La Serranía. Territorio minado contra la belleza
Hay sitios que existen de verdad, pero es como si no existieran. No aparecen en los mapas. Los medios de comunicación sólo hablan de ellos cuando sucede alguna catástrofe que los afecta directamente. La política los abandonó hace años. No hay votos suficientes para ningún partido porque en esos sitios no vive casi nadie. Antes sí. Antes vivía mucha gente en los pueblos que hoy están casi abandonados. Pero la vida es más difícil en unos sitios que en otros. Y los pueblos del interior se fueron quedando vacíos. La emigración a Francia, sobre todo. Y a Barcelona. El no regreso. La gente se va y casi nunca vuelve. A lo mejor vuelve para las fiestas patronales. O para abaratar las vacaciones del verano. Pero la vida en esos pueblos no es vida de verdad, es supervivencia. Y, sin embargo, hay gente que hemos decidido vivir en esos pueblos de la Serranía y no en otros. Aunque a ratos sea difícil resistir, casi imposible.
La Serranía es una de las comarcas más hermosas de este país que borra del mapa lo que no le interesa. Es una de las más grandes. Y también una de las más despobladas. Por eso, como decía antes, al mundo de la política -sea cual sea- le interesa bien poco lo que pasa aquí arriba. Hay otras comarcas parecidas. No somos los únicos que sufrimos ese abandono de nuestros representantes públicos. Pero uno ha de hablar, principalmente, de lo que conoce. Y lo que yo más conozco es la Serranía. Apenas una veintena de pueblos. Apenas entre todos unos catorce mil habitantes. Y de esos catorce mil, más de la mitad se los llevan entre tres de esas poblaciones. Como si la Serranía fuera Siberia. Más o menos. Hace muchos años era difícil recorrer los pueblos serranos. Todo quedaba lejos. Las carreteras eran caminos de carro. Ir de un pueblo a otro era como un viaje de Julio Verne al centro de la tierra. Poco a poco nos fuimos conociendo. El punto de descubrimiento fue cuando se quiso instalar en el Domeño abandonado, hace casi treinta años, un almacén de pararrayos radiactivos. Nos opusimos. Hasta los del PP se oponían. Claro: entonces mandaba en la comarca el PSOE de Joan Lerma y se trataba de engañar a la gente. A esos del PP les importaba un pito el almacén radiactivo. Lo que querían era echar a los socialistas. Y lo consiguieron. Luego abandonaron las pancartas de la protesta y se dedicaron, en los pueblos donde gobernaban, a convertirlos en estercoleros. Así es la vida: imposturas y traiciones a destajo. El almacén se fue a otra parte. Y ahí, en aquel suceso lamentable, nos descubrimos como comarca, como tierra común, como un sitio lejos de todo pero con el alma de una resistencia a prueba de bomba.
La resistencia sigue. Sencillamente porque es la única manera de salvar lo que más nos identifica: el paisaje. Somos bosques, sendas incorruptibles, cielos tan limpios como el de las noches marsellesas, agua que no deja de brotar por trochas inextricables, gente que sólo sabe lo que ha de saber la gente decente: que la mayor nobleza se la debemos a la tierra donde nacimos y en la que hemos decidido vivir cueste lo que cueste. La resistencia tiene que ver con la belleza que antes les contaba. Somos una tierra hermosa. Pero desde hace años esa tierra está agujereada impunemente por las excavadoras. Las minas de explotación a cielo abierto. Las montañas se convierten en pozos sin fondo. Los árboles desaparecen y en su lugar quedan un inmenso agujero de color marrón, muelas ancestrales convertidas en calvas abruptas que parecen calaveras, un olor a mierda que supuran los deficientes contenedores de basura planetaria que ha encontrado en la Serranía su particular territorio de intereses bastardos. Luchan esos depredadores contra la belleza de mi tierra. Les importa un pito la destrucción de lo más nuestro, de lo común que nos junta en medio del infortunio: ese vivir apegados a los pueblos donde nacimos y donde hemos decidido vivir a pesar de la intemperie política, de las traiciones a destajo, de que no aparezcamos en los mapas.
Pero ya digo: la resistencia está ahí. Por eso el otro día -¡al fin!- vinieron a visitarnos responsables políticos de Medio Ambiente de la Generalitat Valenciana. Algo es algo. Quienes no aparecen para nada son los de Turismo de esa misma Generalitat. O de la Diputación de Valencia. Seguramente la Serranía los pilla a trasmano. Mucho hablar del turismo rural pero sus eslóganes no dejan de ser una manera retórica de marear la perdiz para que todo siga igual que cuando los dinosaurios corrían como ardachos gigantes por las huertas de Losilla de Aras. La visita del otro día era para ver el estado en que se encuentran las montañas copadas por las minas. Territorio minado contra la belleza. Eso somos. La comitiva se detuvo en una de esas explotaciones. Y uno de esos explotadores se subió a una excavadora y embistió a quienes formaban parte de la comitiva. La agresión a la tierra y a las personas se juntaban ese día en la forma de un salvaje al que sólo le importa su negocio, aunque sea a costa de liquidar los bosques y el aire que esos bosques nos permiten respirar con absoluta pureza. No se trata de un caso único ni es la primera vez que ocurre. Hace años que esa violencia existe. Los mineros dicen que defienden sus derechos. Lo que no entienden -porque no quieren entenderlo- es que nosotros también defendemos los nuestros.
Hay sitios que existen de verdad, aunque demasiadas veces no salen en los mapas. Este artículo les llega a ustedes desde lejos, desde uno de esos sitios: la Serranía, carretera de Ademuz arriba, buscando tierras de Cuenca y de Teruel. Seguro que habrá sitios hermosos en todas partes. Yo les acabo de contar uno de esos sitios. Ahí se juntan -con deseos de dignidad y de nobleza- la belleza irrepetible de una tierra y la resistencia de sus gentes a que esa belleza desaparezca en manos del abandono político y de la vieja y enconada violencia de las excavadoras.