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La procacidad y la lascivia que la Iglesia no censura en el arte sacro

La escultura 'Esclavo moribundo' de Miguel Ángel

Déborah García

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Durante siglos, la Iglesia Católica fue el principal mecenas de las artes. Gracias a ella, y para su esplendor, muchos artistas se consagraron con pasión, al menos aparentemente, a dar gloria a las Santas Escrituras a través de su representación en cuadros, esculturas y diferentes construcciones arquitectónicas. Sin embargo, no debemos olvidar que, hecha la ley, hecha la trampa. Los gestos de los protagonistas de Ateo de C. Tangana y Nathy Peluso pueden encontrarse en la propia iconografía de la Catedral de Toledo y es que el artista no ha creado ningún gesto nuevo; más bien, continúa la estela de una larga tradición de personas que fueron capaces de usar a la Santa Madre para contar lo que querían contar. Catedrales, capiteles, misericordias, lienzos, esculturas, murales y frescos albergan material suficiente para convertir el videoclip de la discordia en un juego de niños.

Por proximidad con la reciente polémica, el primero a destacar es El Greco. La obra del llamado pintor de lo religioso merece toda la atención al tratarse de un autor cristiano patrocinado por las élites eclesiales cultas de la Archidiócesis de Toledo al servicio de la Contrarreforma en el siglo XVI. Su pintura ha sido objeto de numerosos estudios, algunos de ellos marcados por la extravagancia como el de Fernando Arrabal, en la que se han llegado a ver innumerables penes y vulvas diseminados por algunos de sus lienzos más emblemáticos. En La Sagrada Familia con Magdalena, el pequeño Jesús parece sostener una pera con forma de pene en su mano y en Sagrada Familia con Santa Ana, los genitales del bebé parecen castrados, según se ha analizado en una investigación de la Universidad de Castilla La Mancha. Estudiosos de la obra del cretense como Somerset Maugham o Cocteau han señalado que gran parte de su producción tiene una vertiente homoerótica que se vislumbra, por ejemplo, en la forma en la que El Greco deja caer a menudo el paño que cubre los genitales de Cristo o de algún santo o mártir. Siempre ladea el paño transparente por debajo de la cadera, formando una especie de triángulo marcadamente erótico que acentúa el pubis. Esto sucede en su cuadro El martirio de San Sebastián, expuesto en un lugar tan preeminente como es otra catedral, la de Palencia. Y también en sus obras Crucifixión o en La Santísima Trinidad.

Miguel Ángel es otro de los casos paradigmáticos. Uno de sus grandes benefactores, el Papá Clemente VII, le encargó la obra más importante del programa iconográfico de la Iglesia Católica: la Capilla Sixtina. La historiadora Elena Lazzarini señalaba en Desnudo, Arte y decoro (2011) que sus frecuentes visitas a prostíbulos y saunas, y los encuentros sexuales que presenciaba allí, inspiraron gran parte de los frescos de El Juicio final. Prácticas a las que algunas instituciones de la Iglesia siguen sin dar su bendición, pueden verse en los muros del Vaticano. Los cuerpos viriles se enroscan unos con otros en una orgía de dimensiones desconocidas. Miguel Ángel sintió predilección por la escultura y por su poder para dar forma en tres dimensiones. Eso se traduce en que los cuerpos esculpidos por él, desde aquel primer Bacco, fueron sensuales, trabajados y a menudo andróginos. Su gran ruptura (para parte de la Iglesia, con Paulo III a la cabeza, que no aceptaba la representación explícita de los genitales y por eso algunos fueron tapados o borrados) fue la representación que hizo de Cristo en el Juicio Final: sin barba, rubio, musculoso y viril y lanzando una mirada intensa a San Bartolomé, que tomó prestado el rostro del amante de Miguel Ángel en aquella época, Tommaso dei Cavalieri.

Entre todas las obras del gran artista destaca por ambigua la de El esclavo moribundo, una obra concebida para formar parte de la tumba funeraria de Julio II y que es todo sensualidad. El contrapposto, la mano sobre la cabeza, el cuerpo arqueado, la ropa a medio subir sobre el pecho. El esclavo está muriendo, pero su gesto facial y el lenguaje corporal nos transmiten algo más. Es esa ambigüedad propia de la iconografía religiosa en las escenas con figuras dando su último aliento o alcanzando el éxtasis. Sus gestos de dolor parecen transmutarse en algo más en El éxtasis de Santa Teresa de Bernini (en el interior de la iglesia de Santa María de la Victoria, en Roma), en San Serapio de Zurbarán, o en casi todas las representaciones hechas del martirio de San Sebastián, como en la de Guido Reni. Todas parecen hacer dialogar el dolor con el placer.

Lo cierto es que los cuerpos monumentales y desnudos de los pintores y escultores del Renacimiento, no gustaron a la curia y a menudo fueron censurados. Es muy conocido el caso de Biagio de Cesana, totalmente escandalizado por la impudencia de los frescos de la Capilla Sixtina del Palacio del Vaticano. Cesana convenció a Paulo III de que pintara velos para cubrir los genitales de las figuras. Miguel Ángel se vengó dibujando a Cesana en el infierno como un condenado con orejas de burro y una serpiente enroscada a su cuerpo.

Pero sin duda uno de los que más escandalizó a la Iglesia fue Caravaggio. Los cuerpos que pinta no tienen la voluptuosidad y erotismo de la que hacen gala las figuras de Rubens en el lienzo Sansón y Dalila. Caravaggio, en cambio, puso a la Virgen moribunda el rostro de una prostituta y a menudo los santos que le encargaron pintar llevaron el rostro de los más humildes, pendencieros y borrachos. La muerte de la Virgen fue un encargo de un abogado papal que rechazó quedarse con la obra cuando vio que el rostro de la virgen moribunda había sido representado de manera realista: amoratado e hinchado.

Caravaggio se esforzó por dar realismo a los rostros y cuerpos de las figuras. Tanto en el célebre cuadro de La vocación de San Mateo, expuesto en la Capilla Contarelli de la iglesia San Luis de los Franceses en Roma como en La crucifixión de San Pedro en la iglesia Santa Maria del Popolo, también en Roma, las figuras bíblicas son representadas con realismo. Algo que a la Iglesia no acababa de gustarle demasiado. Ese mezclar a los santos con el común, ese bajar al barro a las figuras. Es interesante la representación de San Pedro: un simple hombre común y a su lado, su verdugo, con los pies sucios en primer plano.

No sería la única vez que Caravaggio consiguiera imponer su criterio en un encargo. En La conversión de Pablo, logró romper con la clásica representación de la escena al gusto de la Iglesia, otorgándole casi todo el protagonismo al caballo que ocupa la parte central del lienzo. Mientras San Pablo, figura fundamental para la Iglesia Católica yace en el suelo. Caravaggio además nos enseñó que el cuerpo de Cristo es sobre todo cuerpo carnal en el que se puede entrar, como en la sugerente escena que recreó en La incredulidad de Santo Tomás. Hay en los cuadros del pintor un subtexto que el historiador Graham L. Hammill ha identificado en su libro Sexuality and Form: Caravaggio, Marlowe, and Bacon, explicando que en algunos lienzos de Merisi el sexo está a punto de suceder, esto sería así en El sacrificio de Isaac o en Siete obras de misericordia. En este último, expuesto en la iglesia Pio Monte della Misericordia de Napoles, una mujer se sujeta un pecho que acerca a una ventana enrejada en la que asoma una cabeza barbuda que la lame.

A lo largo de toda la historia del arte, en cuadros dedicados con extremada delicadeza a recrear motivos religiosos o bíblicos, aparece la impronta del artista, que de manera sibilina y sigilosa fue capaz de engañar a su gran benefactor y dejar constancia, por los siglos de los siglos, de que el arte siempre es mucho más de lo que en apariencia nos muestra.

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