Morto un papa, se ne fa un altro: se acabó el cónclave (¿se acuerdan?) y habemus papam. Claro que este ha sido el primer cónclave vivido en la vorágine de las redes sociales y se ha notado. El jueves 8 de mayo andábamos todos deseando que saliera pronto un papa, porque no parábamos de mirar esa chimenea y de rellenar cuestionarios 'online' para ver con qué cardenal nos identificábamos. La fumata blanca me pilló en clase y me avisaron los alumnos. La cosa es que me entró una alegría como si me hubieran tocado quince millones de euros o una casa en propiedad. Mientras seguía con la clase, imaginaba con detalles inventados lo que estaría sucediendo en el salón de las lágrimas. Y tenía algo de conmovedor. O no, o era solo sobresaturación informativa.
Sea como fuere, este ha sido el tercer cónclave de mi vida. Mis hijas competían entre sí porque la mayor vivió el anterior, aunque fuera un bebé, mientras la segunda no había nacido todavía. Lo interesante de calcular el tiempo en papados frente a hacerlo, qué sé yo, en presidentes del Gobierno es que es una medida más próxima a la humana. De repente, el tiempo se acelera (el brevísimo papado de Juan Pablo I) y luego parece que nada vaya a cambiar (los muchísimos años de Juan Pablo II). Entonces, cuando estamos instalados en la rutina, abdica Benedicto XVI y no lo entiende nadie en la rueda de prensa porque lo explican en latín. Estos saltos se aproximan más al tiempo de la vida sentida, me parece.
Conozco a mujeres que se ubican en el tiempo en función de sus embarazos (“ah, eso debió de ser en…, porque estaba embarazada de…”, “no, no, imposible, si solo tenía al mayor, eso fue en…”). Por no hablar de los machacones ciclos menstruales: pum pum pum. Luego están los hitos deportivos pasados por el tamiz de la memoria de cada uno: las Olimpiadas de Comaneci, el Mundial de Maradona —o el de Sudáfrica para Nosotros Los Españoles— y, por supuesto, el mayor canto a la épica del universo. No me refiero a las gestas de don Rafael Nadal Parera, sino a la imposible victoria de Alonso en el GP de Europa de 2012. Otra medida del tiempo más seca, más contundente nos la dan las catástrofes. La pandemia, sin duda, pero también la DANA, que ha partido por la mitad el presente curso en València y cuyos coletazos se sentirán largo tiempo.
Qué diremos de los tiempos astronómicos, inalcanzables y mayúsculos. Son los que nos ubican en nuestra escala, la de una minúscula existencia (una mota de polvo). Pero incluso esos tiempos proporcionan hitos, asideros, como los eclipses. No sé si ustedes también leyeron Tintín y el templo del sol y alucinaron con la pericia del joven periodista para descubrir después, divertidos, el cuento de Augusto Monterroso. Sin embargo, no tengo problema con los eclipses: es el cometa Halley el que me preocupa. Es decir, en su paso anterior yo tenía apenas unos meses; era una bebé insomne y puede que despierta esa madrugada de abril. Por tanto, todo apunta a que mi vida, la duración de mi vida, va a coincidir con una vuelta entera del Halley en torno a la Tierra. Total, que me voy a morir en 2061, porque el cometa habrá completado un nuevo giro de 75 años.
Esto no me lo he inventado yo: lo aprendí de una canción de Andrés Lewin, un cantautor que apenas llegó a la mitad de su vuelta del Halley (la palabra “cantautor” suena tan pesada en un texto que hable de él). Lewin murió con 37 años. Me crucé con la órbita de su alma dieciocho años después del paso del cometa en 1986. Lewin soñaba con hacer tiempo por el mundo hasta saltar al espacio cuando volviera a pasar Halley. Apenas coincidí con él un fin de semana, hace tanto. Lo mejor fue escucharlo hablar sin freno una noche entera: de su psicoanalista, de su madre, de los gorros rusos que le encantaban. Le sobraban la inseguridad y los complejos, pero era genuino. De los que no son fruto de una voluntad de ser geniales, sino el destilado inevitable de la mezcla caótica de muchas cosas. Contaban sus amigos que una noche se metió en un contenedor y empezó a gritar que era un montón de mierda.
El cometa Halley ya viene de vuelta y no soy tan tonta como para creer que yo sí celebraré 2061, aunque lo intentaré.