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Andreu Escrivà: “La sostenibilidad enmarcada en el capitalismo es insostenible”

El ambientólogo Andreu Escrivà

Laura Martínez

10 de febrero de 2023 22:46 h

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Andreu Escrivà es ambientólogo, divulgador y confía en la educación ambiental como elemento de movilización. En su tercer libro, Contra la sostenibilidad, editado en castellano por Arpa y en valenciano por Sembra Llibres, emplea la provocación inicial como una herramienta para desmontar mitos y detectar las estrategias de lavado de cara mercantil.

Escrivà sostiene que el capitalismo es incompatible con los límites biofísicos del planeta y aboga por un cambio radical de sistema: repensar el trabajo y los usos del tiempo, la movilidad o el uso de los recursos naturales. Lo contrario, apunta, es insostenible. En conversación con elDiario.es, recalca algunas de las contradicciones de la transición energética o los mecanismos de 'greenwashing'.

¿Por qué Contra la sostenibilidad? ¿En qué momento un divulgador ambiental se plantea escribir un libro contra este concepto?

Cuando veo que no sirve a su propósito. La sostenibilidad guía todos los discursos ambientales hoy en día, de gobiernos, empresas o instituciones o centros de investigación. Pero cuando uno hace un análisis crítico de cómo se ha mercantilizado la sostenibilidad, cómo se ha convertido en una etiqueta para vender cosas, de todas las estrategias de greenwahisng, se da cuenta de que no sirve como destino. Que no vale de nada divulgar la crisis ambiental, que la gente se formule la pregunta de 'y ahora yo qué hago' (en alusión a su anterior libro), si la respuesta va encaminada hacia un objetivo que es un espejismo. La sostenibilidad nos hace pensar que nos movemos cuando nos quedamos en el mismo sitio.

¿El título es una provocación?

El titulo me gustaba. Yo escribo libros para que la gente piense y reflexione, me lo he pasado muy bien escribiendo este libro; pero no es un ejercicio interior, es hacia afuera. Creo que desde la portada invita al debate y muestra lo que es: un cuestionamiento de ciertas ideas que, aunque bien intencionadas, no nos están llevando por buen camino.

Es una provocación formal. El fondo es una reflexión, un intento de compartir mis ideas, que muevan a la gente, que no le vuelvan a colar nunca algo sostenible cuando no lo es, desde un programa electoral a un producto en el supermercado. Como ambientólogo, cuando veo que el término se banaliza y se vacía de contenido, pienso que la mejor forma de desmontarlo es ir a la contra para luego construir.

¿Y por qué hacer esa provocación, esa destrucción ahora?

Porque creo que estamos en un punto en el que hemos dejado atrás esa urgencia divulgativa. Hace diez años había un hueco importante: la gente no sabía qué era el cambio climático, cuánto había subido la temperatura, cuáles eran los escenarios del IPCC... Había que hacer ese esfuerzo divulgativo. Ahora hay muchos libros muy buenos que lo explican. Una vez que sabes que hay un problema te planteas qué hacer para resolverlo, que es lo que sucedió con las movilizaciones juveniles de los últimos años; vemos que la respuesta no es adecuada a ese problema y nos planteamos qué hacer: cambiar estructuras, cuestionar lo que nos ha traído hasta aquí... sobre todo para aportar.

Pero luego llega un punto en el que a la gente le dices que opte por alternativas sostenibles, que la transición ecológica va de llevar a la sostenibilidad, donde te planteas el destino, y lo que estamos viendo es que lo que se cuela como deseable, esa sostenibilidad enmarcada en el capitalismo, es inherentemente insostenible y que es un destino instrumental que se utiliza para que nos quedemos como estamos, para que no se cuestione el sistema. Creo que necesitamos justo ahora cuestionarnos el destino. Después de la covid, de cierta conciencia sobre los límites, de la recuperación verde, del tema energético... Estamos en una encrucijada en la que tenemos que hablar de legitimidades, de quién toma las decisiones, de adónde nos dirigimos. Y creo que si empezamos a correr sin saber adónde vamos alguien nos va a dirigir a un sitio que no es deseable.

Entonces es un problema de destino y de camino.

Destino, camino y ritmo, que vamos muy lentos. Pero fundamentalmente de destino. Eso lo impugna la transición ecológica; la gente cree que es algo, un destino al que llegar, pero es una herramienta para pasar de un modelo insostenible a uno supuestamente sostenible. Yo lo que digo es que son incompatibles porque la sostenibilidad es estática y la transición dinámica. [Se habla de una] transición ecológica para enmarcar nuestro modelo de vida dentro de los límites biofísicos. No creo que la humanidad llegue a un destino en el que diga: vale, estamos en los límites, nos quedamos así, sino que vamos a estar en reajuste constante. La sostenibilidad nos da una ilusión de meta en la que estamos salvados y eso no va a ser así nunca.

¿No le da cierto temor que el lector no llegue a comprender eso? Es un libro que se llama Contra la sostenibilidad, en el que los dos primeros tercios se dedican a desmontar las herramientas de la transición ecológica, sus mecanismos.... Hay una tercera parte que habla de alternativas, ¿pero no teme que el lector se quede bloqueado en lo primero?

Un poco. Tengo claro que hay un peligro de caer en el fomento del inmovilismo, del todo mal. Pero creo que uno tiene que ser consciente de para qué escribe; yo lo hago para la transformación, la curiosidad, el aprendizaje y el pensamiento crítico. Estoy seguro de que no siempre lo consigo, pero intento aproximarme. Es un libro que va a ayudar a quien lo lea a saber lo que no es sostenibilidad, el greenwashing y falsas soluciones que se venden como panaceas. Y una vez hemos derribado los mitos, empezar a construir. El libro no pretende ser un tratado, pero sí intento apuntar algunos caminos que recorrer, palabras que utilizar... Quizá hablar de planificación, reducción del uso de materiales y energía, tenemos que hablar de racionamiento, que implica que quienes menos tienen van a tener más. La idea es ir inoculando algunas ideas para que uno vea que el libro es propositivo, pero que no se pueden lanzar esas propuestas sin derribar ese muro que nos cercena el futuro, tenemos que ser capaces de ver más allá, de pensar como sociedad muchos caminos. Y viene de alguien que ha vivido en ese paradigma, que lo conoce desde dentro. Creo que hay que hacer esa ruptura, que puede ser incómoda, sorprendente, pero que cuando uno se da cuenta de que eso son herramientas, no una impugnación porque sí, tenemos más capacidad, más legitimidad y más mimbres para poder construir algo colectivamente. El libro pretende ser una pequeña ayuda en ese esfuerzo colectivo.

¿Tiene que ser una ruptura semántica? Habla del vaciado de contenido de la palabra sostenibilidad, de la transición energética como una metonimia de la transición ecológica, de mecanismos de divulgación... Palabras que sí, palabras que no, palabras que dinamitan.

Tiene que ser una ruptura de significante y significado. Mi tesis es que la palabra sostenibilidad es irrecuperable, pero lo que significa sí que lo es. Para mucha gente significa hacer algo con poco impacto ambiental, redistribuir, poner el foco en la sostenibilidad social, que siempre se nos olvida. Creo que hay un debate de palabras, también porque vivimos en un mundo dominado por la publicidad, la reacción rápida... Las palabras importan mucho y sostenibilidad es una maravilla de palabra, suena bien. Creo que tenemos que redefinir las palabras sin impugnar los significados profundos compartidos. Llevo años hablando con gente y soy muy empirista, veo lo que funciona y lo que no. El catastrofismo no funciona, y aquí sucede lo mismo. En el marco teórico hay palabras fantásticas, pero no funcionan, como decrecimiento.

¿Aboga por el decrecimiento?

Sí.

Entendido por...

Entendido por una reducción planificada, ordenada y socialmente justa del uso de recursos y energía.

Hizo una encuesta en Twitter sobre la percepción del término. ¿Qué encontró?

Creo que tuve un resultado muy sesgado, mis seguidores son muy activos en estos temas, y la percepción no fue tan mala. Pero cuando uno sale de la burbuja de Twitter al mundo real, se encuentra con una polarización muy grande. Hay mucha gente que automáticamente se pone en contra, no quiere saber de lo que hablas a continuación porque te posicionas como decrecentista, como si quisieras ir hacia atrás; y otros que te van a aplaudir porque creen que eres lo suficientemente valiente como para hablar de una palabra muy incómoda. Que haya unos límites biofísicos del planeta que te impiden un crecimiento infinito es una realidad objetiva, pero puede llegar a transformarse en una trivialidad, porque lo que hay que hacer es articular respuestas sociales y políticas para vivir dentro de esos límites. Si dices decrecimiento, mucha gente rechaza todo lo que has dicho.

Suena a recortes, a que has vivido por encima de tus posibilidades...

Suena fatal. Y quienes abogan por el decrecimiento tienen que entender que la palabra suena mal, que es un mal marco para hablar de los temas. Es un mal marco político y es muy difícil hablar de ello. En el libro hay un capítulo de alternativas para hablar del decrecimiento: poscrecimiento, prosperidad del decrecimiento; economía sostenible, economía verde o, un tercer grupo, que habla de conceptos que van más allá: buena transición, buen vivir...

Emplea un concepto bastante extendido que es el del bienestar común.

Claro. El problema, entre comillas, es que no puedes poner una etiqueta en un supermercado de 'bienestarcomunible'. Por eso, lo importante es cambiar el marco en el que la sostenibilidad es simplemente un adjetivo mercantilista a que todo el sistema funcione de forma que prime el bienestar común, justo y compartido. Creo que hay que hablar de bienestar desligado del crecimiento, de justicia, de democracia y de planificación. La mano invisible del mercado acaba beneficiando a los de siempre, nos estrangula, es una patraña que no se sostiene ni teórica ni empíricamente. Hay que asumir que uno puede ser decrecentista y que ese es un mal marco político. Decrecimiento remite a recesión.

Uno crece o encoge.

Y si encoge es porque algo va mal. En las crisis de 2008 o de la Covid, ¿quién lo paga? Pocarropa, las clases bajas. Si usas un marco que remite a crisis, nadie quiere ir ahí. Prefiero hablar de reducción, de crecimiento en otros ámbitos. La gente que no puede encender la calefacción o pagar los alimentos básicos no va a decrecer, no es algo para toda la sociedad. Y podemos crecer en tiempo, en cuidados, en cultura, en bienestar, en espacios verdes. Hace falta una reducción planificada y ordenada de materiales y energía, que llegará sí o sí, porque los combustibles fósiles se van a agotar, pero hay que hablar de ello, no como una recesión, sino como una forma de vivir mejor. Por eso prefiero la terminología de prosperidad sin crecimiento o de buen vivir. Es difícil imaginar esos escenarios porque el capitalismo nos hace pensar que no podemos vivir de otra manera.

¿Le parece poca impugnación hablar de economía planificada, control de emisiones, redistribución de la riqueza y del tiempo? Es todo el modo de vida.

(Ríe). Completamente. Es una impugnación de formas de vida, que serán un sacrificio y un esfuerzo claro. Pero creo que necesitamos esa reflexión. Cuando entendamos que hay que hacer esa planificación de la reducción de recursos empezaremos a saber que hay que priorizar. La sostenibilidad dice que no hay que priorizar, que podemos hacer lo mismo de otra forma. Hay que priorizar energía solar o territorio fértil, fabricación de plástico, gasolina para las ambulancias o jets privados.

En algunos capítulos habla de una planificación democrática, del Green New Deal, asambleas participativas, la Gran Conversación en Francia... No es todo tan pesimista, ¿no?

Tengo un rayo de esperanza. Creo que hay conceptos que están flotando en el aire, tengo la sensación de que la gente entiende mejor algunas cosas. Creo que la educación ambiental es fundamental. Está el planteamiento de la asamblea por el clima, que he criticado por procedimientos, pero ha sido útil. El documento con las propuestas [del proceso asambleario en España] habla de que el Estado tenga el control de la energía, limitar vuelos cortos o privados, de medidas que son más estructurales. Si eso lo hemos podido conseguir con una asamblea que ha costado unos 400.000 euros, imaginemos lo que podemos hacer si en lugar de rescatar una autopista radial invertimos en educación ambiental.

Creo que hay un potencial enorme y que estamos aplicando transiciones hipermercantilistas: percibimos que un coche eléctrico es sostenible y que quitar coches y plantar árboles es estar peor, cuando lo importante es que necesites menos el coche o el aire acondicionado porque tu ciudad no es una isla de calor insoportable y tienes transporte público. En vez de apostarlo todo a coche eléctrico, gigafactorías o alta velocidad, debemos reverdecer las ciudades, mejorar el transporte público o tener una conversación social que nos hace mucha falta. Si no, la gente puede pensar que la transición ecológica es algo que hacen los de siempre, desde arriba hacia abajo. Tenemos que atajar esta disociación y este rechazo a los procesos de transición ecológica, que no se perciben como justos.

Hemos hablado de lo que no y de lo que sí. Pero mientras llega el ideal, ¿Cuál es la respuesta? Combustibles fósiles no, nucleares tampoco, aunque en algunos lugares quieran hacerlas verdes...

El movimiento pronuclear está anclado argumentalmente en combatir los clichés antinucleares, que es una postura muy legítima. No se dan cuenta de que lo que necesitamos es una rapidez de transformación brutal. No podemos esperar 15 años a tener una nuclear activa, que cuesta muchísimo dinero... Una central nuclear cuesta unos 15.000 millones de euros, con eso podemos transformar ciudades, transporte público, contratar maquinistas y trenes para unir territorios. El coste de oportunidad no lo tenemos claro. Y otra cuestión que obvian es la energía democrática; la nuclear nunca lo va a ser. Sin embargo, sí puedes unirte con tus vecinos para hacer una comunidad energética, puede apoyarla el ayuntamiento, un grupo de pequeñas empresas... Es más rápido, más directo. Puedes desmontar el argumento de los pronucleares sin hablar de la seguridad. Pero nos tenemos que plantear las renovables.

Ha comentado que es la transición más rápida, que incorpora mecanismos democráticos, pero las plantas solares fotovoltaicas se están encontrando con mucha oposición en muchos espacios.

Hay una sensación de desamparo. Si estás en tu pueblo y te enteras de que van a plantar una megacentral eléctrica de renovables, que se tramita desde el ministerio, con un proceso más laxo, mucha gente siente que se le está imponiendo, que se van a beneficiar otros. Que monta la central quien se beneficia de los combustibles fósiles, se percibe como un cambio de cromos. La transición energética es hablar de pobreza energética, justicia social, gobernanza. Es normal este primer rechazo porque se ha plasmado algo que veníamos advirtiendo: que la transición ecológica va más allá de la energética, pero se han ido confundiendo los departamentos, lo único que se valora son las emisiones. Reducir las emisiones es fundamental, especialmente en el País Valenciano, con la central de Cofrentes que va a cerrarse en pocos años. La cuestión es que la transición ecológica plantea un dilema: tienes terrenos productivos o con valor ecosistémico que van a ser dedicados a la producción de energía y eso hay que valorarlo; qué terrenos son aptos y cuáles no, hacer zonificaciones... Pero no puede percibirse que las ciudades demandamos energía que va a venir de otro sitio. Es muy difícil que una ciudad pueda cubrir su demanda energética con la solar, porque hay que pensar en la electrificación que vendrá, va a haber que poner placas y molinos. Lo que pasa es una cuestión democrática, necesitamos explicitar que en las ciudades hay un compromiso claro, que vamos a cambiar cómo producimos y cómo consumimos energía. Necesitamos una estrategia de ir con todo a la vez, ser conscientes de las contradicciones y de que vamos a tener que cambiar muchas cosas. No tiene sentido que implantemos miles de hectáreas de placas solares en el territorio para alimentar coches eléctricos en ciudades si no han cambiado su modelo de movilidad.

¿Le parece incompatible la implantación de plantas solares con la soberanía alimentaria y la protección del paisaje?

No tendría que serlo. También hay que tener claro que en el País Valenciano producimos para la exportación. Hay que tener mucho cuidado cuando tocamos ciertos temas porque la soberanía alimentaria es fundamental, pero ojo con esgrimir estas cuestiones cuando muchos de los campos más productivos se dedican a la exportación. Respecto al paisaje, este cambia, y lo ha hecho por la propia agricultura y hemos asumido ese cambio. Tendremos que consensuar esos cambios, deben ser democráticos, consensuados y planificados; no impuestos por el mismo sistema depredador que se enriquece.

¿Para terminar, la respuesta institucional le parece adecuada? ¿El trasvase Tajo-Segura, la ampliación del Puerto de Valencia o la gigafactoría de Volskwagen en Sagunto son compatibles con la transición ecológica?

No. Los trasvases nunca son la mejor solución para las carencias de agua; hay que abordar la demanda y la eficiencia. Sobre la gigafactoría, creo que es una buena noticia económica, pero estamos hablando de una empresa que nos engañó con el 'dieselgate', a la que le estamos dando millones de euros, y habría que preguntarse si no cabría otra política laboral, no el mantenimiento de una empresa automovilística, que es inherentemente insostenible. Sobre la ampliación del puerto, no tiene ningún sentido en el marco de un cambio climático que va a obligarnos a reducir los flujos de mercancías, poner en jaque las infraestructuras costeras y que va a afectar a la salud de la población de la ciudad y de los ecosistemas.

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