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El insecto que cambió el vino

Fragmento de una página del 'Prontuario filoxérico' de Mariano de la Paz Graells (1879)

Paco Berciano / Rosalía Santaolalla

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Como un pequeño polizón, solo tuvo que esconderse en una planta que iba a realizar un viaje transoceánico: a la filoxera, carente del glamour de una mariposa, ni siquiera le hizo falta aletear para provocar un seísmo de consecuencias impensables para la economía, el paisaje y el modo de vida de millones de personas en países de todo el mundo.

Si hay que escoger un año que señale un momento de auténtico esplendor para el viñedo francés, sería 1855. Ese año se conoce la primera clasificación oficial de vinos de Burdeos y Jules Lavalle publica la suya propia sobre los elaborados en la Côte d´Or de Borgoña. Por esas fechas también comenzó a encarrilarse la situación después de una década luchando contra el oídio, hasta entonces la enfermedad que más preocupaba a los viticultores galos y del resto de Europa. Menos de diez años después, un insecto de apenas medio milímetro poco a poco comenzó a apaciguar esa euforia, hasta modificar por completo el panorama de la producción vinícola mundial.

El contexto que propició la llegada de la filoxera desde Norteamérica es aquella lucha contra el oídio, un hongo que se detectó por primera vez en 1845, que en 1852 ya estaba extendido por viñedos de todos los países europeos y para el que se encontró la solución en 1855: rociar las viñas con azufre. Se logró controlar el problema, pero parte de las viñas quedaron debilitadas. Algunos viticultores decidieron traer desde Norteamérica plantas más resistentes a este hongo, sin sospechar que el remedio traería otra enfermedad: la que provocó la filoxera, desconocida hasta entonces porque al otro lado del Atlántico no había ocasionado casi problemas.

El insecto vino en barco, seguramente escondido en aquellas cepas, y encontró su primer acomodo en el Languedoc. El primer brote está documentado en Pujault, en 1863. Volando, pegado a las botas de los viticultores o excavando túneles en el terreno, la filoxera se extendió y halló lugares perfectos para llegar a las raíces de las viñas francesas y dejarlas completamente secas. A partir de ahí, fue imparable. Dos años más tarde, las consecuencias de esta enfermedad se notaban ya en el Ródano. En 1866 llegó a Floriac, a 7 kilómetros de Burdeos y a 40 de Saint Emilion. Se expandió durante las siguientes décadas. Primero por Francia, después por el resto de Europa e incluso por el nuevo mundo, con la seguridad de saberse desconocida y, durante años, invencible.

En 1868 Francia creó una comisión de estudios para investigar por qué morían las viñas sin remedio aparente. No había podredumbre ni detectaron al diminuto insecto: solamente pudieron certificar el desastre. Tampoco funcionó sacar a la Virgen en procesión, como hicieron en Pauillac cuando ya no sabían a qué atenerse. La acción de la filoxera provoca una especie de bultos en las hojas de las vides y, lo peor, ataca las raíces, parasitándolas, hasta dejar las plantas secas, lo que llegó a desesperar a viticultores y científicos. Los tratamientos que se ensayaron durante años (inundar los viñedos, aplicación de sulfuro de carbono, entre otros) solamente servían para ralentizar el proceso degenerativo de la viña y retrasar su muerte. A finales del siglo XIX, más de 2 millones de hectáreas se encontraban afectadas por la filoxera. La producción de vino se desplomó, de los 56 millones de hectolitros en 1870 hasta solo 27 millones en 1895.

En la península ibérica se reconocieron tres focos de entrada del insecto desde el año 1878: Girona, por su proximidad con Francia, y los puertos de Málaga y Oporto. No encontró apenas barreras, excepto algún sistema montañoso sin viñedos que retrasó su llegada a algunas zonas. Fue el caso de Jerez, donde la filoxera llegó 26 años más tarde que a tierras malagueñas, aunque de forma irremediable terminó afectando también a las viñas plantadas en albariza. En 1889, 1,7 millones de hectáreas de viñedo español se encontraban afectadas. Hubo lugares donde el insecto afectó de forma más tardía, como Cariñena, Jumilla o Rioja, y fue a esta última zona donde volvieron sus ojos los comerciantes franceses en busca de otro mercado, porque Francia nunca dejó de consumir vino.

El abandono de viñedos de producción más costosa y la creación de bodegas —ahora míticas— en los barrios de la estación de Haro o Cenicero fueron consecuencia directa de aquella situación. De hecho, muchos de los productores españoles comenzaron a aplicar procesos industriales a la elaboración de sus vinos y empezaron a hacer crianzas en barricas, hasta entonces una costumbre casi anecdótica.

1891 fue el último año de bonanza de las exportaciones españolas. Francia ya había dado nombre al problema de la filoxera y había comenzado a resolverlo injertando las plantas en pie de origen de viñedos americanos y las autoridades galas comenzaron a imponer aranceles a la importación de vino. Aquel año, España produjo entre 9 y 11 millones de hectolitros de vino. Tres años más tarde, la producción fue de poco más de 2 millones. La filoxera había abierto su propio camino en la península ibérica y, de hecho, la crisis que provocó no se consideró finalizada, con la reconstrucción del viñedo, hasta entrados los años 50 del siglo pasado.

El héroe botánico

A lo largo de la crisis de la filoxera, varias comisiones intentaron dar con la solución a la paulatina muerte del viñedo. Se prueban varios tratamientos (entre ellos el sulfuro de carbono diluido en agua e inyectado en el pie de las cepas o la inundación de los viñedos) sin éxito. Únicamente se aplican en las explotaciones que se lo pueden permitir y solo consiguen debilitar la planta y retrasar su muerte. Jules-Émile Planchon, botánico, viaja a Estados Unidos para estudiar por qué las cepas americanas son resistentes al insecto y acierta al desaconsejar que se vuelvan a plantar en Europa. Pero es otro botánico, Alexis Millardet, el que da con la clave con un estudio fundamental, que se basaba en los pies de las viñas y su adaptación a los distintos suelos.

Millardet, que ya contaba con cierto prestigio en el sector porque había encontrado un remedio para acabar con la plaga de oídio unos años antes, fue quien aconsejó injertar las cepas europeas en pies americanos. Radical, pero la única solución: antes o después, el viñedo de casi todo el mundo se arrancó y se injertó para poder sobrevivir. La propuesta no fue recibida con entusiasmo por el mundo vinícola: muchos productores se resistieron a arrancar sus plantas y a injertarlas en pie americano por temor a que el vino perdiera la calidad por la que se habían hecho conocidos. Aunque no todos tardaron tanto en decidirse como la emblemática bodega Domaine de la Romanée-Conti, que accedió a sustituir los pies de sus preciadas viñas en el año 1945. Solo ocho años más tarde se daba por completada la reconstrucción del viñedo en España.

¿Por todo el mundo?

El desarrollo y reproducción de este insecto supuso un enigma complejo de resolver para los investigadores. Se extendía como una mancha de aceite, al parecer por diferentes medios, pero lo que parecía favorecer su proliferación fueron los terrenos calcáreos. Es decir, gran parte de los suelos donde estaban plantadas las viñas, excepto en lugares como Canarias o Chile, donde un terreno más arenoso y su aislamiento por cadenas montañosas impidieron el desarrollo y la acción de la filoxera. Además, el país andino se benefició, como otros países sudamericanos, de la llegada de emigrantes españoles que colaboraron en el desarrollo de sus florecientes viñedos. Con todo, el insecto ha encontrado barreras infranqueables, pero sigue activo: la prohibición de plantar viñas en pie franco sigue vigente y en zonas como Chile está prohibida la introducción de cualquier vid extranjera desde 1877.

No solo fue el vino

La plaga provocó varias crisis que se extendieron más allá del sector vitivinícola de más de medio mundo: en Francia, por ejemplo, la filoxera se entiende como una crisis ecológica, con la desaparición de una de sus plantas emblemáticas tal y como se conocía hasta entonces. También supuso una crisis económica y humana, con el cambio drástico de una forma de vida. En España, la filoxera ocasionó la desaparición de zonas vinícolas enteras durante décadas, como el Priorat, abocó a miles de personas a la emigración por la ausencia de perspectivas de futuro y la falta de apoyo al sector. Se abandonaron viñedos de bajo rendimiento y de viticultura complicada y la situación implicó la práctica desaparición de muchas variedades autóctonas.

En la replantación con pie americano, muchas zonas dieron prioridad a plantas con más rentabilidad. En el marco de Jerez, por poner un ejemplo, se priorizó la Palomino o la Perruno, pero se quedaron en el camino variedades como la Caloña o la Cañocazo. Y una de las consecuencias más evidentes de la filoxera es que acortó el tiempo de vida de la viña, que pasó de ser una planta casi perenne (en Eslovenia se tiene constancia de una que alcanzó los 450 años) a tener caducidad en varias décadas. Viñedos que habían sobrevivido a sequías, inundaciones, inviernos glaciares y enfermedades a lo largo de siglos, estuvieron a punto de sucumbir ante un enemigo casi invisible.

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