no sea una engañifa. Lo digo porque ha de ser posible un tiempo sin micrófonos ocultos ni burlas a la dignidad de las personas. Y lo digo, finalmente, porque a la pregunta de qué hacemos con la calle, se me ocurre una respuesta muy sencilla: ocuparla como en otros tiempos hicimos. Ocuparla.
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