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Thelma Schoonmaker y Scorsese, su amor es un montaje

Thelma Schoonmaker, la veterana artista de montaje de Martin Scorsese

Mónica Zas Marcos

Hay colaboraciones que funcionan, luego trascienden por su repetición y, finalmente, se convierten en míticas. Si pensamos en Martin Scorsese, podemos repartir su fetichismo entre Robert de Niro y Leonardo di Caprio, incluso el corazón de su música se divide entre Howard Shore y el pianista Phillip Glass. En cambio, la reina de su sala de montaje ha sido solo una durante más de cinco décadas y, de momento, no parece dispuesta a abdicar.

Detrás de esa voz suave, mirada cristalina y apariencia de abuelita de Alabama, Thelma Schoonmaker lleva una vida entera viendo violencia y suspense en dos dimensiones durante más de once horas diarias. Si las películas de Scorsese nos revuelven en la butaca o suben nuestros niveles de adrenalina, es en buena parte gracias a su obra y milagro.

Corría el año 1963 y en la Universidad de Nueva York una chica morena, de raíces argelinas y con una pasión súbita por la edición audiovisual despertó la curiosidad de un profesor del curso de verano. Thelma no era ninguna principiante, grandes maestros de la cinematografía europea como Truffaut, Godard, Fellini habían pasado por sus tijeras en su primer trabajo de edición. Lo que no se imaginaba la joven es que ajustar películas a la parrilla de una cadena de televisión le llevaría a las manos de su longevo compañero de batallas. Así acabó Schoonmaker, a sus 23 años, solucionando un estropicio con los negativos del primer cortometraje de un cineasta bisoño.

Cuatro años después, aquella estudiante de Ciencias Políticas perdía todas sus aspiraciones diplomáticas de camino a la sala de montaje de Quién llama a mi puerta. Desde entonces, 17 títulos llevan el sello de la casa Schoonmaker acompañando al crédito de Scorsese, incluyendo al irreverente Lobo de Wall Street.

Si algo identifica esta filmografía –además de la desorbirtada duración– es su montaje. Una manipulación innovadora del tiempo, el uso radical de imágenes congeladas, yuxtaposiciones, elipsis y filmaciones de velocidad variable forman parte de un libro de estilo venerado por muchos. “Solo trabajo para Marty, igual que Joe Biden solo trabaja con Barack Obama”, admitió la mujer de las tijeras mágicas al Financial Times.

Arte a golpe de puñetazo

Cada mañana desde 1980, Thelma Schoonmaker llega al complejo de editores americanos al sur de Central Park, en Nueva York, y se coloca frente a su monitor. Por delante le espera una larga jornada de visionado de planos casi análogos y, sobre todo, de toma de decisiones. A su estudio llegan 250 horas de largometraje, planos desde todas las perspectivas posibles y tomas repetidas hasta la saciedad, que materializan las peregrinas ideas del cineasta. Scorsese ha afirmado en varias ocasiones que confía ciegamente en su aliada para dotar a sus películas de un corazón emocional.

Este don radica en los detalles, que llevan siendo objeto de debate desde Toro salvaje, película que le reportó su primer Oscar. La profesión de Michael Powell, cineasta inglés autor de clásicos como Los zapatos rojos, fue una influencia constante en la primera etapa de Scorsese. Su amigo, y posterior esposo de Schoonmaker, defendía la edición como un arte que no debía ser empañado por la verosimilitud. Así, Thelma jugó con los efectos de las peleas de Jake La Motta como si fuese un recortable, fusionando la apariencia anacrónica del boxeo antiguo con unos trucos visuales inéditos.

Esta adrenalina se contagió a sus posteriores proyectos, que también heredaban un orden meticuloso preservado desde el documental Woodstock: 3 días de paz y música. Schoonmaker puede presumir de ser la artífice de escenas que quedarán grabadas a fuego en la memoria de todo buen cinéfilo. Como aquella de El color del dinero, en la que Paul Newman y Tom Cruise se baten en duelo como dos francotiradores en una mesa de billar. Los lados de la pantalla se convertían en una trinchera donde los dos protagonistas parecen disparar bolas a golpe de gatillo. O el estudio del deseo de La edad de la inocencia, con ese ritmo palpitante cuando Daniel Day-Lewis le quita los guantes de Michelle Pfeiffer en la parte posterior del carruaje.

La edición es la mala pesadilla de Scorsese, que le acosa incluso antes de empezar a rodar. Para muestra, Casino, cuando Sharon Stone baraja las cartas de forma casi provocativa para gusto y disfrute de Joe Pesci. “Marty tenía ideas muy claras sobre cómo crear ese momento, y si el resultado funciona tan bien es gracias a esa obsesión”. Y aunque no siempre el azar se ensambla con el séptimo arte, a veces de un contexto caótico surge algo que roza la perfección visual, como el desenlace de Infiltrados. “El material bruto era demasiado largo, así que comenzamos simplemente a romper escenas juntos sin pensar demasiado en la continuidad de la película”. Y voilà.

Nadie sabe desencriptar las aspiraciones de su colega como Schoonmaker, y la pareja lo sabe. “Yo adoro acompañarle en este viaje”. Por eso, se encargará también de editar los dos próximos proyectos del director neoyorquino, Silence, un drama ambientado en el Japón del siglo XVII, y el biopic de Frank Sinatra.

El arte de las tijeras

Aunque Martin Scorsese sea la cara visible del proyecto, nunca olvida que el corazón de la película tiene doble firma, un respeto acreditado por décadas de amistad. Pero el talento no entiende de afectos, y por eso Thelma es una de las más queridas por compañeros de reparto y miembros del equipo. Y por la Academia de Hollywood que, además de colocarle tres Oscar bajo el brazo, encumbró a Schoonmaker como la editora de montaje con más nominaciones de la historia de la alfombra roja.

Los actores confían sus dotes interpretativas a la jefa de edición con la certeza de que elegirá el mejor reflejo del personaje. “En ocasiones, mi actuación ha quedado muerta al terminar la edición de una película, y no era mi culpa, pero eso nunca ocurre con Thelma”, dijo Joe Pesci en la presentación de Casino. También Ben Kingsley, el psiquiatra demente de Shutter Island y juguetero en Hugo, alababa “su intuitiva y profunda comprensión de cada personaje a través del viaje narrativo de la película”.

Pero no todo son alabanzas. Muchas de las diatribas que se han vertido sobre el último estreno de Scorsese, El lobo de Wall Street, iban dirigidas hacia su extremada duración y, por ende, hacia Schoonmaker. “Los minutos se acumulan sin criterio”, “la editora se olvidó de cortar las secuencias” o “es absurdamente larga”, eran afirmaciones que se sucedían entre la crítica. “Una película como 'el lobo' está destinada a ser extensa. Marty quería ir demasiado lejos en las escenas para poner a prueba la paciencia de los espectadores”, se defendía ella, con el suficiente oficio como para no retractarse de sus decisiones, y mucho menos de las de Scorsese.

Pero la lealtad y admiración por el jefe no eclipsan su labor, aunque muchos se empeñen en atribuirle el complejo de eterna segundona. “Sé lo que vale mi trabajo, de eso tú no te debes preocupar”, contesta afablemente a los periodistas preguntones. Una forma sutil de retar a cualquiera a exprimir durante nueve meses 20 kilómetros de metraje 'en la sombra' y salir con algunos de los mejores títulos de nuestra época entre las manos.

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