La nueva aproximación feminista al wéstern recupera a Calamity Jane
Martha Jane Cannary, mejor conocida como Calamity Jane, nació en 1856 en Princeton, Missouri, y esta es una de las pocas certezas que existen sobre su vida: fue una de las más célebres exploradoras del Oeste americano. Ni tan siquiera se sabe bien el origen del apodo que la hizo célebre: se dice que desataba calamidades si se le llevaba la contraria, especialmente cuando tenía razón. Aunque también que las calamidades solían ocurrir cuando empinaba el codo, algo que por lo visto hacía bastante a menudo.
Más allá de una biografía que dictó en 1896, la correspondencia que mantuvo con su hija –que Anagrama publicó en España con traducción de Joaquín Jordá– y los estudios de expertos como Richard W. Etulain, solo queda la leyenda. Se dice que fue la mejor pistolera de su tiempo, que era una temeraria conductora de diligencias y que actuó en el circo de Buffalo Bill. También que fue una de las pocas mujeres que luchó a las órdenes de George Armstrong Custer en las llamadas Guerras Indias, e incluso que tuvo una aventura con otro mito del lejano Oeste, el alguacil Wild Bill, y que luego vengó su muerte tras ser asesinado en una partida de póker…
Calamity, la nueva película del animador francés Rémi Chayé, se sitúa en el origen de todas estas leyendas. Una joya animada, Mejor largometraje de la última edición del Festival Annecy –el certamen especializado en animación más prestigioso del mundo–, que narra la infancia de Martha Jane Cannary. Su viaje a través de las Montañas Rocosas en una caravana de carros repleta de pioneros hambrientos y temerosos de Dios. Cuando un suceso la obligue a alejarse del convoy, la joven se ganará a pulso el apodo que decía que la acompañaba las calamidades. ¿O era que conseguía evitar que sucediesen?
Contra el imperativo de ser 'lo que deberíamos ser'
Martha Jane tiene diez años pero sobre ella ya pesan una serie de imposiciones normativas que no ha elegido y que no está dispuesta a acatar sin rechistar. Su madre falleció antes de que emprendiesen el viaje a Oregón, es la mayor de otros dos hermanos y su padre hace lo que puede en una comunidad de colonos en la que no terminan de encajar.
Los demás le dicen que su lugar está en el carromato, entre ollas y telas, preparando la comida y lavando la ropa. Mientras, su padre y el resto de varones del convoy salen a cazar y vigilan el ganado… hasta que el pater familias de los Cannary sufra un accidente que le dejará inmóvil.
Entonces Martha Jane demuestra ser más que capaz de lanzar el lazo con habilidad, de controlar y tratar a los animales. Pero lejos de conseguir con ello la aceptación de los demás, su actitud desafiante genera rechazo. Tampoco ayudan su pelo corto ni que vista pantalones –la mejor forma de cabalgar–. Un día la acusarán sin fundamento de haber cometido un robo y, harta de todo y de todos, la joven emprenderá un viaje para dar con el verdadero ladrón.
Arranca así una aventura que recupera el espíritu de Huckleberry Finn y Tom Sawyer, para sintonizar con una sensibilidad propiamente contemporánea, tanto en lo temático como en lo formal. Una joven que se niega a aceptar el imperativo social y los roles de género que se le asignan, emprende un viaje cuyo destino no es otro que encontrarse a sí misma, al tiempo que demostrar la estupidez del rechazo de una comunidad en la que cunde la cerrazón mental.
Plenamente consciente del potencial emancipador que late en la historia de Calamity, Rémi Chayé filma un segundo largometraje impecable de sana aventura, liviano desarrollo emocional y medido pulso político. En cierto modo, reformulación en clave wéstern del que fuese su debut, El techo del mundo, cuya protagonista recorría un viaje muy similar hasta el Polo Norte. Solo que aquí el marco de uno de los géneros fundacionales del cine potencia hasta límites asombrosos sus virtudes.
Un nuevo lienzo para el wéstern
Resulta estimulante asistir a cómo cierta aproximación feminista al wéstern consigue en la actualidad ofrecer algunas de las mejores películas de nuestro tiempo sin por ello renunciar a las raíces estéticas del género.
Como señalaba la doctora y crítica de cine Paula Arantzazu Ruiz en Cinemanía, el mito de Calamity Jane ya había sido adaptado al cine en múltiples ocasiones, en películas como The Plainsman (1936) de Cecil B. DeMille, Rostro pálido (1948), de Norman Z. McLeod o musicales como Doris Day en el Oeste (1953) de David Butler.
El valor de esta nueva aproximación reside en convertir a un personaje célebre, a menudo maltratado por la ficción, relegado a alivio cómico o interés romántico del héroe masculino de turno, en un sujeto activo de la historia capaz de conectar con una audiencia actual, y apelar a sus inquietudes de hoy desde un relato histórico.
Es más, Calamity parece por momentos establecer un fructífero diálogo con Meek's Cutoff o la más reciente First Cow, ambas películas de la realizadora Kelly Reichardt. En su concepción del paisaje, la naturaleza deviene un espacio que no solo marca el éxito o fracaso de la actividad humana, también establece con él una relación de simbiosis –siempre y cuando se la conozca y respete–.
Todo ello filtrado por una increíble puesta en escena que por momentos convierte a Calamity en un lienzo de inspiración expresionista, epatante y singular. Un esfuerzo titánico de producción a la vista de los números: hablamos de una película hecha de 57.600 dibujos que dan vida y llenan de color 82 minutos de película. Una explosión cromática que busca y encuentra con atino nuevas formas de mostrarnos un total de 980 espacios distintos.
Una película, en definitiva, que viene a demostrar –sí, de nuevo, otra vez–, que la animación no es un género ni una técnica: es una forma de pensar el cine. En este caso, una forma inspirada y esperanzadora de reinterpretar un género tan clásico como el wéstern.
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