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De venta en las carnicerías turcas

Alfons Cervera

No sé si se acuerdan. Un niño muerto en la playa turca de Bodrum. El agua, en su ir y venir hasta la arena, mojaba el cadáver y lo convertía en una especie de ropa sin nada dentro, como si el cuerpo de Aylan hubiera desaparecido en medio de las olas. El niño muerto AylanKurdi dio la vuelta al mundo. Los miles y miles de refugiados que llegaban a las costas mediterráneas se resumían en la imagen escalofriante de una playa con el sólo cuerpo de la inocencia mecido como un trapo por el suave olear merengue de la espuma. Era el final del último verano. Los turistas no aparecen en la fotografía repetida un millón de veces. Sólo el policía que lleva en brazos el cuerpo de Aylan. Si la muerte es el colmo de la soledad infinita, la muerte de un niño abandonado y solo en una playa hermosa es el no va más de esa soledad. Y también, cómo no, de la infamia más cruelmente ilimitada.

De esa imagen han pasado unos meses. Y sin embargo es como si no hubiera existido, como si se hubiera extraviado en el pasado más remoto. Los medios de comunicación la explotaron sin respiro como explotaron hasta el asco aquel cormorán falso y alquitranado cuando la Guerra del Golfo comandada por Bush padre, una guerra que sirvió de modelo para que años más tarde el hijo, con Aznar y Tony Blair burlándose del mundo en las Azores, urdieran la mentira que daría paso a los nuevos tiempos de violencia planetaria que vivimos. La muerte de Aylan se convirtió en el reclamo para que el mundo entero mirara esa afrenta que suponía en aquel momento la llegada masiva de refugiados buscando un sitio de acogida en las costas griegas sobre todo. No se hablaba de otra cosa. Las barcazas llenas de gente amontonada. Los rostros asustados. Esas miradas a ninguna parte que es la manera de mirar que tiene el desamparo. Esa mezcla desasosegante de vida y muerte flotando en las aguas de la vergüenza. Dónde ha ido a parar todo aquello.

Los informativos de la televisión han relegado a la cuarta o quinta noticia la aparición en la pantalla de las barcazas de la desesperación. Un rato antes de escribir este artículo estaba viendo una cadena progre y ha pasado un cuarto de hora en su informativo del mediodía antes de que aparecieran como de pasada los campamentos de ese insoportable descalabro humanitario. Qué harán en las otras cadenas. No lo quiero ni pensar. El niño Aylan es sólo una imagen borrosa perdida en el olvido. Ahora lo que interesa a los medios de comunicación son los pactos políticos que no se acaban nunca. Los pactos del poder para obtener más poder. El recuerdo de Aylan es una mosca cojonera que no interesa porque el dolor se mide por el tiempo que dura en nuestra retina. Y ese tiempo ya se hizo demasiado viejo. Los campamentos de refugiados son para las televisiones lo mismo que los que se montan a la puerta de los estadios o las plazas de toros cuando van a actuar Bruce Springsteen o U2. La famosa y vejatoria patada de aquella periodista húngara a uno de los refugiados que iba con sus hijos fue la misma patada de las televisiones a la dignidad de una gente a la que la gran Europa considera carne de exterminio. Lo último: esa carne será vendida a peso en las podridas carnicerías de Tayyip Erdogan. A cambio de 6000 millones de euros y de articular el viaje rápido de la dictadura turca al organigrama de esa Europa cada vez más volcada en destrozar el alma más debilitada de la tierra.

Dónde ha ido a parar aquel noble propósito de acoger a cientos de miles de refugiados en los países europeos. A ningún sitio. Hay que amontonarlos como si fueran paquetes de una mercancía que apesta. Dónde los derechos reconocidos por las instancias que tienen que ver con los Derechos Humanos. En ningún sitio. La gran Europa se pasa por el forro de sus despreciables intereses esos Derechos y a quienes exigen el respeto a las leyes que son, por otra parte, de obligado cumplimiento. Las palabras de Javier de Lucas, seguramente uno de los expertos que más sabe de lo que hablo, vienen al pelo para cerrar esta rabia desde la que escribo: “La Convención de 1951 y el Protocolo de Nueva York de 1966 instituyen y regulan la protección en que el asilo consiste. Y sin embargo, en un mundo en que cada vez más seres humanos necesitan recibir esa protección, porque cada vez hay más riesgos, más amenazas, el asilo no deja de retroceder”. Más claro, ni el agua. Pues eso.

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