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La autobiografía como género: cuatro maneras de contar una vida

Ernest Hemingway por Lloyd Arnold

Carmen López

El género autobiográfico es prolífico. No todos los títulos tienen el mismo éxito que Ambiciones y reflexiones de Belén Esteban [al mes de su publicación ya había vendido 100.000 ejemplares] pero el interés por la vida de las personas a las que se admira juega a favor de las editoriales. Y a los egos les gusta explayarse, de eso no hay duda. El compendio de ambos factores da lugar a un extenso catálogo de repasos vitales, aunque no siempre relatados de la misma manera o con la misma intención.

A todos les une la función, no siempre pretendida, de crónica de una época a través de una visión personal, con lo positivo y negativo que eso supone. Las trampas del recuerdo son peligrosas y su alianza con la percepción de uno mismo pueden derivar en una interpretación deforme o injusta de la historia. Si hasta el historiógrafo más minucioso no puede evitar una mínima subjetividad en su trabajo, qué no decir de alguien que la rememora desde sus experiencias.

Mirando atrás

Fernando Fernán Gómez declaró en algún momento que no le gustaban los libros largos pero acabó escribiendo unas memorias de 700 páginas. Ya que te pones, para qué escatimar. Bajo el título El tiempo amarillo (Capitán Swing, 2015), en honor a un verso de Miguel Hernández, cuenta de manera detallada sus vivencias desde 1921 a 1998, con saltos en el tiempo, referencias a otras autobiografías y una lista de nombres que valdría para hacer una enciclopedia del cine del siglo XX. Este hombre, cuyo ataúd estuvo cubierto por la bandera anarquista, comienza su relato evocando el apretón de manos que Juan Carlos I, por entonces rey de España, le dio en la entrega de la medalla de oro al Mérito en las Bellas Artes. Los caprichos de la memoria, como él mismo dice.

Las memorias son uno de los géneros autobiográficos más habituales (estén escritos o no por sus protagonistas: los llamados ‘escritores negros’ existen por algo). Hay algunas casi tan famosas como las obras de sus autores, como por ejemplo Vivir para contarla Vivir para contarlade Gabriel García Márquez (Literatura Random House, 2003). Su publicación generó una expectación enorme ya que en sus páginas el escritor revive algunas historias que en su momento introdujo en sus ficciones más conocidas. El creador del realismo mágico destapa la tela que oculta el truco y permite a sus lectores revisar sus novelas desde una nueva perspectiva. The New York Times lo incluyó en su ranking de los mejores diez libros del año.

Mi último suspiro (Debolsillo, 2002), las memorias de Luis Buñuel escritas junto al guionista y cineasta Jean-Claude Carrière, es otro de los títulos mejor valorado. Al fin y al cabo, el director vivió la España de la II República y la Guerra Civil, el París del Surrealismo o el México del exilio. “Ya me muero” fueron, precisamente, sus últimas palabras, pronunciadas el 29 de julio de 1983: por si cabía alguna duda, en su autobiografía dejó claro que no había desperdiciado su tiempo en la tierra.

Querido diario

Salvo en contadas ocasiones como la de Anna Frank cuyo memorándum se hizo famoso por las circunstancias y no por su trabajo, los escritos personales son otro tipo de autobiografías parecidas a las memorias pero concebidas a tiempo real. En ocasiones el autor mezcla ficción y realidad en sus anotaciones como Fiódor Mijáilovich Dostoyevski, en cuyo Diario de un escritor se pueden encontrar desde las reflexiones y apuntes personales hasta los artículos que publicó en la sección homónima de la revista Ciudadano, de la que era director. La recopilación de todos los textos en un mismo volumen (Páginas de espuma, 2010) no sólo arroja datos sobre la personalidad del autor ruso sino que también abarca la idiosincrasia del tiempo y el lugar en el que vivió.

Hay muchos diarios en las estanterías de las bibliotecas. Franz Kafka (Galaxia Gutenberg, 2001) y Pessoa (Gadir, 2008) firman dos de los más famosos, con sus inquietudes narradas en libretas, legajos y demás materiales recopilados para conseguir componer un libro. Otro ejemplo característico es el de Anais Nïn, siempre provocadora, quien firma Fuego e Incesto ahora reunidos en un volumen titulado Diarios amorosos (Siruela, 2014). En sus páginas da rienda suelta a la narración de sus experiencias sexuales y sus consideraciones sobre el deseo tanto físico como emocional.

David Rieff, hijo de Susan Sontag, publicó el año pasado los escritos personajes de su madre bajo el título de Renacida: diarios tempranos (1947-1964) (Literatura Random House, 2014) aunque su progenitora posiblemente se haya revuelto en la tumba. “Uno de los principales dilemas en mi decisión de publicarlos ha sido que, al menos en la última etapa de su vida, mi madre no fue en ningún sentido una persona proclive a la confidencia”, declaró el propio Rieff. La publicación póstuma de los diarios de otro es un habitual no siempre respetuoso, pero seguramente bien remunerado.

Yo confieso

La autobiografía también sirve de revulsivo para el protagonista. El subgénero confesional tiene muchos matices. En Vida de este chico de Tobias Wolff (Alfaguara, 2012) el autor narra su infancia y adolescencia en la década de 1950 en Estados Unidos en ruta por las carreteras con su madre. Una ‘confesión’ novelada con toques de humor que sirve al autor para explicar su propia identidad adulta. Hay otras más salvajes como la de Sonny Barger, fundador del Club de Motoristas Ángeles del Infierno y titulada, cómo no, Ángel del infierno (Pepitas de calabaza, 2015). Escrita junto a Kent y Keith Zimmerman cuenta los entresijos de la organización de moteros que después de muchos kilómetros de carretera, borracheras, peleas y leyendas urbanas se ha convertido en uno de los símbolos de la cultura contemporánea occidental.

La narración de las historias personales también puede representar un manifiesto político, sobre todo si el protagonista ha dedicado su vida al activismo. “La vida es como un autobús: puedes ser pasajero y subir a dar una vuelta o ser el conductor. No tenía ni la más remota idea de adónde ir pero sabía que quería conducir” escribió Assata Shakur en su autobiografía confesional (Capitán Swing, 2013). La mujer más buscada de América, integrante de Los Panteras Negras, cuenta su trepidante y enfurecida vida en un libro que seguramente haya hecho blasfemar a más de un dirigente estadounidense al leer frases como: “No parecían darse cuenta de que, para la mayoría de los Negros y las personas del Tercer Mundo, el sueño amerikano es más bien la pesadilla amerikana”.

En la parte más visceral del apartado ‘confesiones’ se puede enmarcar Yo necesito amor (Tusquets, 1992), el testimonio del actor Klaus Kinski. Un compendio de páginas en las que el protagonista narra sin pudor una vida sexual desenfrenada a través de la cual intenta buscar el afecto que nunca consiguió. Aunque el primer adjetivo que se puede relacionar con el libro es el de escandaloso, en realidad la historia tiende más a la desolación.

Otra reina de las confesiones que ponen el grito en el cielo es Christiane F. En 1978 la revista Stern publicó el libro Los niños del Zoo, en el que la adolescente alemana contaba cómo tanto ella como sus amigos se prostituían en un parque de Berlín para comprar heroína. Tenía 14 años. La historia tuvo tanto impacto en la sociedad alemana que aún hoy se utiliza en los colegios para advertir a los menores del peligro del consumo de drogas. En 1981 se estrenó la película basada en su testimonio y fue otro éxito. La fama le dió a Christiane dinero y diversión aunque nunca pudo desengancharse de la heroína. Lo cuenta en Yo, Christiane F. Mi segunda vida (Alpha Decay, 2015), otra narración autobiográfica cargada de drogas, sexo, decisiones equivocadas y una pizca de autocompasión: “En días así me gustaría no haber probado jamás la droga, no haber conocido la fabulosa sensación de estar colocada, porque ahora tengo que pagarlo caro con este sufrimiento”.

La sublimación de la confesión escandalosa se representa en la historia de J.T. Leroy, autor de Sarah, El corazón es mentiroso y El final de Harold, libros autobiográficos en los que explicaba una vida llena de desgracias en la línea de Christiane F. Pero lo que supuso una verdadera bomba no fueron las confesiones sino el descubrimiento de que Leroy (que se había convertido en toda una celebridad) no existía, sino que en realidad era el alter ego de la escritora Laura Albert, quien también tenía un pasado dramático. Una especie de cuadro de Escher de la visceralidad literaria.

Allí y en aquel momento

No todas las autobiografías recorren la vida completa de una persona o confiesan actos inexplicables. También existen las que cuentan un periodo de tiempo en concreto de la vida del autor a medio camino entre la crónica y el diario de viajes. Una de las más emblemáticas puede ser París era una fiesta, las memorias póstumas de Ernest Hemingway que narran su juventud con su primera esposa Hadley Richardson, en una Europa en plena ebullición cultural y revolucionaria.

Por poner un ejemplo de experiencias personales expresadas en viñetas, están los cómics de Guy Delisle, que plasman las vivencias del autor en las diferentes ciudades en las que ha residido (Pyongyang, Jerusalén…) o sus experiencias como progenitor en libros como Guía del mal padre (Astiberri, 2013). Otro de los que mejor ha cultivado el género es el periodista Enric González en su serie de historias ahora reunidas en el volumen Todas las historias y un epílogo (RBA, 2012). Londres, Nueva York o Roma fueron algunas de las ciudades a las que se tuvo que mudar por su trabajo como periodista. De cada una se trajo un libro en el que no sólo relata curiosidades o características de cada urbe sino que también cuenta la parte de su biografía ligada a dicha ciudad: “Ese abrazo fue, creo, el último adiós a Nueva York”. Todos los relatos vitales tienen, irremediablemente, su punto final.

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