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CV Opinión cintillo

Cosas que hacer en política cuando estás muerto

Inés Arrimadas y Albert Rivera en 2019.

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Un día de enero de 2016, en las Corts Valencianes comparecieron juntos la portavoz de Ciudadanos, Carolina Punset, y el de Podemos, Antonio Montiel, para presentar sendas iniciativas conjuntas contra el urbanismo especulativo y por la promoción de la vivienda social. El hecho sorprendió bastante. La nueva escena multipartidista parecía abrir posibilidades inéditas de juego político, hasta el punto de permitir coincidencias entre formaciones de nuevo cuño, por lo demás muy alejadas en sus postulados, una claramente izquierdista y otra de declarada vocación centrista. Fue un espejismo. Ni Punset ni Montiel sobrevivieron al frente de sus partidos.

La anécdota viene al caso para recordar que el centro no es una ideología sino una posición relativa en el tablero político, a veces circunstancial. Sin ir más lejos, ocurre en Alemania con Los Verdes y, en Italia, quién lo iba a decir, con el Movimiento 5 Estrellas. En una posición centrista se sitúa hoy en España el Partido Nacionalista Vasco, que es una formación soberanista, como lo hizo en otra época la antigua Convergència i Unió, cuyos herederos se echaron al monte y tensan ahora desde Junts per Catalunya el desafío independentista. Es posible que Ciudadanos, un partido recentralizador y españolista, lo intentara en algún momento. Por ejemplo, cuando Albert Rivera pactó con el socialista Pedro Sánchez para aquella investidura fallida de 2016. Pero se apartó pronto de esa vía que entonces frustró Pablo Iglesias.

Ante la progresiva decadencia del PP, alentado por poderes y medios con influencia, Rivera apostó por ocupar lo que podría denominarse el “extremo centro” de la derecha española, con la evidente intención de liderarla. Una operación en la que rozó su objetivo en abril de 2019 y de la que Ciudadanos, abandonada cualquier moderación, salió herido de muerte, como han certificado los resultados catastróficos de todas las elecciones a partir de las generales de noviembre de aquel mismo año, que le llevaron posteriormente a dimitir.

Inés Arrimadas heredó hace un año un buque con una enorme vía de agua. Convertido en un estorbo para la reunificación de una derecha en la que el nacionalismo español beligerante y la dialéctica radical contra la izquierda y los nacionalistas periféricos habían abierto la puerta a la irrupción de la ultraderecha de Vox, Ciudadanos acumuló demasiada agua en las sentinas como para poder maniobrar hacia el centro de nuevo. No es de extrañar que, al estallar la crisis definitiva, salten del barco algunos de los que más contribuyeron a destrozarlo con sus excesos mientras una parte de la tripulación se conjura para ayudar al PP a hacerse con los restos del naufragio a cambio de alguna limosna.

Tras el fiasco de la moción de censura contra la corrupción de los populares en Murcia, neutralizada por los de Pablo Casado mediante el viejo método mafioso del transfuguismo bien recompensado, y el oportunista órdago electoral de Isabel Díaz Ayuso en la Comunidad de Madrid, que hace evidente la pinza del PP con Vox, la de Ciudadanos se ha convertido en una deriva desesperada.

Y en el fondo no hay tantas novedades en el incidente. Para verlo, no estaría mal hacer memoria, porque el mito del centrismo goza de un prestigio poco revisado en la cultura política española que procede de la transición a la democracia, en la que tuvo un papel clave la Unión del Centro Democrático (UCD) de Adolfo Suárez, aquella amalgama fabricada ad hoc con reformistas que venían del franquismo, liberales que se habían opuesto al régimen, democristianos demodé y hasta socialdemócratas más o menos light. La UCD se hundió por algo parecido a lo que ha afectado a Ciudadanos: la pesada inercia derechista, sea conservadora, reaccionaria, neofranquista o neoliberal.

En el interior de la UCD se produjeron dinámicas que alimentaron el auge de la derecha posfranquista encarnada por Alianza Popular, el PP de nuestros días, y que encendieron la mecha de su autodestrucción. La diferencia es que aquello ocurrió desde el poder. El protagonismo de UCD en la nueva etapa democrática, su capacidad negociadora desde una razón de Estado llena de contradicciones, no evitó que en la política concreta sus dirigentes cedieran a las tentaciones extremistas. En Valencia, por ejemplo, sus candidaturas llegaron a incorporar a elementos de la extrema derecha anticatalanista, que algunos de sus dirigentes más destacados, como Fernando Abril Martorell o Emilio Attard, aprovecharon de fuerza de choque contra la izquierda emergente y el pujante movimiento autonomista de la época.

De la tensión, a menudo violenta, de aquella batalla salieron ganando la derecha dura del PP, que acabaría conquistando una larga y corrupta hegemonía, y los regionalistas de derechas de Unión Valenciana, al final absorbidos por los populares en esa derecha unificada que algunos tanto añoran. Tras la debacle, un partido con Suárez inicialmente a la cabeza trató de prolongar el “centrismo”, era el Centro Democrático y Social (CDS), de efímera existencia.

Aquel partido se vio metido en una circunstancia similar a la que ahora experimenta Ciudadanos. A finales de los años ochenta, perdía apoyos y se veía en trance de desaparecer. Sus diez diputados en la segunda legislatura de las Corts Valencianes tuvieron que adoptar una decisión clave para su futuro ante la reforma de la ley electoral. En un Parlamento con mayoría de la izquierda, su apoyo era necesario para alcanzar la mayoría reforzada que permitiera rebajar del 5% al 3% el porcentaje de votos exigido en el conjunto de la comunidad autónoma para obtener representación.

Se trata de una cláusula todavía vigente, que también existe en la Comunidad de Madrid, introducida en los primeros compases autonómicos para blindar el bipartidismo y bloquear el acceso de formaciones menores a la representación institucional.

Los diputados del CDS optaron por simular que el problema no iba con ellos, acabaron divididos al votar y la reforma no prosperó. En las inminentes elecciones de 1991, paradójicamente ellos mismos fueron víctimas de esa barrera electoral. Una barrera que, en el caso de que hubiese sido rebajada, habría permitido obtener, en detrimento del número de diputados del PSPV-PSOE y del PP, al CDS cuatro parlamentarios y otros dos a la Unitat del Poble Valencià, precedente de la actual coalición Compromís. En sucesivos procesos electorales, la cláusula serviría para dejar fuera también a otras formaciones, como Esquerra Unida en 2015.

El valencianismo político chocó con aquella contrariedad varias veces más, ya como Bloc Nacionalista Valencià, hasta que acordó una coalición con Esquerra Unida y agrupó fuerzas con los verdes y otras izquierdas. Resulta irónico, pero Compromís es en buena medida el fruto de ese 5% que no se derogó, de la necesidad de superarlo. Y hoy forma parte del Gobierno del Pacto del Botànico junto a los socialistas y Unides Podem, tiene la alcaldía de València y está presente en las instituciones, incluido el Congreso de los Diputados. El CDS, sin embargo, se acabó allí. Algunos de sus cuadros recalaron en otras formaciones, como Unión Valenciana o el PP. De hecho, el cabeza de lista del hundimiento en 1991, Alejandro Font de Mora, se incorporó poco después a las filas de la derecha y fue más tarde conseller en los gobiernos presididos por Francisco Camps.

Como la historia a veces se repite, en el Parlamento valenciano se tramita actualmente una reforma de la ley electoral autonómica que prevé de nuevo la rebaja de la barrera electoral. Toni Cantó dio indicios hace unos meses de estar interesado en su aprobación, pero enfrió después las expectativas, como dando a entender que era Podemos el partido que más necesitaba esa reducción. Ahora, los 17 diputados de Ciudadanos, entre los que ya no figura Cantó, deben decidir si se hacen el harakiri, como les ocurrió 30 años atrás a los parlamentarios del CDS. No sería de extrañar que les emularan.

A la manera de Jimmy Tosnia, el personaje que interpretó Andy García en la película de Gary Fleder Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto, Inés Arrimadas tiene poca o ninguna opción en los sucesos que han de venir y no está claro que los colegas que le quedan en el partido estén en condiciones de afrontar con entereza esa impotencia, sea en Madrid, en Andalucía, en Murcia, en Catalunya, en Castilla y León o en la Comunidad Valenciana. The way things are.

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