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La térmica, la lluvia ácida y la emergencia climática

Derribo de la chimenea de la central térmica de Andorra.
18 de febrero de 2023 22:36 h

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Fue un derribo espectacular, de fuerte simbolismo. Para los que trabajaron en la industria minera del carbón en esa zona del Bajo Aragón representaba el final de una época, con un trasfondo humano y social que Ana Asión ha recogido en un documental titulado Luz de gas. Los defensores del patrimonio industrial criticaron que no se conservara precisamente como emblema de una actividad que marcó la vida de la comarca y el partido Teruel Existe convocó una protesta por ese motivo. La voladura, el pasado día 16 de febrero, de su altísima chimenea de 343 metros puso punto final a la presencia de la central térmica de Andorra en el paisaje turolense, dado que las características torres de refrigeración habían sido ya demolidas nueve meses antes. Cuatro décadas estuvo en funcionamiento esta instalación cerrada en 2020 que ha de ser sustituida, cuando acabe definitivamente la demolición del complejo en 2025, por un parque fotovoltaico que generará los 1.200 megavatios que antes se obtenían del carbón. Si la térmica daba empleo a 400 personas, el nuevo proyecto renovable que ejecutará Endesa prevé crear 370 puestos de trabajo.

Para los valencianos no son ajenas escenas de reconversión industrial como esta. En medio de una importante frustración, que se tradujo en huelgas y protestas, los Altos Hornos de Sagunto cerraron en 1984, dejando a toda una comarca abocada a reinventarse. Hacía entonces apenas dos años que había empezado a funcionar la térmica de Andorra, que se convertiría rápidamente en una referencia amenazadora en la comarca valenciana de Els Ports, sobre cuyos bosques caía la lluvia ácida causada por las emisiones procedentes de la central térmica del vecino territorio aragonés. Los gases de la combustión reaccionaban con el vapor de agua de la atmósfera, se precipitaban en forma de ácido sobre los bosques y mataban miles de pinos. Hubo protestas, manifestaciones, informes y contrainformes, así como una querella presentada por los ayuntamientos de esa zona septentrional de la Comunidad Valenciana. Tras conseguir los municipios que les dieran la razón en los tribunales, se llegó a un acuerdo por el que Endesa comprometió 5.000 millones de pesetas (30 millones de euros) en inversiones y se colocaron filtros en la central que redujeron sensiblemente el impacto sobre el medio ambiente. A pesar de ello, en 2015, Greenpeace todavía alertaba de que la contaminación de la central, que estaba a 30 kilómetros de Morella, la capital de Els Ports, causaba un centenar de muertes cada año.

De alguna manera, el futuro de la comarca valenciana del Camp de Morvedre, que perdió los Altos Hornos de Sagunto, y de la comarca aragonesa de Andorra-Sierra de Arcos, que ha visto cómo cerraba la central térmica, converge en nuestros días de la mano de la emergencia climática. En una con el proyecto de una gran factoría de baterías que construirá Volkswagen para la transición hacia la fabricación de automóviles eléctricos; en la otra con el parque solar de Endesa que ocupará los terrenos de la antigua central térmica. Sobre ambos proyectos hay reticencias más o menos fundadas, por su capacidad de reactivación económica o, precisamente, por su efecto sobre el territorio y el paisaje.

El sociólogo César Rendueles recordaba hace unos días en las redes sociales que muy cerca de Gijón está ubicada la central térmica de Aboño, que “emite 7.500.000 toneladas de dióxido de carbono al año y causa enormes problemas sanitarios”. Y argumentaba a propósito de la sensibilidad ante el impacto de la implantación de las renovables expresada, por ejemplo, en la reciente gala de los premios Goya: “No intento participar en una competición de agravios. Al contrario. Creo que debemos luchar conjuntamente por una transición ecológica justa, planificada y pública. Pero teniendo claro que una transición lenta y óptima es infinitamente peor que una rápida pero menos justa... La emergencia climática es infinitamente más urgente que la de la pandemia. No hay que aceptar lo que sea, por supuesto. Pero sí ser conscientes de que las cartas con las que podemos jugar son exactamente las contrarias a las que necesitamos o nos gustaría tener”.

En una reciente entrevista, el ambientólogo valenciano Andreu Escrivà, que ha publicado un libro de título provocador, Contra la sostenibilidad (Arpa, Sembra Llibres), reflexionaba: “Llega un punto en el que a la gente le dices que opte por alternativas sostenibles, que la transición ecológica va de llevar a la sostenibilidad, donde te planteas el destino, y lo que estamos viendo es que lo que se cuela como deseable, esa sostenibilidad enmarcada en el capitalismo, es inherentemente insostenible y que es un destino instrumental que se utiliza para que nos quedemos como estamos, para que no se cuestione el sistema. Creo que necesitamos justo ahora cuestionarnos el destino. Después de la covid, de cierta conciencia sobre los límites, de la recuperación verde, del tema energético... Estamos en una encrucijada en la que tenemos que hablar de legitimidades, de quién toma las decisiones, de hacia dónde nos dirigimos. Y creo que si empezamos a correr sin saber a dónde vamos alguien nos va a dirigir a un sitio que no es deseable”.

Desde luego, no nos vemos únicamente ante el dilema de correr más o correr menos en la transición ecológica porque hay cuestiones de fondo a dilucidar en el debate y probablemente es necesario no dejar de tomar sobre la marcha las precauciones necesarias. El problema es si, aquí y ahora, después de haber sido alertados con buenas razones durante tanto tiempo, la mayoría de los ciudadanos estamos suficientemente convencidos de que nos encontramos en una situación de emergencia climática (un término que figura ya en el nombre de instituciones como una conselleria de la Generalitat Valenciana). Al menos, sobre Els Ports de Morella ya no llueve ácido.

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