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Los huertos urbanos, entre el ocio y la supervivencia

Un huerto urbano en Castellón.

Belén Toledo

Castellón, barrio del Primer Molí, viernes por la mañana. Un hombre con aspecto de jubilado y ropa de trabajo sale de un espacio vallado y lo cierra con cuidado. Dentro quedan varias decenas de pequeños huertos tan cuidados que parecen manualidades de plastilina. Alrededor, se alzan edificios, calles y rotondas. Una estampa parecida a la que puede verse cada día en otras ciudades. Se trata de los huertos urbanos, parcelas de tierra cultivada en el interior o en los márgenes de las ciudades. Extensiones de terreno de gestión privada o pública repartidas entre varios cultivadores que se comprometen a compartir las tareas comunes y cumplir un reglamento de convivencia.

El fenómeno ha crecido con fuerza en los últimos años. Pese a que no hay estadísticas exactas, sí existen cálculos aproximados. El estudio más ambicioso es el coordinado por el sociólogo Gregorio Ballesteros, que muestra que de las cuatro iniciativas registradas en el año 2000 se ha pasado a las 400 de 2014. No obstante, la cifra puede ser mayor porque el sondeo se ocupa casi en exclusiva de los huertos de gestión pública. “Deja fuera la mayoría de los privados y los escolares, entre otros. Por eso, se estima que estos 400 son solo el 40% de los huertos que han surgido en los últimos años” según Josep Roselló, investigador del IVIA (Instituto Valenciano de Investigaciones Agrícolas) y participante en el simposio sobre la materia que la SEAE (Sociedad Española de Agricultura Ecológica) celebró el jueves en Valencia.

Los urbanitas recolonizan la tierra

Los expertos apuntan a un nuevo uso del ocio como una de las principales razones del auge del fenómeno. Los huertos son la medicina que ha de curar a la “gente enferma de ciudad”, según Roselló. Personas “que no conocen al vecino de al lado, y que buscan sociabilizar a través del huerto”. Una opinión que comparte Fernando Richter, investigador de la Universidad de Deusto y especialista en la materia, que ve en el resurgimiento de la agricultura en los márgenes de las ciudades un ansia por recuperar un idealizado modo de vida rural. Ello pese a que muchos de los nuevos agricultores, urbanitas de nacimiento, nunca conocieron el día a día del campo.

Según este sociólogo, el gusto por los huertos entronca con el florecimiento de los cursos de costura, la moda de coleccionar discos de vinilo o, incluso, el afán comunitario de 15M: “No es casualidad que emerjan actividades que, de algún modo, están vinculadas con un imaginario rural, rústico, comunitario, conocido, estable... y por supuesto, simulado”, afirma. La tendencia es “huir de la urbanidad como forma de vida, en ocasiones individualista y alienante” y llegar a un escenario donde “lo social tenga un papel protagonista”.

Supervivencia para familias sin ingresos

Hay otra gran razón para el crecimiento de este tipo de huertos. Según las estimaciones existentes, el mayor aumento se produjo a partir de 2009, con una pequeña caída en 2010 y un crecimiento exponencial a partir de 2011. Este dato vincula la agricultura urbana con la crisis. Un fenómeno que no es nuevo, ya que históricamente los momentos de escasez han provocado un aprovechamiento de la tierra disponible en el interior de la ciudad. Richter cita el caso de las dos guerras mundiales en Europa. En el Reino Unido, por ejemplo, se pasó de la existencia de 600.000 parcelas en el año 1916, a un volumen total cercano a 1,5 millones en 1919. Finalizada la guerra estos espacios volvieron a usos urbanos.

En la actualidad, los huertos urbanos se han convertido en un respiro para la maltrecha economía de algunas familias. Hay ayuntamientos que han apoyado la adaptación de solares baldíos para esta actividad, y normalmente dan prioridad a desempleados y jubilados a la hora de adjudicar las parcelas. En algunos casos, los alimentos obtenidos son cuestión de supervivencia para las familias que cultivan. Sucede, por ejemplo, en Xàtiva (Valencia), donde una asociación dedicada a repartir comida a personas sin recursos decidió impulsar un huerto en el que enseñarles a producir alimentos.

“Nosotros les damos comida no perecedera y ellos sacan las verduras de sus parcelas”, explica Mercé Climent, presidenta del colectivo, llamado Gent de la Consolació. El Ayuntamiento aportó la tierra a principios de 2013, y desde entonces 30 familias trabajan en ella. La asociación las eligió entre los centenares de personas a las que reparten comida normalmente porque eran las más pobres, explica Climent.

Los huertos están siendo también herramientas de reciclaje laboral. Es el caso de un grupo de diez desempleados de Moncada, que durante dos años se han formado en agricultura gracias a un huerto urbano gestionado por la asociación “Sembra en saó”. “Trabajábamos en la construcción y estamos en el paro desde hace años. Ahora estamos montando una cooperativa, e incluso tenemos ya las tierras”, explica uno de ellos, Vicent Montagut.

Acequias donde iba a haber encofrados

Ya sea por necesidad, por ocio, por afán comunitario o por necesidad económica, el hecho es que el fenómeno crece. Y contribuye también a regenerar los márgenes de las ciudades españolas, maltrechos tras el paso de la burbuja inmobiliaria. Las urbes mediterráneas vieron arrasada la huerta más cercana, que quedó convertida en construcciones masivas, solares abandonados o, incluso, edificios a medio hacer.

Sucedió, por ejemplo, en Benimaclet, un barrio de Valencia que quedó cercado por solares abandonados. Los vecinos, después de dos años de lucha contra todo tipo de obstáculos, tienen en la actualidad 10.000 metros cuadrados a pleno rendimiento. Antonio Pérez, presidente de la asociación de vecinos del barrio, lo resume con estas palabras: “Hemos hecho de una fealdad, una belleza. De un terreno infecto, lleno de escombros, un vergel”.

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