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¿Es realmente cierto que la comida de hoy ya no sabe como la que nos daban nuestras abuelas?

Foto: Wikimedia Commons

ConsumoClaro

Ni los tomates ni las peras ni las manzanas, ni siquiera el chocolate o el café sabe como el que nos daba nuestra abuela cuando íbamos a visitarla al pueblo. ¿Mito o realidad? Es posible que tal afirmación tenga mucho que ver con la nostalgia que produce el paso del tiempo y con las deformaciones que la memoria hace de los recuerdos, siempre en positivo. Un estudio de la universidad irlandesa de Limerick demostró en la década de los 70 del pasado siglo que tendemos a borrar las sensaciones de los malos recuerdos y potenciar las de los buenos.

Nada deja mejor recuerdo que una tableta de chocolate, una pera jugosa o un tomate recién recogido, cortado y servido con un poco de aceite y sal. Incluso 'el recuerdo de la abuela' ha dado lugar a no pocas oportunidades de negocio: libros de recetas de las abuelas, restaurantes de cocina de la abuela, etc. En realidad un tomate es siempre un tomate y ningún científico se dedica a crear variedades genéticas que no sepan a nada, por mucho que aumenten la producción por planta. Y lo mismo cabe decir de las peras, las manzanas, pepinillos, calabacines y toda suerte de vegetales y frutas. Los tomates de la abuela eran idénticos a los nuestros.

No obstante, sí hay base científica para sospechar que no saben igual cuando los comemos, que han perdido una parte importante de sus propiedades por el camino que les ha conducido a nuestra mesa. En esta pérdida de propiedades se debe a diversos factores, que varían según el producto y el tipo de cultivo, recolección o elaboración que ha sufrido. Pero también tiene mucho que ver con el modo de vida que llevamos hoy en día; los espacios que destinamos en nuestra cocina al almacenaje de alimentos y la manía que tenemos de guardarlo todo en la nevera.

Veamos, uno por uno, cómo se altera cada alimento desde que se recoge hasta que llega a nuestro paladar.

Fruta de árbol

Peras, Manzanas, melocotones, albaricoques, etc., se recogían antes de forma más artesanal y tenían un tiempo de llegada a la mesa más corto. Muchas veces pasaban de la recolección al punto de venta sin mediar intermediarios, en un área local de pocos centenares de kilómetros. Era, y es, la fruta de temporada, solo que antes las temporadas eran más cortas porque la fruta maduraba rápido, de un modo natural.

A partir de los años ochenta se imponen las grandes cámaras frigoríficas para retrasar la maduración de la fruta y prolongar así su vida comercial al detener la descomposición de los tejidos que se daría por vía natural. Pero, al mismo tiempo, alteran el ulterior desarrollo normal del producto, de modo que cuando la fruta llega al punto de venta tiene mejor aspecto pero retrasa mucho su maduración.

Adicionalmente, como solemos meterlas en la nevera, las volvemos a someter al frio, que daña parte de sus tejidos -impidiendo que se muestren jugosos- y retrasa la formación de fructosa, que es el azúcar de las frutas, y otros componentes complejos que caracterizan el sabor. Así, cuando les hincamos el diente, en lugar de recordar a la abuela nos acordamos de que pronto nos toca hora en el dentista para una limpieza bucal. ¿Quién no ha dejado rastros de sangre en una pera que ha pasado buena parte de su vida útil en neveras y frigoríficos?

Verduras

A la verdura, en general, le pasa lo mismo que a la fruta de árbol. Si la abuela nos la preparaba recién cogida, la que compramos en la verdulería ha pasado más allá del muro de Invernalia la mayor parte de su ciclo vital. Está fresca y hermosa, pero ha perdido por el camino buena parte de sus virtudes organolépticas y posiblemente en lugar de tener una maduración natural, pasará en un visto y no visto a mostrarse agostada y blanda.

Para prevenirlo, claro, la metemos en la nevera junto con el resto de la compra semanal, donde no madura de un modo natural. Solo la sacamos para consumirla sin detenernos a pensar si ha madurado debidamente o no. La conclusión es que no sabe a nada. En el caso de las espinacas, las acelgas o la lechuga, hay estudios que indican que el frío mata buena parte del ácido fólico que contienen, una vitamina esencial.

Y el colmo es el tomate, ese mismo que nos daba la abuela pero que ahora viene de una cámara y va a una nevera, donde el frío continua la destrucción de sus tejidos y altera la mayoría de sus sabores. Otro pecado es guardar las patatas en el frigorífico, ya que se vuelven harinosas y dulzonas al alterar la hidrólisis del almidón, un matiz que no les es característico de natural. Tampoco ajos y cebollas deben ir a la nevera porque pierden buena parte de sus propiedades.

Fruta tropical

Un apartado especial merecen las frutas tropicales, que proceden de climas donde la temperatura nunca baja hasta los cuatro grados de una nevera. Somos nosotros quienes las metemos en el frigorífico directamente desde la bolsa de la compra, creyendo que de lo contrario se desintegrarán cuando en realidad asesinamos así todos sus sabores y matices. El resultado son piñas ácidas, plátanos oscurecidos por fuera y duros por dentro. O aguacates cuajados y duros como piedras.

Especialmente esta última fruta nunca debe pasar por la nevera a no ser que esté ya sumamente madura. Otro caso alarmante es el de la sandía, una fruta que con el frío adquiere una textura harinosa que hace difícil su corte, además de disminuir sensiblemente su sabor. Y qué decir del melón, que pasa de tierno y jugoso a duro y soso como agua azucarada.

Solo los cítricos, a pesar de que los árboles precisan de climas cálidos, soportan bastante bien el frío, ya que se recogen en su punto de madurez y tienen una piel gruesa que les defiende mejor, aunque las naranjas y mandarinas de nevera pueden tener menos azúcares.

Café, chocolate, huevos

Tampoco al café, especialmente al grano, le sienta bien el frío, pues rompe los tejidos del fruto y aumenta la liberación de compuestos como la vainillina, el guaiacol y el ethylguaiacol, el furfurylthiol o el butadion, responsables de su aroma. Aunque guardemos el grano en un tarro cerrado herméticamente, en el momento de abrirlo estas moléculas se volatilizarán y no irán a parar a la infusión, que por lo tanto no sabrá como el café de la abuela.

Y similar proceso sufre el chocolate negro, que incluso pierde su textura con el frío, tal como se comprueba en la pátina blanca que le queda cuando ha estado directamente expuesto a este. El cacao también pierde en la nevera toda su potencia organoléptica, además de su untuosidad, y pasa de fundirse en la boca con una sensación mantecosa a romperse como si fuera algo rígido que se fragmenta. Otros alimentos que deben mantenerse lejos de la nevera son los frutos secos y las legumbres.

Finalmente, tampoco a los huevos les sienta demasiado bien el frío, aunque sí es cierto que este prolonga su vida útil y en climas secos les previene de la pérdida de agua, pero a costa de su sabor y su textura.

¿Donde va entonces cada cosa?

  • Fruta de árbol: Lo ideal es tener una fresquera en casa. Es decir, una habitación oscura, fresca y seca. También con buena ventilación a poder ser, ya que especialmente las manzanas emiten etileno, una hormona que acelera la maduración tanto propia como de otros frutos y verduras al alcance.
  • Fruta tropical: Colocarla en la misma habitación pero lejos de la fruta de árbol, ya que la fruta tropical (bananas, piñas, aguacates, papayas, etc.) es especialmente sensible al etileno.
  • Melones y sandías: La fresquera o en cualquier otro lugar qué no sea demasiado caluroso, pero nunca la nevera.
  • Verduras: también en estantes en la misma habitación, y mejor separadas entre sí para evitar que los jugos exudados creen hongos que se pasen de un alimento a otro. Lo mejor es lavar y secar bien cada pieza antes de meterla en la fresquera.
  • Huevos: Pueden ir en la fresquera o fuera, en su cartón o bien agrupados en una huevera. Pero es importante respetar la fecha de caducidad indicada en la cáscara. Opcionalmente se les puede cubrir con un trapo que se salpica con agua de vez en cuando para mantener el grado de humedad.
  • Pan: También a la fresquera y envuelto en un paño ligeramente húmedo, pues el frío cristaliza el almidón y lo endurece. También se puede congelar con buenos resultados.
  • Chocolate: envuelto en papel graso o bien de aluminio para que no pierda humedad, y guardado en la fresquera para que no se vuelva demasiado blando.
  • Café: Mejor en grano y en un pote hermético. Es indiferente meterlo en la fresquera o no, pero si está molido es mejor que se sitúe donde pueda evaporar menos el aroma. Opcionalmente el café de molido fino puede ir a la nevera.
  • Frutos secos y legumbres: En la fresquera y en capazos o sacos abiertos, de modo que respiren y no adquieran demasiada humedad que pueda acabar atrayendo microorganismos.
  • Si no se tiene espacio para una fresquera: Es lo que nos sucede a la mayoría. En tal caso la mejor solución es comprar producto fresco con mucha frecuencia y en pocas cantidades. De este modo, estará menos tiempo en la nevera y conservará mejor su sabor. No nos dejemos llevar por el 'síndrome del frigorífico vacío', de hecho por culpa de esta manía de tenerlo a tope, se tiran en el mundo cada año un tercio de los alimentos producidos. Y sí, se tiran porque se pudren en la nevera.

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