Un pequeño tesoro de la pintura flamenca, redescubierto en Madrid
No es nada habitual descubrir en Madrid una colección de 72 pinturas flamencas de los siglos XV y XVI en excelente estado de conservación y que solo habían sido vistas en parte. Es lo que hace pocos días presentaba el Museo Lázaro Galdiano bajo el título Una colección redescubierta. Tablas flamencas del Museo Lázaro Galdiano (disponible hasta el 28 de Enero de 2018), una muestra sobre estas obras compradas a principios de siglo por su fundador y que son un verdadero lujo.
El Lázaro Galdiano está en el palacete Parque Florido, llamado así en honor a su esposa, la rica viuda argentina Paula Florido. El edificio fue construido en 1909 en la calle Serrano de Madrid para acoger la amplísima colección de este editor navarro a principios del siglo XX. A su muerte, en 1948, la colección pasó al Estado, que la convirtió en museo. La peripecia vital de José Lázaro Galdiano está muy bien explicada en Wikipedia, un perfil destacable por no ser tan hagiográfico como muchos de los existentes, entre ellos su biografía en la web del museo.
En realidad, y teniendo en cuenta el tiempo pasado, la vida de Lázaro Galdiano no tiene ya demasiada relevancia, exceptuando datos como una gran pasión por las artes desde pequeño, poseer el espíritu de trapicheo consustancial a un coleccionista y disponer de suficiente dinero como para realizar su sueño. Estos tres factores sirven para entender cómo formó su colección y, más en concreto, esta de tablas flamencas que ahora se representa.
Era un mercado del arte aún no tan disparatado como acredita hoy la muy reciente venta de un Leonardo por 450 millones de dólares. Lázaro Galdiano, o su mucho más millonario colega transoceánico Archer Milton Huntington y su Sociedad Hispánica de América, pudieron aplicar su conocimiento (parece que mayor en el español) y recursos en la adquisición de obras de calidad representativas de sus periodos.
Mercaderes en busca de arte
Obras solo en parte con atribuciones concretas, porque en aquellos principios del XX se estaba produciendo una verdadera revolución en este terreno: los historiadores podían referirse, no solo a la firma del artista o a información fehaciente, sino recurrir a métodos científicos o estilísticos para determinar tal o cual atribución y situarlas en un continuo de creación.
Este cambio de perspectiva va mucho más allá de a quién se le adjudica una obra. En puridad esto solo tiene importancia monetaria, mediática o en la museística tradicional. Con saber el lugar de donde procede la obra, cuáles eran sus contextos artístico, social, político o religioso y cuándo fue realizada, bastaría y sobraría. Su mérito formal o intelectual son aspectos subjetivos, y para valorarlos no es imprescindible un nombre rutilante, aunque pueda servir como orientación.
Así pudo acumular Lázaro Galdiano una colección de más de 12.000 piezas entre las cuales, además de los cuadros, hay esculturas y artes decorativas como esmaltes, marfiles, orfebrería, bronces antiguos y renacentistas, joyas o armaduras. Todo lo que hay en el museo es antiguo porque el fundador no compró arte de su propio tiempo. Su principal empeño fue el arte español, muy en el espíritu del regeneracionismo predicado por Joaquín Costa. Un reformismo conservador basado en los momentos de gloria del espíritu español, por así decir.
Y en ese sentido iba también su revista La España Moderna, en donde se publicaron cientos de textos de notables nacionales como Emilia Pardo Bazán, Unamuno, Echegaray, Clarín, Palacio Valdés, Zorrilla, Pérez Galdós, Menéndez y Pelayo o a políticos tan opuestos como Cánovas y Pablo Iglesias. También se tradujeron firmas extranjeras como Dostoievski, Balzac, Nietzsche o Flaubert. ¡Incluso Kropotkin, el príncipe anarquista!
Un coleccionista chapado a la antigua
Lázaro Galdiano, chapado a la antigua como era, fue un buen coleccionista de su tiempo. Aunque entre sus compras haya habido atribuciones y desatribuciones, no se han dado demasiados casos de falsos escandalosos. Lo que se percibe es que no compraba a lo loco sino siguiendo unas pautas y determinados temas. Eso le llevó a la adquisición de las tablas flamencas que ahora se presentan.
El trabajo que han realizado Didier Martens y la conservadora del Museo Amparo López Redondo es de los que justifican una institución pública. No solo se ha procedido a la restauración de las tablas en peor estado, sino que se ha realizado una amplia investigación que incluye, por ejemplo, un estudio botánico de las pinturas realizado por Eduardo Barba (del cual se deduce que esas plantas imposibles del Bosco son en realidad quimeras vegetales, no simples fantasías).
Aparte de un Bosco indiscutido y dos posible atribuciones al mismo, los 72 cuadros (más uno de Lovaina) forman una colección algo más que curiosa. Es relevante porque aunque abunden pintores cuyo nombre de pila se desconoce, estos cuadros nacen en el final de la Baja Edad Media centroeuropea y cubren el Renacimiento nórdico, llegando casi al Barroco.
El soporte, tablas de madera, no era tan adecuado para el transporte como luego serían los lienzos, pero ya existía un vivo comercio de larga distancia, en este caso propiciado por el dominio en España y Flandes de los Habsburgo españoles. Por otro lado, ya son todos óleos, lo cual les hacía menos frágiles que el temple.
Obras convertidas en mercancía al por mayor
Aquí se distinguen las primeras tentativas de un mercado libre (de pintura de alta calidad, pinturas populares se habían vendido libremente casi desde siempre), con cuadros genéricos y prácticamente iguales destinados a se comercializados en mercados o establecimientos de lo más variado. Una las tablas presentes procede de la Rioja, en donde fue vendida en su momento.
El Maestro de las medias figuras (segundo tercio del siglo XVI), del cual hay seis obras, es un caso perfecto. El hombre pintaba un mismo motivo, como Virgen con Niño, las veces que fuera necesario para posteriormente vender los cuadros (de pequeño tamaño) a un comerciante de Brujas o Amberes que se encargarían de su distribución. Algo parecido al español Divino Morales, por lo que debía ser una práctica común.
Hay una especial abundancia de un maestro como Adrian Isenbrandt, reconocido como importante en su época, pero al cual parece complicado atribuir obras concretas. Hay algunos nombres de relumbrón, como el Maestro de la Flemalle o Quentin Metsys, pero el cuerpo de la colección son maestros, grupos o talleres. Tanto da, como se indicaba antes, lo que se ve aquí es pintura de alta calidad. Su motivo es casi siempre religioso, algo que quizá no solo fuera achacable a la época sino también al gusto del coleccionista, pero eso no resta interés a la colección.
Por cierto, no hay ninguna maestra, aunque cabe la posibilidad de que alguno de estos cuadros estuviera pintado por una mujer. Pero poder realizar el trayecto desde una pintura con rastro tardomedieval hasta las carnaciones casi propias de Rubens en un Anónimo de Amberes de 1570 es algo inusitado en España. Un pequeño tesoro hasta ahora semioculto.